Nadie se ríe: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Al día siguiente, enfermo todavía, tosiendo, la voz quebrantada, como de viejito, Barclays, convertido en un esputo andante, vuelve a su programa de televisión. Insulta a medio mundo. Se siente bien. Habla como un verdadero patriota. Es bueno volver a la rutina, piensa. Es bueno manejar tarde en la noche por la autopista a toda prisa. Es bueno vivir en una ciudad que tiene menos de cien años de fundada.


Una mujer uniformada camina por el aeropuerto de Roma, jalando la maleta rodante de Barclays. Detrás de ella, resoplando, Barclays se arrastra. ¿Por qué se arrastra? Porque está enfermo. ¿Qué tiene? No lo sabe. Ha enfermado en Roma. Respira a duras penas.

-Voy a morir de un infarto en Roma, como el actor James Gandolfini -piensa.

Al pasar el detector de metales, la alarma suena. Le piden a Barclays que se retire el cinturón. Está tan mareado que, al quitarse la correa, se le cae el pantalón hasta las rodillas. Los oficiales italianos lo miran con lástima o compasión.

En el salón de espera, Barclays come varios plátanos, a pesar de que no tiene hambre.

-Soy un mono -piensa.

Al abordar la nave de la aerolínea italiana, descubre que está en la fila dos. No le gusta estar en la fila dos. Quiere sentarse en la fila uno, al lado de su esposa y su hija. Por eso le dice al pasajero sentado en la fila uno, ventana, derecha:

-¿Le molestaría si cambiamos de asiento?

El hombre, mediana edad, apuesto, nariz pronunciada, perfil de actor o galán, lo mira con sorpresa. Enseguida responde en italiano:

-Gracias, pero no quiero cambiar de asiento.

Barclays se siente maltratado. Saca su billetera, extrae un billete de cincuenta euros y dice, en tono cordial:

-Le doy este dinero, si cambiamos de asiento.

El pasajero italiano lo mira con pasmo o incredulidad y responde:

-No, gracias.

Enseguida Barclays insiste:

-Le ofrezco cien euros.

Irritado, el pasajero se pone de pie y le dice:

-¿Usted sabe quién soy yo?

-No -responde Barclays.

Como está enfermo, como respira con dificultad, como no ha dormido la noche anterior, como ha tomado sus pastillas y no ha podido conciliar el sueño, se permite la licencia de preguntar de vuelta:

-¿Y usted sabe quién soy yo?

El italiano se ríe, sorprendido, como si estuviesen haciéndole una broma insolente, una cámara escondida.

-Yo soy Francesco Totti -dice, con aire triunfal.

Pero Barclays está enfermo, maltrecho, jodido, y no recuerda quién diablos es Francesco Totti.

-Encantado, señor Totti -responde-. Yo soy Jimmy Barclays.

Hablan en inglés. Se dan la mano. Totti mira con lástima a Barclays y se sienta en la fila uno, ventana, derecha. Resignado, Barclays se sienta en la fila dos, ventana, derecha, y consulta en su tableta electrónica quién es Francesco Totti. Entonces descubre que se trata de un famoso futbolista italiano, del club Roma, ya retirado.

-Qué bochorno -piensa-. Soy un idiota. Le ofrecí cien euros a Totti para cambiar de asiento. No creo que Totti esté mirando su celular para saber quién demonios soy yo.

Barclays no está dispuesto a soportar las doce horas de vuelo despierto. Se siente muy mal. Necesita dormir o necesita entrar en coma o necesita morirse. Pero no puede estar lúcido las doce horas de vuelo. Toma un número imprudente de pastillas para dormir. A poco de despegar, colapsa en un sueño cargado de malos augurios, presencias extrañas, pesadillas viciosas. Sueña con su padre que le pegaba. Sueña con su hermana que murió atropellada mientras montaba en bicicleta. Sueña con la gorda morbosa que se abrió de piernas en la piscina de aguas tibias del hotel, recibiendo un potente chorro en la vagina misma, masturbándose con impudicia al tiempo que Silvia Barclays, maravillada, riendo, le decía a su esposo:

-Mira a esa gorda, está haciéndose una paja en la piscina.

Cuando despierta, cree que apenas faltan dos horas para aterrizar en Miami. Pero no: solo ha dormido cuatro horas, faltan ocho horas de vuelo. Dispuesto a morir de una sobredosis, toma más pastillas y vuelve a dormir. Sueña con Totti. Sueña que juega al fútbol con Totti. Sueña que son amigos.

