De la UNCTAD al GAM: la historia del edificio ícono de la UP levantado en tiempo récord hace medio siglo
En solo 275 días, un grupo de arquitectos, ingenieros, artistas y obreros, levantaron un edificio para la sede de una reunión de la ONU, UNCTAD III. Inaugurado hace medio siglo, hoy es la casa que alberga al GAM, y para su construcción se usó por primera vez un computador, se simuló un temblor, se reconciliaron bordadoras enojadas entre sí y hasta hubo un particular asado en plena Alameda con Salvador Allende.
Hasta aquel momento, la actividad en la obra marchaba según lo previsto. Los obreros habían entrado, puntuales, a las ocho. Se dividieron en las cuadrillas que trabajaban la estructura metálica y los primeros pilares. Pasadas las diez, se hizo la habitual pausa de media hora en que se les proveía una colación de un tacho de leche con un sándwich. Pero de pronto, alguien gritó un aviso: el Presidente Salvador Allende venía de visita.
Un muchacho, encaramado en un andamio escuchó la noticia y bajó a toda carrera. “Yo estaba por allá arriba, y bajé corriendo, Era joven, travieso”, cuenta al teléfono con Culto, Marco Silva, quien a sus 17 años trabajó como obrero en una particular faena.
“Yo le dí la mano cuando entró a la obra -recuerda Silva-. Lo saludé, me quedó mirando y me dijo unas palabras. Ese día fue a pedirle a los obreros terminar el edificio bien y en el menor tiempo posible. Ahí nos comprometimos con él. Después fue varias veces. Yo era jovencito, y me dijo: ‘de ustedes, los jóvenes, es el futuro de Chile’”.
Y esos jóvenes y adultos, tenían en su futuro un desafío inmediato. Levantar contra el tiempo el edificio para la UNCTAD III, la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas, que se realizaría en Chile, y que ya tenía una fecha estipulada para arrancar, el 3 de abril de 1972. Por ello, la obra, levantada en solo 275 días, es un hito de la historia de Chile. Hoy, es la actual sede del Centro Cultural Gabriela Mistral, GAM, en la Alameda.
En el marco de la conmemoración de los 50 años de este acontecimiento, desde el GAM se editará un libro titulado GAM: Diez años de transformación cultural (disponible de forma gratuita en la web del centro) en el que se repasa la historia de la construcción, re inaugurada como centro cultural en 2010, tras su denominación como Edificio Diego Portales durante la dictadura militar. Además, en el sitio web habrá un recorrido virtual que permitirá conocer el edificio con el arte original de 1972. Y en el recinto habrá un homenaje, al mediodía de este domingo, a quienes hicieron posible la construcción.
La teja pesada
Eran días difíciles. Entre el invierno de 1971 y el verano de 1972, el gobierno de Salvador Allende comenzaba a evidenciar los primeros problemas de desabastecimiento que se harían críticos después. Además, la prolongada visita del líder cubano Fidel Castro, en noviembre del 71, había conseguido articular a la oposición la que tuvo su máxima expresión callejera en la marcha de las cacerolas vacías, organizada por mujeres vinculadas a los partidos opositores, en pleno centro de Santiago.
Entre ese vaivén llegó el desafío. Fue el mismo Allende, desde una actividad en la Plaza de la Constitución en marzo de 1971, quien anunció la realización de la conferencia de la UNCTAD en el país. Y no solo eso, el mandatario comunicó que tendría que levantarse un edificio especialmente para la ocasión, puesto que recibiría a nada menos que 3 mil delegados de todo el mundo y no existía construcción en la larga y angosta faja que pudiera albergarla.
El arquitecto Miguel Lawner, entonces director ejecutivo de la Corporación de Mejoramiento Urbano (Cormu), recuerda al teléfono con Culto cuál fue su reacción. “Yo, que estaba presente como cualquier ciudadano dije para mí. ‘Pobre del que le caiga la teja’”. Dos días después, sonó el teléfono de su oficina citándolo a La Moneda junto con otros arquitectos. Y la teja le cayó a él.
Como detalla el libro GAM: Diez años de transformación cultural, Allende les dio dos horas para encontrar un sitio donde emplazar el edificio y la solución estaba a la mano. “Después de desechar varias opciones, terminamos por darnos cuenta que lo más recomendable era hacer uso de la acera norte de la Alameda, donde la Cormu estaba realizando el programa de remodelación del Parque San Borja. Ya habíamos adquirido el terreno donde estaba previsto que continuaba la remodelación”.
