Mis reputaciones: un relato de Jaime Bayly
Mis hijas saben que soy una persona solvente, dotada de ciertos recursos, y que dicha hacienda no se debe a mi talento, ni a mi laboriosidad ,ni mucho menos a mi inventiva literaria, pues con lo slibros sólo gano problemas, sino a mi madre, a la generosidad de mi madre, que me compró la casa en la que vivo.
Mi hija mayor, Camille Barclays, estudiante de leyes, contratada antes de terminar su carrera por un prestigioso bufete de abogados, debe elegir con quién desea pasar las fiestas de fin de año: conmigo, que soy agnóstico y no instalo un pino en mi casa (dejar crecer un pino hasta que tenga la altura suficiente para venderse en las fiestas navideñas es algo que toma al menos siete años, y cortarlo es un crimen en estos tiempos en que el aire está tan contaminado), ni sirvo pavo en nochebuena (matar pavos en noviembre y diciembre es un acto de barbarie, una escabechina de la que no deseo ser cómplice), o con su madre, que es creyente, decora su casa con pinos y bolas de colores y luces centelleantes, intermitentes, y además hornea un pavo el veinticuatro de diciembre y otro el veinticinco (en realidad, los hornean sus cocineras, mucamas y criadas).
Naturalmente, Camille Barclays decide que pasará las fiestas con su madre, no conmigo. No es una decisión ardua ni compleja: sabe que con su madre, con su abuela materna, con el novio francés de su madre, con los hijos polistas del novio francés, pasará días risueños, espléndidos, irrigados del mejor vino y la mejor champaña, y que, en cambio, si viniera a pasar las fiestas conmigo, tendría que dormir en un hotel cercano, porque no se siente cómoda en el cuarto de huéspedes de mi casa fantasmal, y sobre todo se siente incómoda porque dormimos como espectros hasta mediodía y ella se levanta a las seis de la mañana, y a ello se suma la incomodidad de que no tenemos empleadas, criadas ni mucamas, y que el despliegue de adornos y comidas es más bien austero, limitado, cuando no inexistente, pues mi mujer y yo no decoramos ni cocinamos y preferimos comer en algún café cercano o en el hotel de la isla.
Dado que mi hija mayor sabe que la amo profundamente y estoy muy orgulloso de ella, de sus triunfos académicos y su pasión por la excelencia y nada menos, se siente en confianza de pedirme que le pague el boleto aéreo para viajar a reunirse con mis enemigas, es decir, con su madre y su abuela materna. ¿Son ellas mis enemigas, o exagero? Lo son, a no dudarlo. Desean que muera pronto, han hecho conjuros, hechizos, amarres y brujerías contra mí, han robado calzoncillos míos y les han clavado alfileres para volverme impotente, me han deslizado arañas venenosas en la cama para inocularme sigilosamente la ponzoña y matarme como si fuera un accidente. Podría entonces decirle a mi hija que prefiero no comprarle el boleto aéreo, puesto que irá a celebrar las fiestas con mis enemigas y no conmigo, pero sería estúpido, rencoroso y mezquino si hiciera tal cosa, pues mi hija no tiene la culpa de que su madre y su abuela materna me odien, la culpa en cualquier caso la tengo yo, pues ellas no me perdonan las cosas que he escrito, recordándolas, desfigurándolas en la ficción, exagerándolas para mal, siempre para mal, convirtiéndolas en unas arpías, unas sacaperras: pero es así como las recuerdo, y uno no escribe sobre lo que ha vivido, sino sobre lo que recuerda haber vivido.
Así que, buen perdedor, respetuoso de la libertad de mi hija, compro el boleto aéreo sin demora y sin reparos, en la mejor clase por supuesto, es lo que ella merece, y se lo envío, deseándole muy felices fiestas, aunque secretamente deseando que los hoteles de propiedad de su madre y su abuela materna sigan vacíos por la pandemia y quiebren todos, pronto: pero esto, claro, no se lo digo, no le digo que deseo la ruina física, económica y moral de su madre, de su abuela materna y, si me apuran, del novio francés de su madre, a quien no conozco pero que también, por las dudas, es mi enemigo.
Mi segunda hija, Paula Barclays, ejecutiva en ascenso de una compañía tecnológica global, que trabaja desde su casa o desde un hotel, siempre viajando, pues su campo de operaciones es el mundo libre, todos los países donde opera esa firma de vanguardia que vale billones, enterada de que su hermana mayor irá a pasar las fiestas con su madre, decide naturalmente secundarla y, de paso, pedirme que le compre un boleto aéreo a ella también. Es lo justo, desde luego. Lo hago de inmediato, el día mismo en que me lo pide, en las fechas que me sugiere, y en la mejor clase, asimismo. Las tarifas son onerosas, era de suponer, porque en estas semanas de fin de año es bastante más caro viajar en avión, pero no corresponde quejarse ni pedir descuento. Tampoco me parece apropiado decirle que el canal de televisión aún no me ha confirmado que me renovará el contrato el próximo año y que recientemente me ha recortado el salario, una vez más. Mis hijas saben que soy una persona solvente, dotada de ciertos recursos, y que dicha hacienda no se debe a mi talento, ni a mi laboriosidad, ni mucho menos a mi inventiva literaria, pues con los libros sólo gano problemas, sino a mi madre, a la generosidad de mi madre, que me compró la casa en la que vivo y me regaló más dinero del que yo había visto nunca. Es decir que soy un mantenido, un parásito, un chupasangre, un hijito de mamá, y mis dos hijas lo saben bien y por eso me piden los boletos aéreos, a sabiendas de que debo pagarlos sin chistar, puesto que, si me opongo o hago una escena histérica o de divo en decadencia, se los pedirán a mi madre, quedando yo en ridículo, una vez más.
