La ridícula idea de no volver a verte: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly
Foto: AP Foto/Brynn Anderson

Debo confesar que, siendo agnóstico, me asaltan dudas al respecto. ¿Y si no fue Dios sino un chofer estúpido quien mató a mi hermana? ¿Y si ella, al dejar de respirar, ha dejado de existir del todo, y no se ha transmutado a otra dimensión espiritual?


No alcancé a llegar a tiempo al funeral de mi hermana mayor, que murió atropellada en una autopista, montando en bicicleta. Mi esposa, nuestra hija y yo estábamos ya sentados en la fila siete del vuelo que nos llevaría al sepelio, pero, por mal tiempo, una tormenta repentina, nunca despegó, regresó a la puerta de embarque y nos sugirieron bajar del avión. Nuestra hija rompió en llanto al saber que no podríamos despedirnos de su tía. Consternados, destruidos, volvimos a casa. Como suele ocurrir, el destino o el azar decidió por nosotros.

¿Fue el destino o el azar que mi hermana perdiera la vida un miércoles después del mediodía, arrollada por un conductor desalmado que no se detuvo a auxiliarla y escapó miserablemente del lugar del accidente? ¿O fue la mano sabia de Dios que interrumpió su vida y la llevó a un lugar mejor? Mi madre y mis hermanos consideran que Dios decidió las circunstancias trágicas de la muerte de mi hermana. Ya había cumplido su misión en la tierra, me dicen. Dios la quería a su lado, me aseguran. Ahora es un ángel que velará por nosotros, me afirman. ¿Tendrán ellos razón? Espero que sí. Pero debo confesar que, siendo agnóstico, me asaltan dudas al respecto. ¿Y si no fue Dios sino un chofer estúpido quien mató a mi hermana? ¿Y si ella, al dejar de respirar, ha dejado de existir del todo, y no se ha transmutado a otra dimensión espiritual? ¿Y si ella, con dos hijos jóvenes todavía, en edad universitaria, quería vivir veinte años más, y la idiotez al volante de un conductor descuidado le arrebató esos sueños? ¿Y si mi hermana quería escribir más poesía, correr más olas, hacer más obras de bien, y no fue Dios quien mandó a buscarla, sino la maldita mala suerte que se ensañó cruelmente con ella? Sólo una cosa es segura: mi hermana ya no está, ya no vive entre nosotros, ya no la veré más. Y si, alma buena y noble como fue, ahora su espíritu habita en una dimensión superior, ¿tendré la suerte de volver a verla, o me despacharán a los calabozos donde confinan a las almas menos virtuosas, más viciosas, como la mía?

Como mi hermana era artista, escritora, poeta, y lo había sido desde niña, le había dado instrucciones a su esposo, el pintor noble y silente como un árbol centenario, para que, a su muerte, sus restos fuesen cremados y echados al mar, al mar de Máncora, donde ella fue tan feliz, o al de Miraflores, donde llegaba en moto a correr olas. Su esposo, devastado por la tragedia, incrédulo todavía, quiso cumplir la voluntad de mi hermana, pero mi madre, una santa, se negó enfáticamente a que su hija mayor, que se llamó como ella, Doris, fuese incinerada. Ya me lo había dicho mamá, con su habitual determinación:

-Ninguno de mis hijos será cremado. La cremación es contra natura. La Iglesia la prohíbe.

Me lo había dicho cuando le conté que mi deseo era ser cremado al morir y que mis cenizas fuesen arrojadas al mar de la isla cercana a Miami en la que vivo. Se lo dijo también al esposo de mi hermana recién fallecida, quien tuvo la sabiduría de ceder y avenirse a los deseos de mi madre. Por eso, mi hermana fue sepultada en el cementerio donde yacen los huesos de nuestro padre, que tanto la quiso, que tanto la admiró cuando era monja. Cuando éramos niños, mi hermana mayor y yo leíamos todo el tiempo y parecíamos sutiles o delicados: las delicadezas de mi hermana eran celebradas por nuestro padre, pero mis sutilezas eran deploradas por él. Una vez, algo se le cayó a mi hermana, yo me agaché a recogerlo y papá me dijo:

-Agáchate como hombre.

En la casa de mi madre en Miraflores, con unos jardines bien cuidados que invitan al silencio, fueron velados los restos de mi hermana. Centenares de personas acudieron a despedirse de ella, a orar por su alma. Mi madre, ochenta y un años ya, encontró fuerzas, coraje, serenidad y sabiduría para atender a todos. Cómo me hubiera gustado estar a su lado: una tormenta me lo impidió, nunca quise tanto disponer de un avión para mi uso personal. Mi madre no estaba en paz con la ropa, al parecer una túnica dorada, que le habían puesto al cuerpo de su hija mayor, antes de acomodarla, ya maquillada, en el ataúd. Pidió que le pusieran un atuendo más apropiado. Esta vez sus deseos no fueron cumplidos. El esposo de mi hermana, el pintor noble, pidió que la dejasen vestida así. Y así fue sepultada, mientras tantos la lloraban.