Lawner lideró un grupo de cinco arquitectos: Sergio González, José Medina Rivaud, Hugo Gaggero, Juan Echenique y José Covacevic. No fue fácil el inicio, puesto que no se tenían muy claras las nociones y tampoco el programa de la Conferencia. Pero un cónsul de la embajada chilena en Washington les dio las primeras ideas, ya que había estado en la segunda versión de la UNCTAD en Nueva Delhi: la reunión duraba cerca de un mes, se necesitaban varias salas de gran tamaño porque los delegados se reunían de a 200 a 500 personas; y un plenario capaz de reunir a todos los asistentes.
Para planificar la construcción con mayor precisión, Lawner se apoyó en uno de sus colaboradores cercanos, el ingeniero Helmut Stuven, quien había aprendido de su propia iniciativa un novedoso sistema de programación de construcción llamado PERT. Consistía en que cada jefe de faena debía perforar unas tarjetas que marcaban el avance de la obra. Luego, Stuven las reunía y se dirigía al único computador que existía en el país, en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile, en calle Beaucheff.
“Ocupaba una pared de dos metros de alto por 6 de largo -recuerda Lawner-. En la noche del jueves, Helmut introducía esas tarjetas en el computador, el que trabajaba toda la noche. Y el viernes de madrugada iba a recogerlas, y el computador entregaba un paquete de información en hojas plegadizas”. Con los datos recopilados, se iba planificando el avance. “Era un sistema que hasta ese entonces jamás se había ocupado en Chile, fue un factor fundamental”, agrega Lawner.
Las jornadas de construcción se dividieron en tres turnos: 8 AM a 4 PM, 4 PM a 12 AM, y 12 a 8 AM. Estas convocaron a cerca de 1.317 trabajadores, divididos en variadas faenas. “Yo me ofrecí a trabajar en la obra -recuerda Marco Silva, quien por las noches estudiaba en una escuela nocturna-. Era ayudante de soldador, me subían en un canasto pa’ arriba para pasarle la herramienta a los soldadores que remataban. Fue a puro ñeque. Lo pasábamos bien, era pura alegría, los viejos trabajaban felices. Y la paga era buena”, añade al rememorar el ambiente en los días de faena.
No todo era trabajo. Parte de la obra coincidió con los meses de verano, y pese al plazo perentorio para acabarla, los trabajadores tuvieron espacio para disfrutar del asueto. “Los días sábado nos pusieron micros para ir a un balneario -recuerda Silva-. A las nueve de la mañana estábamos ahí, los obreros con sus señoras y sus hijos, los solteros como yo. Así estábamos todo el día en la playa; se llevaba su carnecita, su asado, y con todo eso, igual se terminó la obra”.
El proceso no estuvo exento de dificultades. Una de ellas pasó por la construcción del Casino. “Cuando la ONU mandó el programa, nos dijeron que para el casino necesitaban 600 personas sentadas. Nosotros pensamos que en Chile no hay un solo restorán que tenga esa capacidad, entonces cuando termine la Asamblea va a ser un elefante blanco. Hicimos esfuerzos para que nos redujeran el número. No hubo caso”, recuerda Miguel Lawner.
Incluso cuando aún estaba en construcción, el casino era un lugar particular. “Era bien encachado -recuerda Marco Silva-. A las doce, todas las cuadrillas iban a almorzar ahí unos tremendos fondos de porotos con riendas, cazuela. Hasta los ingenieros almorzaban con los obreros, todos revueltos. Había compañerismo”. El lugar, será un espacio clave para los tiempos posteriores a la realización de la UNCTAD.
No fue lo único. Además, se debieron expropiar algunas casas del sector, a cambio, a sus propietarios se les ofreció un departamento en las nuevas Torres de San Borja. Todos aceptaron, salvo una señora, quien le dijo a Lawner: “Aquí murió mi madre, y aquí voy a morir yo”. Como nadie estaba muy dispuesto a ir a un largo trámite judicial, se tuvo que usar el ingenio para sacar a la mujer de ahí. Así que un día domingo en la mañana se realizó un singular operativo, ideado por un jefe de obras.
“Le pegamos tres golpes al edificio con un buldócer, y lo hicimos remecer, de modo que la asustamos. Fuimos arriba, le dijimos ‘Señora, hubo un accidente, el edificio está a punto de derrumbarse, tiene que evacuar’. ¡Hasta paramos el tráfico en la Alameda por media hora! Teníamos 40 trabajadores que ayudaron a la pobre señora a evacuar. Era una cadena humana que cruzaba la Alameda”, recuerda Miguel Lawner.