Tan pronto como aterrizan y los pasajeros se ponen de pie, Barclays le dice a su vecino de asiento:

-Un placer conocerlo, señor Titto.

-Soy Totti, no Titto -le dice el futbolista retirado.

Barclays se siente un idiota, algo que le ocurre con frecuencia.

Ya en el aeropuerto de Miami, Barclays y su familia ingresan por la zona privilegiada de los viajeros con tarjetas de entrada global. En menos de tres minutos, una máquina les hace fotos, los reconoce y los autoriza a entrar en el país. El oficial de migraciones reconoce de inmediato a Barclays por su programa de televisión y porque se trata de un viajero frecuente al que los oficiales de migraciones y aduanas a menudo reconocen. Ni siquiera le pide el pasaporte. Con una gran sonrisa, le dice:

-Bienvenido a su casa, señor Barclays.

Barclays se siente afortunado de vivir en Miami. En menos de diez minutos, está en su camioneta ocho cilindros, un caballo de carrera, saliendo del parqueo del aeropuerto, manejando hacia su casa en la isla. Mientras conduce, su esposa le hace escuchar un mensaje de voz que les envía la madre de Barclays, la señora Dorita. Está en un hotel en Panamá, con su hijo Mike, su asesor financiero. Es un largo mensaje sobre política. Hacia el final, Dorita le dice a su hijo Jimmy Barclays:

-Te cuento todo esto porque sé que amas a tu patria. Eres un patriota, un verdadero patriota.

-¿Soy un verdadero patriota? -se pregunta Barclays-. Y si lo soy, ¿cuál es mi patria?

Nació en Lima, pero no siente que su patria sea el Perú: no vive en ese país hace treinta años. Se nacionalizó ciudadano de los Estados Unidos hace veinticinco años, pero tampoco siente que aquella sea su patria. ¿Tiene patria? No está claro. ¿Es un apátrida? Puede ser. ¿Es un verdadero patriota? De ninguna manera.

-Mi patria -piensa Barclays- no es un territorio, sino unos afectos. Mi patria no es un país, sino unos libros, unas películas.

Luego se dice a sí mismo:

-Mejor no le digo nada de esto a mi madre. No quiero decepcionarla una vez más.

La noche del nuevo año, Barclays y su esposa Silvia están miserablemente enfermos. Van a cenar a un restaurante de la isla. No lo disfrutan. Agonizan. De regreso en la casa, ella siente náuseas, mareos, un malestar terrible. Barclays, por su parte, es víctima de una bola maléfica que le oprime la garganta, un incendio que le duele en las vías respiratorias.

-Me han envenenado mis enemigos -le dice a su esposa Silvia, él siempre proclive al melodrama.

Hubieran querido hacer el amor para celebrar el nuevo año. Es imposible. Silvia está vomitando en su baño. Barclays está escupiendo sapos y culebras en el suyo. El nuevo año les anuncia mala salud. Están enfermos. No saben lo que tienen. Debe de ser algún bicho que se les ha metido en Roma, alguna bacteria que han comido al otro lado del mar.

Al día siguiente, enfermo todavía, tosiendo, la voz quebrantada, como de viejito, Barclays, convertido en un esputo andante, vuelve a su programa de televisión. Insulta a medio mundo. Se siente bien. Habla como un verdadero patriota. Es bueno volver a la rutina, piensa. Es bueno manejar tarde en la noche por la autopista a toda prisa. Es bueno vivir en una ciudad que tiene menos de cien años de fundada.

El tiempo en la isla parece insuperable, veinte grados centígrados. Silvia ha vomitado el alma y está mejor. Barclays sigue tosiendo y escupiendo una lluvia ácida traída desde Roma.

-Joder -piensa-, ya estoy viejo para viajar.

Sin embargo, en marzo saldrá su nueva novela, titulada “Los genios”, editada por Galaxia Gutenberg, que recrea los años fabulosos en que García Márquez y Vargas Llosa fueron amigos y describe las circunstancias íntimas que corrompieron aquella amistad y la envenenaron para siempre. Enfermo o sano, recuperado o convaleciente, viajará a Madrid y Barcelona, a Lima y Bogotá, a Buenos Aires y Santiago, para celebrar ese lanzamiento.

Barclays sale al jardín de su casa. Su hija menor, Sol, está con una amiga.

-Yo soy el papá de Sol -le dice Barclays-, pero la gente cree que soy su abuelito.

Nadie se ríe.

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