La reina del canje: un relato de Jaime Bayly
Gaby y yo éramos amigos y confidentes. Me protegía en el periódico. Como ella manejaba la caja chica, me daba adelantos de quincena en efectivo que luego no me descontaba. Y como tenía más poder que el propio director, se ocupaba de que mis reportajes salieran bien destacados, con mi firma en letras grandes, en negrita.
-No he podido dormir, Gaby -le dije a la secretaria del director de “La Prensa”, donde yo trabajaba como reportero policial-. Fuimos al Cinco y Medio y fracasé.
-¿Cómo que fracasaste? -preguntó Gaby, con una sonrisa pícara, maliciosa.
Estábamos tomando coca colas con hielo y comiendo sánguches de huevo frito con tocino, en una cafetería cerca del periódico, en pleno jirón de la Unión, en el centro de Lima. Gaby comía y fumaba al mismo tiempo. Era bajita, el pelo enrulado y teñido de rubio, los labios pintados de carmín encendido, la mirada traviesa. Yo tenía dieciséis años, Gaby me doblaba la edad.
-No se me paró -le dije.
Gaby soltó una carcajada, cubriéndose la boca con expresión afectada, pudorosa, y luego le dio un ataque de hipo.
-No te rías, no seas mala -le dije-. Era mi debut. Y no se me paró. No sabes lo mal que me siento.
Era verdad: a solas con la prostituta que mis amigos del periódico habían elegido para que me inaugurase como un hombrecito, no había sido capaz de producir una erección. Me sentía avergonzado, humillado, asqueado de mí mismo. No les había dicho a mis amigotes del periódico que había fracasado. No podía quedar mal ante ellos. Les mentí, les dije que me eché dos polvos al hilo. Pero en Gaby, la secretaria y cuñada del director, la mujer más poderosa de “La Prensa”, sí podía confiar:
-¿Y si no me gustan las mujeres? -bajé la voz, consternado-. ¿Y si no se me para nunca con una mujer? -continué-. ¿Y si me gustan los hombres?
Gaby volvió a reírse, me miró con ternura, me tomó de la mano y me dijo:
-No tengas miedo, Baylito. Si te gustan los pipilines, no serás el primer amigo marica que tenga.
No me sentí a gusto con la palabra marica. No quería ser su amigo marica. No quería, no podía ser marica. Mis padres me matarían.
-No soy tu amigo marica -le dije, machito de pronto-. Soy tu amigo.
Gaby me miró a los ojos con espíritu inquisidor y preguntó:
-Dime la verdad: cuando te haces una pajita, ¿piensas en tetas o en pipilines?
Le dije la verdad:
-Pienso en una prima. Estoy enamorado de una prima. Pero ella no lo sabe.
-Ah carajo -exclamó Gaby, en tono risueño-. ¿O sea que mi Baylito es otro Vargas Llosita?
No -le dije-. Yo no tendría huevos para casarme con mi prima.
A lo lejos, un tío mío, de profesión banquero, bebía un whiskey con uno de los dueños del banco, un hombre gordo, de barba. No me vio. No quise acercarme a saludarlo.
-El problema es que no debiste debutar con una puta, Baylito -me dijo Gaby-. Tienes que debutar con una chica linda que te ponga virolo de arrechura.
Encendí un cigarrillo mentolado que Gaby me convidó.
-Imposible -le dije-. No tengo amigas ni enamoradas. Solo me arrecha mi prima. Pero no puedo decirle nada, ¿entiendes?
-Déjame pensar cómo puedo ayudarte a que remojes bien tu pajarito, Baylito -dijo Gaby, y convulsionó de la risa.
Luego pidió la cuenta:
-La dolorosa, por favor.
Gaby y yo éramos amigos y confidentes. Me protegía en el periódico. Como ella manejaba la caja chica, me daba adelantos de quincena en efectivo que luego no me descontaba. Y como tenía más poder que el propio director, se ocupaba de que mis reportajes salieran bien destacados, con mi firma en letras grandes, en negrita. Era mi amiga, mi madrina, mi protectora. Yo la quería mucho. Sabía que podía contarle cualquier cosa. Cuando trajeron la cuenta, Gaby no pagó, simplemente firmó:
-Lo cargas a la cuenta del periódico -le dijo al camarero, y le dio una propina en efectivo.
