Soy argentino, a mucha honra: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Todo argentino es un profeta, un hipnotizador, un visionario, un iluminado. Todo argentino sabe. Sabe bien y lo sabe todo. Sabe más que nadie, sabe más que vos y que yo y que cualquier boludo del orto.


Me llevo muy bien con los argentinos, a pesar de que en América Latina tienen fama de pedantes, de presumidos, de jactanciosos, de mirarnos a los demás por encima del hombro, de no sentirse latinoamericanos, sino europeos. Buenos Aires, aunque les duela a los latinoamericanos acomplejados que tienen fobia a todo lo argentino (o sea, fobia a mí también, porque yo soy argentino por elección sentimental y a mucha honra, estadounidense por conveniencia y peruano por mandato familiar), es la ciudad más europea de América Latina. Como a las grandes ciudades europeas, a Buenos Aires le ha pasado en las últimas décadas algo que no le ha hecho perder su deslumbrante esplendor, pero la ha dotado de cierto riesgo, de peligro soterrado, de sordidez y morbo: la que antes era una elegante ciudad afrancesada, se ha convertido ahora en una urbe caótica, latinoamericana, tercermundista y mezclada de todas las sangres mestizas y furiosas de este mundo.

Del mismo modo que en Santiago de Chile hay millares de peruanos, venezolanos y bolivianos industriosos con fama de ladrones (y peruanas con fama de buenas nanas y cocineras), en Buenos Aires se entrevera a viva voz un fascinante batiburrillo de paseantes europeos y bolivianos sin papeles, de turistas australianos y venezolanos en moto y con tres trabajos, de canadienses en intercambio estudiantil y peruanos en intercambio amoroso, de gays refinados holandeses y gays centroamericanos sin un céntimo que han escapado de algún infierno para afincarse en esa gran ciudad y sentirse libres con formidable insolencia.

Porque Buenos Aires, con sus días revueltos de protestas cotidianas y marchas incendiarias, con sus habituales energúmenos que se conjuran para interrumpir una calle sin que la policía haga nada y los mire con abúlica complicidad, sigue siendo la ciudad más fantástica de Latinoamérica, y también la más europea y tercermundista. En ella perviven las nobles tradiciones de los que esconden sigilosos sus dineros centenarios al otro lado del río, o del océano, aquellas familias distinguidas de Recoleta y Palermo, Martínez y San Isidro, Nordelta y Puerto Madero, y los barrios cerrados de Pilar y alrededores, que ahora tienen que cohabitar (mal que les pese) con las costumbres vocingleras y folclóricas de los invasores, los intrusos, los desposeídos y desheredados de este mundo, quienes les han invadido sus parques mejores los fines de semana: los bolivianos y los venezolanos, los paraguayos y los peruanos, los ecuatorianos y los colombianos, muchos de los cuales viven hacinados en cuartuchos diminutos, pero eso no les importa, o les importa poco, porque, bien miradas las cosas, no viven en aquellos habitáculos desastrados, allí a duras penas duermen apiñados como ganado de carga. Probablemente ellos sienten (y por eso eligen quedarse, orgullosos) que viven en la gran e incomprendida ciudad de Buenos Aires, y no del todo en una madriguera maloliente del Once, y no tan solo en una villa miseria acaudillada por un jefe narco peruano o colombiano, y que Buenos Aires es, en efecto, una gran ciudad, infinitamente más estimulante, melancólica, hermosa y sobrecogedora que cualquiera de las jodidas ciudades miserables de las que han escapado con admirable coraje, porque los inmigrantes pobres son los grandes héroes incomprendidos de nuestro tiempo, los grandes soñadores, los grandes conquistadores, los que todo lo arriesgan en nombre de la libertad.

A mí no me hablen mal de los argentinos ni de la Argentina ni de los porteños tan siquiera, como si los mendocinos o los rosarinos o los cordobeses fuesen genéticamente mejores que los porteños a orillas del río marrón: no me joroben con ese verso pueblerino, que los argentinos, mis connacionales en lo que a mí respecta (aunque por ahora carezca de pasaporte argentino, un carné de socio en un club a cielo abierto de lunáticos extravagantes), son casi todos divertidos, raros, bizarros, pintorescos, casi todos me caen bien, incluso los que me caen mal acaban por caerme bien, pues me parecen unas criaturas tan desmesuradas como literarias, no sé si me explico, o sea, me parece que están casi todos locos, pero ellos no se dan cuenta o lo disimulan bien, como grandes actores aficionados, y además se creen cuerdos, y más que cuerdos, sabios, y más que sabios, brillantes, creativos, infinitamente talentosos, geniales sin esfuerzo.

Les reprochan a los argentinos que hablan mucho y se dan aires de sabiondos. Pues eso es precisamente lo que me apasiona de ellos: escucharlos decir sus chácharas, sus versos, sus embustes, sus trampas pendencieras, porque los argentinos más divertidos son casi siempre los más mentirosos, los más tramposos, los más canallas, aquellos son los que mejor me caen y de los que más fácilmente me hago amigo, amante, prestamista o apandillado. Quien ignora que el mejor amigo del mundo es siempre un argentino desconoce del todo a la Argentina.