Arte y tijerales
Pero no todo sería construir. Era necesario que el edificio también tuviese una curatoría de arte a la altura de las circunstancias. Quien asumió la tarea fue el pintor Eduardo Martínez Bonati. El artista había sido convocado por los arquitectos para integrarse al equipo y ayudar a solucionar problemas, “pero eso no era lo mío”, cuenta al teléfono. Así que pícaro, y aprovechando que sus compañeros estaban fascinados con una exposición del estadounidense Alexander Calder, propuso integrar arte nacional al edificio.
No se anduvo con chicas y propuso un verdadero “dream team”: entre otros, habrían obras de Roser Bru, Gracia Barros, Luz Donoso, Guillermo Núñez, José Balmes, Mario Irarrázaval, Mario Toral y Samuel Román. Él mismo gestionó el presupuesto y el pago para cada artista, que fue igual para todos. “Fue el salario equivalente al de un obrero de terminación de primera”, recuerda Martínez.
Lo complejo fue organizar la curatoría en medio de los fierros y cemento, aún cuando las paredes no estaban levantadas. “Hay que tener agallas para no tener mucho la pata, afortunadamente no se metió. Yo les decía a los artistas: ‘Acá estaría estupenda una pintura más sólida, más geométrica, o por acá una con elementos más suaves, pendulares’. Era bien cómico porque les mostraba el cerro San Cristóbal y les decía ahí atrás va a estar un trabajo tuyo”, rememora el artista.
Además, Martínez Bonati tuvo la idea de pedirle a unas artesanas bordadoras de Isla Negra una pieza tejida especialmente para el edificio. Él mismo, en moto, fue a la costa para hablar con una mujer apodada La Momo, muy amiga de Pablo Neruda, quien era una especie de líder de las bordadoras. Sin embargo, cuando llegó, las mujeres estaban peleadas entre sí. Pero les hizo una oferta que no podían rechazar. “Comprendieron en lo que se les estaba haciendo participar, iban a tener un muro gigantesco en uno de los mejores lugares del edificio, ahí se entusiasmaron”.
Con el “sí” de las bordadoras, Martínez dio las instrucciones. “Me gustaría que partiera del mar, con el sol y la luna, a la Cordillera de los Andes y lo hicieron. Fue una linda experiencia”. Era una tela de 7 metros de largo por 2.20 de alto, que tras el golpe de 1973 desapareció del edificio, y que será restituida este domingo, en el marco de las celebraciones de los 50 años de la construcción. De ahí quedará abierta para el público.
Para la historia quedaron los nombres de las bordadoras: Rosa Santander, Edulia Pérez, Adelaida Díaz, Purísima Ibarra, Adela Ayala, Rosa Inés Ibarra, Inés Díaz, Tránsito Díaz y Elsa Araya.
Obseso por el avance, Salvador Allende solía aparecer de improviso al menos una vez al mes para inspeccionar el avance de las obras “en medio del entusiasmo de los trabajadores”, recuerda Lawner. Ya avanzada la faena, en una de esas visitas, los trabajadores le pidieron a Allende que celebrara los tijerales con ellos. El mandatario aceptó con la condición de que llevaran a sus mujeres, y él ponía el vino. La carne corrió por la empresa constructora Desco.
Así, la Alameda se cerró de Plaza Baquedano a Portugal, con cinco grandes parrillas para 3 mil personas. “Fue un día domingo en la mañana. A las 9.30 venían llegando las mujeres con sus mejores pilchas, los cabros chicos, ¡algunos con perros! La empresa constructora contrató mozos con humitas. Fue una cosa impresionante”, señala Lawner.
Con Allende en el ascensor y un casino en el centro
Tal como se había previsto, el 3 de abril de 1972, se inauguró la UNCTAD. Hasta el moderno edificio llegaron cerca de tres mil delegados de 141 países del orbe, quienes eran recibidos por una particular anfitriona; Olga Poblete, educadora y dirigenta feminista, quien encabezó la subcomisión de Hospitalidad y Conocimiento de Chile y fue la única mujer en la comisión organizadora. Como detalla el nuevo texto sobre el GAM, además de gestionar alojamientos, ella misma entregaba a los delegados una carpeta con documentos de trabajo, libros, antologías de Neruda y Gabriela Mistral y un pormenorizado folleto turístico.