Caminando de regreso al diario, entramos en una tienda de ropa para caballeros y Gaby me compró un traje marrón, una corbata y unos zapatos. Tampoco pagó en efectivo ni con tarjeta de crédito:
-Lo cargas a nuestra cuenta de canje publicitario con ustedes -le informó al vendedor.
Porque, gracias a Gaby, “La Prensa” tenía canjes publicitarios con restaurantes y bares, con aerolíneas y hoteles, con taxis de lujo y tiendas de ropa, con cantinas y puticlubs, con casas de masajes y clínicas privadas. Gracias a Gaby, sus protegidos podíamos disfrutar de todos esos privilegios, sin pagar un centavo. Si eras leal a Gaby, si sabías obedecerla dócilmente, te recompensaría con sus canjes publicitarios. Debido a ello, casi todos los anuncios impresos del periódico no eran pagados, sino canjes. En consecuencia, el periódico estaba al borde de la quiebra, pero los ahijados y entenados de Gaby nos dábamos la gran vida.
-Vamos a almorzar al Sheraton, Baylito -me dijo al día siguiente, interrumpiendo una crónica policial que yo escribía en una vetusta máquina de escribir, en medio de la redacción de locos, borrachos y mitómanos-. Vamos a darnos una gran cuchipanda.
A Gaby le encantaba usar esa palabra, cuchipanda, para aludir a los banquetes pantagruélicos que nos invitaba, a cuenta del periódico.
-Genial -le dije-. Dame diez minutos y termino la nota.
Gaby salió al balcón del segundo piso, prendió un cigarrillo y sintió las miradas mañosas de varios sátiros de la redacción que ardían por encamarse con ella. Ninguna mujer del periódico tenía tanto poder erótico como ella. Por eso solía usar minifaldas atrevidas y blusas escotadas que nos tenían a todos medio babosos en “La Prensa”, y ella lo sabía, lo disfrutaba, lo estimulaba.
Decidimos caminar desde el periódico hasta el hotel Sheraton, un edificio grisáceo y moderno, de veinte pisos, erigido frente al palacio de Justicia. No era el hotel más refinado de la ciudad, pero era grande y estaba dotado de todas las comodidades, y allí solían alojarse delegaciones políticas o deportivas, dada su cercanía al palacio de Gobierno, al Congreso y al estadio Nacional.
-¿Sigues traumado por tu fracaso en el Cinco y Medio? -me preguntó Gaby, mientras caminábamos, fumando los dos.
A ese burdel le decían Cinco y Medio porque estaba situado en el kilómetro cinco y medio de la carretera central. Ofrecía un servicio de bar, discoteca y prostitutas, pero también un discreto alquiler de suites con jacuzzis para las parejas furtivas que llegaban en auto y querían pagar por horas.
-Sigo traumado -le confesé.
Gaby me dio un beso en la mejilla y me dijo:
-No te preocupes, Baylito, ya le vamos a encontrar la solución a tu problema.
Entrando al hotel Sheraton, Gaby se dirigió a la recepción como si fuera la dueña, se identificó, mostró su carné de “La Prensa” (Gabriela Bustíos, La Prensa de Lima, Gerente General) y pidió una suite en piso alto, con vistas a la plaza Grau y la vía expresa. Me sorprendió: pensé que íbamos a almorzar. Pero Gaby recibió la llave de la suite y me dijo, camino a los ascensores:
-Vamos a pedir la comida a room service, así tenemos más privacidad.
-Buena idea -le dije.
Gaby no estaba casada, no tenía hijos, no se le conocía novio ni enamorado ni pareja de paso o amante de ocasión. Era la diosa erótica del periódico, menudita y tetona, en tacos altos y con un culito combativo, en pie de guerra, pero nadie sabía con quién se acostaba. Decían que era la amante secreta de un político alto y poderoso; decían que era la novia del jefe de la redacción; decían que tiraba con el jefe de deportes, el Negro Adriazola; decían que tenían muchos amantes al mismo tiempo. Y una sola cosa era segura: la llave de la caja chica del periódico la tenía ella y solo ella, ni siquiera el director, su cuñado.