Todo argentino es entrenador de la selección de fútbol de su país (y, si lo dejan, también de la selección de España). Todo argentino es presidente vitalicio de su país (y, si lo dejan, mandamás de Cuba y Venezuela también). Todo argentino tiene el plan perfecto para que los Estados Unidos salgan de la crisis de la alta inflación, la inminente recesión y la caída bursátil (y, si lo dejan, para que el mundo entero salga de la crisis, y para que Ucrania le gane la guerra a Rusia, quizás si le hablas del Medio Oriente ya no tiene la cosa tan clara, pero a mí cierta vez un taxista argentino me aseguró que había conocido a Bin Laden, que Bin Laden en el fondo era peronista, que eran buenos amigos y se escribían cartas, que él había conversado largo y tendido una noche en una carpa afgana con Bin Laden, fumando amapolas los dos, y que el plan original de Bin Laden no era derribar las Torres Gemelas, sino hundir a la isla entera de Manhattan, y que en realidad, y eso el taxista lo sabía muy bien, solo que era un secreto que debía preservar con celo, Bin Laden se encontraba deprimido porque los terroristas solo se tumbaron las Torres Gemelas, pero no hundieron a la isla de Manhattan).

Todo argentino es un profeta, un hipnotizador, un visionario, un iluminado. Todo argentino sabe. Sabe bien y lo sabe todo. Sabe más que nadie, sabe más que vos y que yo y que cualquier boludo del orto. Todo argentino está de vuelta, es un copado, es macanudo, tiene toda la onda. Todo argentino tiene respuestas a cualquiera de las preguntas que pudieran formularle, incluso si no entiende la pregunta y si, al responderla, ni él entiende lo que está diciendo. Pero responde. Opina. Habla. Sentencia. Se la juega. Arma el equipo. Ordena el país. Gobierna el mundo. Gana las guerras. Divide a los buenos de los malos, a los decentes de los “grasas”.

Y todo argentino habla y habla y no deja de hablar. Y no importa ya si lo que dice tiene sentido alguno (porque bien pronto uno advierte de que todo en aquella tribu carece de sentido y que el embrujo mismo de la Argentina como nación radica en que nada puede explicarse racionalmente y, sin embargo, todo es fascinante y hechicero y es allí donde quisieras quedarte hasta el final de los tiempos, sin aburrirte un solo día tan siquiera), lo que importa es que no cesa de hablar y tiene opiniones sobre todo y además son afirmaciones enfáticas, terminantes, sin concesiones, atrabiliarias, procaces (acaso el argentino promedio quisiera ser tan deslenguado como lo era en sus días de gloria y esplendor el finado Maradona), opiniones en las que en pocos minutos pone al mundo en orden, y enseguida te manda “a chuparla” con un gesto altivo, desdeñoso, y luego llega a su casa y es el caos puro, y la mujer lo manda al carajo, y recién entonces se calla, si acaso, el argentino.

Pero en la calle no se calla, qué va, qué ocurrencia: en los taxis, en los cafés, en los bares, en los colectivos, en los mercadillos con cien por ciento de inflación, en ciertas esquinas enervadas del centro, el argentino habla y habla y está siempre dispuesto a parlotear, a opinar, a tomar partido, a encenderse, a ponerse bilioso, agresivo, pasional, italiano, español, gallego, canario, exasperado, a gritar y discutir con nadie, porque muchos hablan sin que ya nadie les escuche o les preste atención, y es eso precisamente lo que me fascina del argentino promedio: que no cesa de hablar y tiene una opinión concluyente y arbitraria sobre todo lo divino y lo humano, y nada lo hace más feliz, sea rico o pobre, macho o puto, vago o laburante, que sentarse en un lugar cualquiera de la ciudad, pedir empanadas, pizzas, vino, sangría, cerveza, fernet, (pero, sobre todo, empanadas y pizzas), y largarse a hablar sobre cualquier cosa y pasarse horas hablando y hablando (en ocasiones gritando), sentenciando cosas irrebatibles, resolviendo todas las crisis, deshaciendo entuertos, decapitando dragones y dándole un sentido al caos de este mundo con el fragoroso y torrencial poderío verbal que reúne a los argentinos, medio italianos, medio españoles, en una gran Torre de Babel en la que todos hablan el mismo idioma y, ello no obstante, nadie se entiende, nadie puede entenderse.

Nadie se entiende, nadie puede entenderse, porque cada uno se siente el dueño absoluto de la razón y no parece dispuesto en modo alguno a hacer concesiones ni a darle un céntimo de razón al otro, al interlocutor, al contradictor. Entonces el argentino es, por mandato genético, por el hervor de la sangre, un predicador, un hablador lujurioso, un creador de ficciones como ríos, un cuentista aficionado y, ante todo, un enemigo visceral del silencio y la conciliación. Si bien se encuentra dispuesto a hablar, aunque nadie lo escuche (le basta con oír el eco dulce y musical de su propia voz sabia y sentenciosa), siempre prefiere discutir con otro, y si es posible a los gritos, y luego irse a los golpes y agarrarse a piñas. Enseguida seduce o persuade a una pandilla de hablantines ambulantes, y se organizan dos bandos opuestos con armas blancas que resplandecen en la penumbra de una noche torva de luna llena y, ya dispuestos a matar y morir, los porteños conjurados cortan una calle y se enzarzan en una feroz riña pendenciera por algún asunto pasional (generalmente una pasión que tiene que ver con el fútbol, con la política o con el orgullo nacional, tres síntomas de la misma enfermedad, la enfermedad incurable de ser argentino).

Entonces el argentino, ya liado a golpes con otro, y sin recordar bien por qué diablos comenzaron a pelearse en primer lugar, revela (jugándose la vida misma) que posee algo en sus genes enloquecidos e histriónicos que sin duda no tenemos los demás latinoamericanos, tan disminuidos respecto de ellos: una fe ciega en sus opiniones (aun si no sabe lo que va a decir y se encuentra improvisando en medio del camino zigzagueante) y un coraje para morir en una batahola callejera, defendiendo esas opiniones por las que está dispuesto a dar la vida, pisoteado por un caballo de la policía que defecará sobre su cadáver heroico.

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