Algún amigo, alguna amiga, han escrito noblemente sobre la muerte de mi hermana, atribuyéndola a la miseria y la barbarie del país en que ella nació y murió, el Perú. No sé si estar de acuerdo con ellos. En los puentes y en la autopista que unen al centro de Miami con la isla de Key Biscayne en la que vivo, ocurren a menudo accidentes mortales, autos que atropellan ciclistas y los matan, por lo general porque sus conductores estaban borrachos, drogados, o más comúnmente porque se encontraban mirando el celular, se distrajeron unos segundos, se salieron de la pista, invadieron la senda de los ciclistas y pasaron por encima a alguien. Recuerdo que no hace mucho atropellaron deliberadamente y mataron a un grupo de amigos argentinos, montando en bicicleta en Nueva York. Sin ir más lejos, a mí me atropellaron, montando en bicicleta, hace unos años, en Madrid, en la avenida Menéndez Pelayo, al lado del parque del Retiro, y salí volando y, sin casco, increíblemente, pude poner el brazo derecho por delante, amortiguando la caída, haciendo menos severo el golpe en mi cabeza: me rompí el brazo, pero salvé la vida, y desde entonces dejé de montar en bicicleta, y ahora sólo salgo a caminar, ni siquiera a correr, y aunque me han regalado un escúter, no lo uso por temor a una caída. Es decir que no sólo en los países tercermundistas arrollan a los ciclistas: también ocurre en Nueva York, en Madrid, en Miami, en todas partes donde hay un tarado manejando un coche y mirando su celular: esos tarados abundan, son una plaga.

Sin embargo, es cierto que mi hermana acaso pudo salvar la vida si la ambulancia hubiese llegado más rápidamente, si la hubiesen conducido a un servicio de urgencias de un hospital bien equipado. Pero la ambulancia tardó mucho, y la llevaron a una posta médica sin los equipos mínimos para evitar que muriese, y cuando la conducían a una ciudad lejana, mi pobre hermana no pudo resistir más y se fue de este mundo.

Había comenzado a irse de este mundo cuando decidió ser poeta, en la universidad donde yo estudiaba para ser abogado, carrera que nunca terminé. Era una poeta, es decir que vivía un poco en otro mundo, en otros mundos. En aquellos tiempos de la universidad, ella apenas dos años mayor que yo (ha muerto con cincuenta y nueve años, yo acabo de cumplir cincuenta y siete), ambos vivíamos con los abuelos maternos, ambos queríamos ser escritores, ella poeta, yo cuentista y novelista, pero ella se atrevía a escribir poemas clandestinos y yo sólo escribía textos políticos, columnas periodísticas, y ella se reía porque yo tenía una malsana afición por coleccionar palabras raras, por escribirlas en mis columnas, por decirlas en la televisión. Desayunábamos juntos unos platos espléndidos de avena y luego incontables panes franceses con mantequilla y mermelada, después nos dirigíamos a la universidad en los quintos infiernos (yo manejaba, ella un peligro público manejando, porque sólo veía las nubes, no los autos), compartíamos nuestros sueños (yo no sabía que pocos años después ella elegiría ser monja de clausura, ella no sabía que yo era bisexual y quizás yo mismo tampoco lo sabía) y, por si fuera poco, acudíamos por las tardes y las noches a un periódico en el centro de la ciudad, donde ella era cronista de asuntos culturales (escribía artículos preciosos sobre Flaubert, sobre El Quijote, sobre la naturaleza de la poesía, artículos que guardo conmigo como un tesoro) y yo era columnista político. Es decir que, además de hermanos, éramos grandes amigos, y como yo ganaba un dinerito en la televisión, alquilé un apartamento en Miraflores, donde vivimos juntos un tiempo. Luego ella se mudó sola, con sus gatos, y poco después me dijo que se iba a un convento en los Andes a ser monja de clausura.

No la vi los largos años en que fue monja, diez o doce. Aun siendo monja, y a sabiendas de que toda mi familia había condenado mi primera novela, en la que mi alter ego literario sucumbía a su pasión por los hombres y las drogas, me dijo una tarde por teléfono:

-Tu novela me ha parecido de puta madre.

Me alegré muchísimo cuando dejó de ser monja, colgó los hábitos, compró una moto, se hizo corredora de olas y publicó dos libros de poesía. Yo no quería que fuese monja, quería que fuese poeta. Y no sólo fue poeta, también se casó, tuvo dos hijos, fundó una familia, esparció abundante amor alrededor de ella. Celebré el modo improbable y casi heroico como se reinventó, como renació después de ser monja. No dejó de ser creyente, de ir a misa, de rezar por todos y también por mí, pero encontró la manera de hacerlo siendo, a la vez, madre de dos niños, esposa consentida por el pintor, poeta de extraordinario talento y dichosa corredora de olas.

Si mi hermana se me murió un poco cuando se hizo monja de clausura y dejé de verla tantos años, acaso volvió a morírseme un poco cuando enfermó de cáncer hace doce años. Todos en la familia nos habíamos resignado a que ella moriría del todo, con un cáncer grado cuatro, con brutales quimioterapias que la tenían postrada, agonizando, los médicos habiéndola desahuciado. Pero se hartó de esos tratamientos agresivos y perniciosos, mandó al carajo a los médicos, se mudó a una casita en Máncora, cerca del mar, se puso en manos de Dios y empezó a inyectarse muérdago en el ombligo y comer sólo legumbres, verduras, tubérculos, frutas, cosas que cultivaba en su huerto. Y sanó, milagrosamente se curó del cáncer, y pudo vivir doce años más para ver crecer a sus hijos y disfrutar de una vida apacible, sedentaria, cerca del mar.

Querida hermana, querida amiga, querida poeta: a pesar de que soy agnóstico, a pesar de que no volveré a verte, todas las noches rezaré por ti y te hablaré en silencio, porque no me resigno a la ridícula idea de no volver a verte.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.