No por ahora: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Me llevé un gran susto cuando una de mis hijas, que vive en Nueva York, se contagió. Por suerte ya estaba vacunada. Pasó dos semanas atroces, diezmada por las fuerzas del mal, pero volvió a respirar sin trabas, prevaleció, derrotó al ejército invasor.


El año que termina ha sido muy bueno para mí. Ha sido benévolo conmigo porque me ha perdonado la vida, me ha salvado la vida. Pudo no ser así, pude enfermarme del virus y morir. Vi morir del virus a dos amigos cercanos, ambos menores que yo. Uno era el gerente de ventas del canal, un hombre lleno de vitalidad, de energía, de optimismo, que parecía invulnerable a la peste. Era generoso conmigo, me felicitaba cuando los números eran buenos, se alegraba cuando conseguía nuevos auspiciadores para el programa. Ganaba bien, era un hombre de éxito, tenía una familia que lo adoraba, viajaba con frecuencia, manejaba autos de lujo. De pronto enfermó cuando aún no estaban disponibles las vacunas y en pocos días sus defensas se desintegraron, su resistencia colapsó y murió intubado, sin poder despedirse de su familia. Nadie en el canal podía creer que el gerente de ventas se nos hubiese muerto así, tan súbitamente. Quedé consternado. Comprendí que, si me enfermaba del virus, perdería la vida, como la perdió mi amigo. Poco tiempo después, se enfermó también un médico que venía todas las noches al canal a dar consejos para no contagiarse de la peste. Era también un hombre de éxito, de fortuna, dueño de una clínica, en sus primeros cincuentas. Además, era deportista, alpinista, había escalado las montañas más altas. Siendo el doctor que daba consejos para no infectarse, era insospechable de contagiarse él mismo. Pues se enfermó y se murió, tal era su destino, y en el canal nos invadió de nuevo una profunda congoja y un mal disimulado miedo a morir.

Me llevé un gran susto cuando una de mis hijas, que vive en Nueva York, se contagió. Por suerte ya estaba vacunada. Pasó dos semanas atroces, diezmada por las fuerzas del mal, pero volvió a respirar sin trabas, prevaleció, derrotó al ejército invasor. Mis hermanos estaban aterrados de que nuestra madre, ya octogenaria, se contagiase. No se cuidaba demasiado. Salía de la casa sin mascarilla, decía que esto de la pandemia era un cuento chino, ponía su salud y las circunstancias de su muerte en manos de Dios, afirmaba que Dios la cuidaba mejor que cualquier mascarilla o cualquier vacuna. No tenía miedo. Seguía haciendo, dentro de las circunstancias, una vida normal. Mis hermanos le prohibieron viajar en avión. Por eso no he podido verla este año que termina. Ella quería venir a visitarnos, pero sus hijos no le daban permiso para viajar, le quitaron el pasaporte, se lo escondieron, porque descubrieron que estaba tramando un viaje secreto, a escondidas de ellos. Frustrada por no poder viajar, se consolaba caminando a la parroquia a oír misa todas las mañanas, al supermercado, donde conversaba con los dependientes y las cajeras, y a las casas de sus amigas a tomar el té. Dios me protege, Dios me cuida, si Dios quiere que me vaya al cielo, me iré cumpliendo su voluntad, y si quiere que siga viviendo, pues no me iré, así que yo no le tengo miedo a nada, decía mi madre. Y no se contagió. Y no se murió. Y no fue fácil para mis hermanos convencerla de vacunarse, pero al final se rindió y condescendió a que le inocularan una vacuna, unas vacunas, de las que sospechaba maliciosamente, en las que no creía del todo. En ese sentido, el año que termina, habiendo sido muy bueno, pudo ser mejor, pues ahora mismo echo de menos a mi madre y me pregunto si debí viajar a pasar las fiestas navideñas con ella y con nuestra numerosa familia.

No quisimos viajar a pasar las navidades con nuestras familias porque tenemos miedo a viajar, nos ha vuelto a asaltar el miedo a viajar. Lo habíamos perdido después de vacunarnos, y nos permitimos varios viajes felices durante el verano, aprovechando las vacaciones escolares de nuestra hija, pero ahora que la pandemia ha recrudecido y las restricciones para viajar se han endurecido, nos parece imprudente subirnos a un avión, no sólo por la posibilidad de contagiarnos, sino también por la suma de incomodidades, fastidios y pesares que resultan inevitables cuando vuelas a otro país: exámenes acá antes de volar, exámenes allá al llegar, exámenes allá antes de volver a casa, más la amenaza o el peligro de que los señores que ocupan el gobierno en nuestro país de origen resuelvan de la noche a la mañana cerrar el aeropuerto, un trance espantoso que tuvieron que sobrellevar mis hijas mayores, en el peor momento de la pandemia: querer salir de aquel país de locos, un manicomio a cielo abierto, y no poder hacerlo, y entonces quedarte allá semanas, meses, sin saber cuándo podrás escapar de ese infierno de políticos idiotas y burócratas necios cuyo primer instinto es confiscar las libertades individuales y decidir por uno mismo, como si supieran cuidar nuestra salud mejor que nosotros mismos.

