“Si podemos subir a la guillotina, podemos subir a las tribunas”: cuatro mujeres de la Revolución Francesa
La toma de la Bastilla del 14 de julio de 1789 fue un episodio fundamental de la insurrección que cambió el curso de las cosas para occidente. La caída del antiguo régimen dio cabida a la Revolución Francesa y, con ella, se abrió una ventana para que las mujeres se involucraran en el debate político y social. Aunque la brecha de género se mantuvo presente en el nuevo status quo francés, el germen instalado por varias revolucionarias marcó un precedente para las posteriores reivindicaciones femeninas. Aquí, la historia de cuatro de ellas.
Los diversos grabados e ilustraciones de la época lo dejan más que claro: el rol de las mujeres, lejos de significar una actitud pasiva e indiferente, fue clave para la Revolución Francesa, uno de los hitos políticos y sociales más importantes de la historia occidental.
Una anécdota recogida por la politóloga mexicana Sandra Barba en su artículo Feminismo explícito: La Revolución francesa como ejemplo lo grafica de forma excepcional: en octubre de 1789, a tres meses de la toma de la Bastilla, una mujer irrumpió en uno de los mercados parisinos. Al ritmo de un tambor, convocó al resto de mujeres que se encontraban a su alrededor, logrando congregar a cerca de 7 mil.
Armadas con diversos elementos como picas, mosquetas y espadas, el grupo se abrió paso hacia Versalles para exigirle al rey Luis VXI una respuesta ante el desabastecimiento de pan que aquejaba a la capital francesa. Pero ese no fue el único reclamo.
Las mujeres también ejercieron presión para que el monarca firmara la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano. Es más, amenazaron con utilizar un cañón para romper las puertas del palacio si éste no reaccionaba ante sus demandas. Al día siguiente, ese grupo de mujeres consiguió lo impensado: con colaboración de la Guardia Nacional, lograron que el rey y su familia abandonaran el palacio para instalarse en París, lo que eventualmente dificultó que se escaparan de la Revolución en algún país extranjero.
“Con todo, hay quien interpreta que las mujeres exigieron pan en su papel de madres y esposas; no está de más recordar que el desabasto de alimentos ha sido el gatillo de incontables levantamientos y motines, en los que suelen participar hombres pero que, en este caso, inició gracias a las mujeres”, manifiesta Barba tras finalizar aquel relato histórico.
En efecto, los actos revolucionarios encabezados por el género femenino fueron relegados a un segundo plano por mucho tiempo. Incluso fue así durante la misma Revolución Francesa. Cabe recordar que, por ejemplo, en la lista de los Vencedores de la Bastilla –donde figuran 662 inscritos– sólo hay una mujer.
La icónica Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, que por primera vez estableció que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales”, motivó a los grupos sociales tradicionalmente excluidos del debate público –entre ellos, las mujeres- a alzar la voz por una verdadera igualdad universal. Pero pasaría poco tiempo para que se dieran cuenta de que esa “universalidad” no las incluía.
Aunque pelearon codo a codo con los varones, lo cierto es que no se llegaron a reconocer sus derechos políticos en plenitud. Por el contrario, aquel cuadro de mujeres empoderadas y dispuestas a tomar las armas no contribuyó demasiado a la causa. Como señala la historiadora Linda Kelly en su libro Las mujeres de la Revolución Francesa¸ se propició la caracterización de las mujeres como seres desnaturalizados y no aptos para tener un papel público en la política.
Aun así, durante el período se motivó la creación de clubes políticos, secciones y asambleas femeninas que, sin lugar a dudas, plantaron la semilla de lo que luego sería la teorización y movilización feminista. Fueron muchas las mujeres que participaron activamente en la Revolución y, a pesar del paso del tiempo, algunas de ellas fueron inmortalizadas. A continuación, la historia de cuatro de ellas:
Olympe de Gouges
Dramaturga, filósofa y escritora, Olympe de Gouges fue una de las revolucionarias más importante de la historia francesa. Su verdadero nombre era Marie Gouze, una joven de orígenes humildes que actualmente es considerada como una de las precursoras del feminismo. Además de su trabajo en las letras, también fue directora del periódico L’Impatient y fundadora de la Sociedad Popular de Mujeres.