Así las delegaciones comenzaron a trabajar en las oficinas para luego tomar los ascensores y asistir a las conferencias en el plenario. En una de las torres del edificio, el encargado era un joven Ramón Griffero, entonces estudiante de primer año de sociología. A medio siglo de los hechos, el dramaturgo y Premio Nacional de Artes de la Representación evoca aquellos días.
“Yo hablaba inglés y algo de francés. Postulé porque quería ser edecán de alguna delegación y me tocó ser uno de los ascensoristas -recuerda al teléfono con Culto- Era bastante impactante ver la diversidad de gente de todos los países, con su vestuario. Me acuerdo haber subido a la delegación China con sus trajes Mao, me regalaron el Libro Rojo. Ví a Allende muchas veces, me preguntaba qué estudiaba”.
Y no sólo al presidente chileno. El dramaturgo, quien acaba de publicar en Reino Unido su libro de método escénico The Dramaturgy of space, recuerda una particular anécdota. “Yo había estado en México con mis padres cuando ocurrió la matanza de Tlatelolco y uno de los supuestos responsables era Luis Echeverría -presidente mexicano en 1972-. Y me toca subirlo al ascensor ¿qué decirle? pensé en decirle algo, pero iba con Allende. Ahí como que no pude sacar la voz, me compliqué ajaja (ríe)”.
Tras la reunión de la UNCTAD, el edificio pasó al control del Ministerio de Educación y fue entonces que tomó el nombre de Centro Metropolitano Gabriela Mistral, como un gran centro cultural entregado a la ciudadanía. Así, en septiembre de ese año, mientras las JAP hacían frente al desabastecimiento y el gobierno intentaba atajar las protestas opositoras, la tensión interna de la UP y la inflación galopante, se inauguró el nuevo centro con una presentación de Quilapayún, en plena Alameda.
La dirección del nuevo centro fue entregada a Irma Cáceres, una mujer con estudios de Derecho e Historia, y esposa del entonces ministro de RR.EE, Clodomiro Almeyda. “Supongo que pensaron que yo era capaz de hacerlo. Me alegré mucho, pero tenía claro que me estaba metiendo en una cosa muy importante que iba a requerir mucho de mi parte”, cuenta al atender la llamada de Culto, hoy a sus 97 años.
No todo sería fácil. Una de las mayores dificultades estaba en que el centro debía sustentarse mediante la autogestión. El libro del GAM detalla que hubo dos vías principales de financiamiento, una de ellas era el arriendo de salas. Para fortuna de la administración, siempre contó con interés de artistas y organizaciones para ocupar los espacios disponibles; allí por ejemplo, el conjunto Inti-Illimani presentó su Canto para una semilla. “Había mucha gente interesada en participar, en actuar en el centro, pero también en destruirlo”, recuerda Irma Cáceres.
La otra fuente de ingresos venía desde el casino, habilitado como un comedor abierto a la comunidad a bajo costo, tras la clausura de la UNCTAD. “El comedor era muy importante para la juventud, para toda la gente que vivía en la zona y más allá de la zona también. Era de acceso abierto para todo el mundo, de precios aceptables”, cuenta la exdirectora, todavía soltando algo de emoción al rememorar esos años.
Como obrero y estudiante, el mismo Marco Silva era un habitual usuario del comedor. “Después que se inauguró, pasábamos al casino popular. Buenos precios; a luca el plato de porotos con riendas”. También lo hacía el joven Ramón Griffero. “Después de la UNCTAD ese fue un gran centro cultural. Íbamos todos los estudiantes a almorzar ahí. Había actividades culturales, foros, me acuerdo de los debates con delegaciones de estudiantes sobre la ENU”.
Pero el centro como tal, con su apetecido casino, apenas funcionó poco más de un año. Cerró sus puertas tras el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, el que sorprendió a Irma Cáceres en el lugar, preocupada por la suerte de su esposo y de la gente que trabajaba con ella. Hoy, resume lo que considera fue el mayor aporte del recinto. “Sentí que estábamos haciendo algo importante, un lugar abierto a toda la gente, no una obra de exclusividad”.
Tras ello, vinieron los años en que el lugar, renombrado como Edificio Diego Portales, funcionó como centro de operaciones de la Junta Militar. Pese a todo, para Marco Silva, el edificio marcó una época. “Fue un gran esfuerzo y se dio un ejemplo al mundo. Lo más espectacular es que tengo el contrato; lo tuve enterrado como 3-4 años hasta cuando se suavizó la cosa después del golpe y ahí lo desenterré. Contrato de obrero. Yo era felíz”.
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