Así las cosas, nos hemos quedado en casa, en esta isla tranquila en la que vivimos, disfrutando del buen clima, de este invierno que parece una broma, mientras nuestra hija, de vacaciones en la escuela, estudia con tutoras por la mañana y por la tarde, preparándose para un examen muy arduo que deberá rendir los primeros días del año nuevo, un examen que, con suerte, le permitirá entrar en un colegio privado, pues hasta ahora ha estudiado los cinco años de primaria en la escuela pública de la isla, no por razones de avaricia o austeridad de nosotros, sus padres, sino porque dicha escuela queda a tres cuadras de casa, y yo siempre he creído que el mejor colegio es el que queda más cerca de tu casa. Pobre la niña, abrumada de estudios, socorrida por las tutoras, torturada por las matemáticas y las lecturas, qué paliza. Cuando mi esposa me ha mostrado las cosas que estudia nuestra hija de diez años, he quedado traumatizado, pues todas me parecen complejas, dificilísimas, indescifrables, todas escapan a mi comprensión, desbordan el tamaño ínfimo de mi inteligencia y me parecen mucho más arduas que las preguntas que, hace cuarenta años, debí sortear para entrar en una universidad que se jactaba de ser católica, cuando yo me ufanaba de no seguir siendo católico, una universidad en la que quise estudiar leyes, sólo para comprender bien pronto que las leyes en mi país eran una ficción plúmbea y aburrida, y que, si habría de dedicarme a las ficciones, mejor escribía novelas: es decir que pude ser un abogado, un abogado católico, pero ese camino, el del honor, el del orgullo que acaso mis padres habrían sentido por mí, me pareció que conducía al abismo de la desdicha, al precipicio de vivir una vida equivocada, y por eso elegí ser un hablador y un escritor, o un hablantín y un escribidor, o un charlatán y un plumífero, y tan mal no me fue, aquí estamos todavía, cuarenta años después, hablando y escribiendo, que son dos maneras de sentirme vivo, de resistir a la muerte.

Este año que termina no iremos a la fiesta en un hotel cercano, a la que asistimos los últimos años, pensando que nos divertiríamos. Pues no: guardo los peores recuerdos de aquellas fiestas. Todo me pareció espantoso, deplorable, horrendo: la gente presumida, enjoyada, vestida con aires regios, maquillada y perfumada, haciendo alarde de sus relojes, sus bolsos, sus zapatos, como en una competencia cutre, de mal gusto, para ver quién se había puesto más plata encima, todos ridículos y envanecidos, todos horrendos y jactanciosos; la música consistentemente chillona, cacofónica, que se empeñaba en tocar una orquesta de tarados que se creían virtuosos, las canciones feas, estrepitosas, pendencieras, prostibularias, como si estuviesen tocando en el patio de una cárcel o de un reformatorio de delincuentes pirañitas; y la comida servida en mesas de mesas de mesas, una cantidad obscena de comida, de todas las comidas, que eran atacadas por gente que ya no tenía hambre pero perseveraba en el hábito innoble de tragar por tragar, de comer hasta reventar; y los bailarines lastrados por la impericia, la chambonada, la chapucería, que, sin embargo, hacían piruetas, zigzags, acrobacias y contorsiones, como si estuviesen en un concurso de bailes en la televisión. Todo nos pareció deplorable en aquellas fiestas de año nuevo y por eso nos hemos prometido no volver este año. Nos quedaremos en casa, tomaremos una copa o dos y abrazaremos a nuestra gata y nuestro perro cuando se asusten con los estruendos de medianoche.

Al próximo año le pido unas pocas cosas, si no es mucho pedir, si no es abuso: que nadie en la familia se contagie, se enferme gravemente, para lo cual será preciso cancelar más viajes y persistir en el uso de la mascarilla, a riesgo de parecer paranoicos; que mi madre y yo podamos reunirnos acá y no allá, porque allá están mis enemigos en el gobierno y prefiero no pasar ni de visita; que nuestra hija entre a un buen colegio privado; que el canal no me despida ni siga recortándome el sueldo; que la novela en la que he cifrado grandes ilusiones termine bien y cobre vida al ser leída por el puñado de lectores nobles que no me han abandonado todavía; que podamos viajar a Londres a principios del verano y a Frankfurt a finales de aquella estación, pues no nos da el cuero para ir a Europa en invierno y porque mi esposa habla alemán pero nunca estuvo en Alemania, donde yo estuve hace cuarenta años, como reportero de un periódico; y que, al llegar a diciembre, podamos decir, como decimos ahora, estamos todos vivos, todos bien, queriéndonos mucho, con buena salud, sin problemas de dinero, es decir que somos felices, muy felices, aunque mejor si decimos esto en voz baja, conspirativa, como escondiendo el secreto, no vayamos a convocar a los duendes insidiosos del azar contrariado, a ese regimiento de enanos malos, cabrones, que tarde o temprano vendrán a quitarnos la vida: ¡no por ahora, pigmeos del mal, no por ahora!

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