Una de sus aportaciones más recordadas durante la Revolución fue la redacción de la Declaración de la mujer y la ciudadana, en respuesta al manifiesto escrito para los hombres y ciudadanos que, sólo con su título, excluía a la mitad de la población. Allí, Olympe reivindica de forma tajante la igualdad entre hombres y mujeres.
En el primer artículo, se lee: “La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales no pueden estar basadas más que en la utilidad común”. En efecto, a la intelectual le bastó con observar su propia realidad para darse cuenta de que las mujeres eran sometidas a un esquema social que las disminuía.
A lo largo de su vida, Olympe se cuadró con consignas tan fundamentales como la abolición de la esclavitud, la separación de poderes y la igualdad entre los géneros en todos los ámbitos de la vida pública y privada, incluyendo aspectos tan indispensables para las democracias contemporáneas como el derecho a voto, el acceso al trabajo público y el derecho a poseer y controlar propiedades, además de la posibilidad de ingresar en el ejército. En alguna oportunidad, afirmó que “si la mujer puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la Tribuna”.
Cuando los ánimos de la Revolución se dividían entre jacobinos y girondinos, la escritora se enfrentó con Maximilien Robespierre, uno de los líderes de la fracción jacobina (Olympe estaba del lado de los segundos, la fracción más moderada de los republicanos). Una carta titulada Pronostic de Monsieur Robespierre pour un animale amphibie la llevó a ser acusada de intrigas sediciosas. Aunque defendió su postura con lucidez durante el juicio, finalmente fue condenada a muerte y llevada a la guillotina.
Madame de Staël
Anne-Louise Germaine Necker, conocida popularmente como Madame de Staël, es otra de las figuras protagónicas de la Revolución que son consideradas precursoras del movimiento feminista. A diferencia de Olympe de Gouges, Staël provenía de una familia más bien acomodada.
Hija del banquero y ministro de Finanzas de Luis XVI, Jacques Necker, la joven recibió una formación inédita para las niñas de la época. Su temprana educación la configuró como una persona con un vasto conocimiento cultural, caracterizada por sus observaciones políticas agudas y su talento para las letras.
A lo largo de su vida, la intelectual de origen ginebrino se dedicó a la escritura, la filosofía y la tertulia. Su pensamiento, vertido en ensayos y novelas era bastante adelantado para su época: no sólo creía firmemente en que hombres y mujeres tenían las mismas capacidades e inteligencia, sino que estaba convencida de que estas últimas estaban dotadas de una sensibilidad superior.
Con su propia experiencia a cuestas, exigió que las mujeres fueran educadas al igual que los hombres, al mismo tiempo que defendía que la relación entre marido y mujer fuese construida siempre en un plano de igualdad.
Su personalidad era tan avanzada como sus ideas: lejos de la sumisión y la timidez, no tenía problema a la hora de expresar con firmeza su pensamiento, a la vez que se negaba a seguir las convenciones asignadas a su género. Son conocidas sus aventuras extramaritales (por ejemplo, con el escritor Benjamin Constant de Rebecque) y muchos registros históricos la describen como una femme fatal que rechazó a varios pretendientes antes de contraer matrimonio.
Ante la incomprensión de que una mujer se abriera paso en los terrenos que otrora eran reservados exclusivamente para los varones, algunos hombres la llegaron a tildar de “fea y hombruna”.
Todo esto la llevó a ser perseguida y exiliada nada menos que por Napoleón Bonaparte, un fiel convencido de que las mujeres debían limitarse a las labores de crianza. Sin embargo, Madame de Staël se negó a aceptar la censura y persecución y, a modo de respuesta, redactó Diez años de destierro, un texto donde construye un verdadero retrato psicológico del militar francés, al que describe como un líder decadente y desmesurado.
A lo largo del análisis, la autora afirma que todos los años en que el mandatario estuvo siguiendo sus pasos le permitieron conocerlo a cabalidad. Aquella publicación aumentó el enojo de Bonaparte, que prohibió la circulación de sus obras e incluso envió a varios agentes para que la espiaran durante sus años en el exilio.
Anne-Josèphe Théroigne de Méricourt
Oriunda de una familia de agricultores de situación acomodada, Anne-Josèphe Théroigne de Méricourt, también conocida como Belle Liégeoise, inició su participación en la Revolución cuando esta recién comenzaba a gestarse en París.