Mis hijas Camille y Paula Barclays deberían amar a mi madre como aman a su abuela materna, la arpía, la dueña de los hoteles ahora vacíos por la pandemia, Dios quiera que quiebren pronto. Pero no la aman, no aman a su abuela paterna, o sea, a mi madre, Dorita, que es una santa y no merece aquellos desaires, esos tratos desdeñosos. No los merece porque, cuando la madre de mis hijas se divorció de mí y decidió volver a la ciudad del polvo, de la niebla, de la melancolía, allí donde también vive mi madre, ciudad de la que escapé para sentirme libre, ella, mi exesposa, la madre de Camille y Paula Barclays, la señora Casandra Mesías, la ultrajada, la humillada, la despechada, la dignísima, fue a llorarle lágrimas de cocodrilo a mi madre, y le dijo que yo, por ateo, por libidinoso, por batear en el mundo del erotismo con la diestra y la siniestra, por jugar en todos los equipos, saltimbanqui de cama en cama, explorador de los más improbables orificios humanos, la había dejado sin casa, sin familia convencional, sin reputación, sin futuro, sin norte ni brújula, desnortada, y ella, la señora Casandra Mesías, la dignísima, según decían las revistas de papel cuché, solidarizándose con ella, la víctima de mi desaforado apetito erótico, merecía una casa señorial, en un barrio noble, a ser posible muy cerca de la casa de mi madre, que, una santa, la mujer más buena y cándida del mundo, le prometió a su nuera luctuosa que, en efecto, le compraría una casa, tú escógela, hijita, y me avisas, y yo te la compro con todo gusto, y de paso la abrazó y lloró con ella y luego la conminó a que rezaran juntas el rosario, a ver si yo me volvía creyente y bateador de un solo equipo, el de los varones. Poco tiempo después, la señora Casandra Mesías y su amigo y apandillado, el suntuoso decorador Jordi Jordano, eligieron la casa que mi madre debía adquirir, a sólo dos cuadras de la casona señorial de mi madre, una propiedad que costaba la friolera de un millón doscientos mil dólares, dinero que la señora Casandra, dignísima ella, le pidió a mi madre en efectivo, en una gran maleta, aunque luego de comprar la casa le pidió cien mil dólares más para decorarla. Pero, además, la señora Mesías le exigió a mi madre que nunca me contase que le había entregado ese dinero, comprado aquella mansión, creyendo que mi madre sería leal a ella y le guardaría tamaño secreto, un elefante en la sala de su casa, pero no pasó ni un año y mi madre acabó diciéndome la verdad, pues ella no sabe decir mentiras. Desde entonces, la señora Mesías, mi exesposa, y nuestras hijas Camille y Paula no han perdonado a mi madre, y no la saludan por su cumpleaños ni por navidad, y no le escriben siquiera un correo escueto para cumplir las formalidades. Habiendo comprado mi madre la casa en la que esas mujeres pasarán las fiestas de fin de año, me temo que no tendrán la delicadeza, la cortesía ni la gratitud de visitarla en su casa, apenas a dos cuadras, y dejarle regalos, y darle gracias eternas por ser tan amorosa: es seguro que la arpía de mi exsuegra, de haber ido yo a llorarle mis desgracias sentimentales, mis desventuras amorosas, no me hubiese comprado casa, chalé, piso, apartamento, escondrijo o madriguera, y me hubiera sacado a bofetada limpia de su casa.
Así las cosas, espero que este año mis hijas Camille y Paula visiten a su abuela paterna, la abracen, le digan que la quieren mucho y le entreguen regalos: es lo que mi madre se merece. La adorable Dorita Lerner, su abuela paterna, no tiene la culpa de las cosas que he escrito, de los escándalos que he protagonizado, de los amantes variopintos que han manchado mis camas, de mis pleitos con la dignísima Casandra Mesías porque ella me quería más varón de lo que me daban mis diezmadas hormonas. Mi madre me ha sufrido tanto o más que todas ellas y aun ahora sueña con reformarme, adecentarme, devolverme al club en que ella me matriculó, cuando yo era joven: el de los hombres varoniles, viriles, creyentes, el de los hombres que madrugan y ofrecen su día al Altísimo y trabajan de sol a sombra, el de los hombres que no darían un paso en falso que pudiera dañar sus reputaciones, el de los hombres que van a misa de gallo, dejan regalos al pie del pino navideño y comen pavo en nochebuena. Mi vida es una suma de pasos en falso, de meandros y bifurcaciones, de senderos al borde del abismo, y mis reputaciones son ya una cosa perdida, irrecuperable.
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