De pronto se abrió el ascensor del hotel y me encontré cara a cara con mi padre. De traje y corbata, con anteojos de sol, mi padre me miró, no me saludó, no me dijo nada y salió del ascensor con una mujer joven, alta, atractiva, que trabajaba en el banco con él. No era su secretaria, era una de sus asistentas, la chica no me reconoció, menos mal. Gaby no supo que ese señor cojo, de gesto adusto, era mi padre engañando a mi madre en el Sheraton con una de sus asistentas. Por eso mi padre me ignoró por completo, me fantasmeó, y siguió caminando como si ese encuentro no hubiese existido.
-Ese señor es mi papá -le dije a Gaby, cuando se cerró el ascensor.
Gaby abrió la boca en gesto de estupor:
-¿Y quién es la chica? -preguntó.
-Trabaja con él -respondí.
Gaby soltó una risa franca:
-Qué mañoso tu viejo, Baylito -dijo, sonriendo-. Has salido pingaloca como él.
Una vez en la suite, pedimos la comida, nos sacamos los zapatos y vimos televisión, tendidos en la cama. Pedimos lo mismo: ceviche de corvina (pero sin cebolla, aclaró Gaby por teléfono) y lenguado en mantequilla negra con arroz y papas fritas; de postre, helados de lúcuma y chocolate. Mientras comíamos, veíamos televisión y Gaby me decía que su amigo, el político alto y poderoso, sería presidente de la república algún día:
-A mi Alancito no lo para nadie, Baylito.
Terminada la comilona, nos echamos de nuevo en la cama y empezamos a ver un capítulo del Chavo del Ocho. Yo vivía en casa de mis abuelos maternos y a mi abuelo Roberto le encantaba ver el Chavo conmigo, ¡cómo nos reíamos juntos! De pronto Gaby bajó el volumen y me preguntó, mirándome a los ojos:
-¿En qué piensas cuando piensas en tu prima?
Me puse colorado de la vergüenza y el pudor.
-Que le beso las tetas -respondí, sin mirarla-. Que se pone en cuatro.
Gaby apagó su cigarrillo y dijo, con autoridad:
-Cierra los ojos, Baylito.
La obedecí. Enseguida me abrió la bragueta, me bajó el pantalón y dijo:
-Hoy debutas, Baylito.
Luego empezó a chupármela como una maestra. Abrí los ojos y vi a Gaby allí abajo mirándome con deleite y sumisión y me calenté aún más.
-No me termines en la boca, no me llenes de leche de coco -me advirtió ella, y continuó la felación.
Pero yo no me comprometí a nada. Segundos después, ocurrieron dos cosas tremendas: se oyó un grito de angustia de alguien que había saltado al vacío y luego el golpe seco de algo estrellándose contra el pavimento, y, al mismo tiempo, cuando estaba a punto de terminarle a Gaby en la boca, contrariando su advertencia, ella dio un salto y gritó:
-¡Ay, chucha, Baylito, alguien se ha tirado por la ventana!
Saltó de la cama, corrió al balcón y dio un alarido tremendo, visceral. Yo quedé echado, en pie de guerra, a punto de terminar.
-¡Se mató una chiquilla, Baylito, se mató una polilla!
No me quedó más remedio que subirme los pantalones, salir al balcón y, al lado de Gaby, que sollozaba, temblorosa, ver allá abajo el cuerpo inmóvil de una mujer joven, en ropa interior, un charco de sangre al lado de su cabeza, tendido entre las tumbonas de la piscina.
-¡Baja corriendo y toma los datos de la occisa, Baylito! -me ordenó Gaby-. ¡Ya tienes una primicia de primera plana mañana, carajo!
Cogí mi libreta de apuntes y salí corriendo hacia el ascensor:
-Puta mala suerte la mía -pensé.
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