Sus primeros años de vida los pasó viviendo en un convento y como sirvienta de una de sus tías, pues su madre murió cuando tenía apenas cinco años. Trabajó como criada hasta los 17, cuando consiguió convertirse en dama de compañía de una cortesana inglesa. Vivió en Francia, Inglaterra e Italia, pero terminó regresando a París cuando corrían los primeros vientos de cambio.
Al igual que el resto de mujeres incluidas en esta lista, fue una importante defensora de los derechos femeninos y la igualdad de género. Cuando comenzó a acercarse a las reuniones y asambleas, notó rápidamente que los hombres eran mayoría en dichas citas políticas.
Los registros históricos apuntan a que, de hecho, era la única mujer sentada en las tribunas de la Asamblea Nacional, y con el fin de evitar miradas y recelo por parte de sus compañeros del sexo opuesto, acudía vestida con ropas masculinas, específicamente con trajes de amazona.
Siempre fue partidaria de que las mujeres se organizaran para la acción política. Así, creó en 1790 el Club de los Amigos de la Ley junto con el político Charles-Gilbert Romme, el que se fusionó con el Club de los Cordeliers, otra sociedad política caracterizada por ser más radical que la fracción jacobina.
Sin embargo, las cosas estuvieron lejos de ser fáciles. A lo largo de la Revolución, Anne-Josèphe Théroigne de Méricourt fue constantemente ridiculizada en el ambiente político de la época. Se le solía describir como una verdadera libertina, que supuestamente se acostaba con todos los diputados del pueblo. La humillación llegó a tal punto que, en una ocasión, un periodista escribió que cualquier representante de la Asamblea Nacional podía ser el padre de su hijo.
Además, los reporteros solían exagerar su participación en los hechos más sangrientos de la época, lo que incluso motivó a que fuera apresada por su supuesta implicancia en el atentado contra María Antonieta en Versalles. Aun así, fue recibida con honores en su regreso a la capital francesa.
Participó en el asalto al Palacio de las Tullerías en agosto de 1792, pero al año siguiente fue acusada por la Asamblea Nacional Constituyente de apoyar al jefe de los girondinos. Fue capturada y humillada físicamente por un grupo de mujeres simpatizantes de los jacobinos. Aquello habría sido el motivo por el cual fue recluida en un hospital psiquiátrico hasta su muerte.
Madame Roland
“¡Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. Esas fueron las últimas palabras de Marie-Jeanne Roland de la Platiere, conocida como Madame Roland, antes de ser ejecutada en la guillotina. Antes de su sentencia, estuvo detenida en dos oportunidades por la oposición que tanto ella como su esposo, Jean Marie Roland, manifestaron contra las barbaries sucedidas durante el período del Terror.
Nacida y criada en París en el seno de una familia burguesa, fue la única hija del matrimonio de sus padres (su mamá tuvo ocho embarazos y sólo el de Roland logró llegar a término). Sus aptitudes intelectuales se hicieron inmediatamente notorias: siendo una niña, mostraba interés por la lectura relacionada a la religión, la historia, la filosofía, la poesía e incluso las matemáticas. Su madre le enseñó a coser y cocinar, pero el pasatiempo preferido de Madame Roland eran los libros.
A los once años quería ser monja, por lo que pasó un tiempo dentro de un convento para señoritas. Luego de dos años se percató de que la vida religiosa no era su destino. Por el contrario, su verdadera pasión estaba en la agitación intelectual de la vida política.
Roland y su esposo conformaban uno de los matrimonios más respetados del círculo de pensadores asociados a la Revolución. Su salón, ubicado en la calle Guénégaud, se transformó rápidamente en uno de los aposentos del encuentro intelectual. En efecto, la Madame era una de las figuras femeninas que por su desparpajo y coraje despertaba mayor deferencia.
Finalmente, su existencia fue apagada sólo por criticar los excesos de quienes apelaban al ideario de Libertad, igualdad y fraternidad. Aun así, su presencia en la cárcel despertó el respeto de los guardias del recinto, que incluso le permitieron recibir visitas ocasionales de amigos y continuar escribiendo por todo el tiempo que duró su estancia. Gracias a eso, pudo dejar redactado un libro con sus memorias.
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