Dos noches en Barcelona: un relato de Jaime Bayly
Una primera observación salta a la vista: de cada diez lectores, ocho o nueve son latinoamericanos: peruanos, venezolanos, colombianos, argentinos, ecuatorianos, cubanos, costarricenses, guatemaltecos, es decir que muy pocos son españoles. Una segunda observación: las mujeres son amplia mayoría, pero ya sabemos que ellas leen más ficciones que los hombres. Una tercera observación: todos quieren fotos, y no una sino varias, y a menudo piden además saludos grabados en video a viva voz.
El vuelo de American a Barcelona, de no mediar contratiempos, durará nueve horas. Por fortuna, despega a tiempo. De inmediato bajo las cortinas, reclino el asiento 1L y me dispongo a ver la última película de Spielberg, The Fabelmans, en la que cuenta cómo, desde niño, se enamoró del cine, desde aquella primera escena de un tren chocando con un auto que, junto a sus padres, vio en la pantalla grande, maravillado. Sin embargo, el audio no funciona: se ven las imágenes, pero no hay volumen. Llamo a la azafata. Le pido ayuda. Sin demasiado entusiasmo, ella trata de reparar el sistema de audio, pero fracasa una y otra vez. Luego, para mi asombro, me sugiere ver la película sin volumen, con subtítulos. Tratamos de activar los subtítulos: tampoco funcionan. Así las cosas, la azafata se desentiende del problema, me mira con olímpico desinterés y bromea:
-Bueno, por suerte es un vuelo corto.
He pagado una fortuna por ese asiento y la aerolínea me niega el placer de ver películas, mientras cruzamos el océano. Le pregunto a la azafata si puede cambiarme de asiento. Me dice que no. Le pregunto si todo el sistema de audio del avión está averiado. Me dice que no: los demás pasajeros ven sus películas con volumen, solo yo soy el bobo de la mala suerte. Contrariado y furioso como estoy, no me queda más remedio que abrir la computadora y arrojarme a escribir. Durante las nueve horas que dura el vuelo, escribo como un loco suelto, desatado, como un suicida en vuelo rasante kamikaze, como un hombre sin familia y sin amigos, sin honor y sin prestigio, sin futuro y sin miedo, sobre todo eso, sin miedo y sin futuro, dispuesto a morir apenas termine de escribir aquella novela inacabada, interminable, que llevo maliciando hace años.
Poco antes de aterrizar, me permito el comedido placer de desayunar un yogurt con granola y unas frutas. Llevo dos semanas haciendo dieta. No quiero que mis lectores en Barcelona me vean gordo, gordísimo. No quiero que mi obesidad les ofenda y decepcione, que mi tejido adiposo les haga dudar de mi talento literario o de mi amor a la vida o a mi esposa. Pero es cierto que estoy gordo porque soy un hombre sin futuro y sin miedo, listo para morir. He publicado una quincena de novelas en el reino de España, he sido padre de tres hijas, he tenido dos esposas, he vivido la vida insolente que me ha dado la gana de vivir. Cuando sea el momento de morir, no habrá remordimientos, no pensaré que, por cobardía o por desidia, viví la vida equivocada, la vida honorable, en el armario, la vida con miedo y con futuro.
Por suerte el aeropuerto de Barcelona está despoblado de mares humanos cuando bajamos del avión. Es ciertamente más agradable llegar al aeropuerto de Barcelona que al de Madrid. Este último es una auténtica pesadilla, una laberíntica ciudadela de muchedumbres apiñadas, trenes que apestan a sobaco y ascensores que te suben y bajan al caos mismo. En cosa de minutos, paso los controles y busco al chofer que debería estar esperándome con un cartel que diga Mr. B. Pero me acerco a todos los choferes con carteles y ninguno me espera. Lo mismo me pasó en diciembre, al llegar a Buenos Aires. Es una leve contrariedad, una mínima decepción, una lección de humildad. Sin perder el tiempo, camino a la hilera de taxis amarillos y tengo la buena suerte de subir a una camioneta moderna, que huele bien, conducida por una señora canosa, amable, educada, que no fuma, enhorabuena. No hay tráfico, es un sábado a las siete de la mañana, en menos de media hora hemos llegado al hotel, en pleno Paseo de Gracia.
Cuando salió mi primera novela, hace treinta años, mis editores catalanes de Seix Barral me alojaron en el hotel Condes de Barcelona. Luego, cuando pasé a Anagrama y gané el Herralde, me subieron de categoría al hotel Majestic, también en el Paseo de Gracia. Más adelante, descubrí el hotel Claris, más tranquilo, más refinado, menos tumultuoso, menos expuesto al ruido, y allí me alojé muchos años, disfrutando de las obras de arte que exhibe su dueño y de la amabilidad del personal. Sin embargo, mi luna de miel con el Claris se interrumpió cierta vez, hace más o menos una década, cuando una recepcionista argentina entró en mi habitación sin tocar la puerta tan siquiera, me encontró en situación íntima con mi pareja y me dijo a viva voz que ya era mediodía y debía marcharme de inmediato, pues mi reserva expiraba ese día: quedé muy impresionado por la brusquedad de la mujer, que no respetó la circunstancia erótica ni enmudeció ante mi improbable erección. Desde entonces, he sido huésped del Mandarin, con resultados desiguales. Debe de ser el mejor hotel de Barcelona: se come bien, la piscina es estupenda, los colchones y las almohadas resisten a un cachalote como yo, pero, todo hay que decirlo, las tarifas son elevadas. Tal vez por eso el hotel ha perdido dinero y está en venta. En cualquier caso, esta última estancia en el Mandarin fue perfecta, a no ser por el chofer que no me esperó en el aeropuerto.
Viajé solo, sin mi esposa, sin nuestra hija, porque era un viaje de apenas dos días: llegar el sábado por la mañana y volver a Miami el lunes por la mañana, es decir una paliza. Como hace muchos años me he acostumbrado a pagarme yo mismo los aviones, los hoteles y los restaurantes para asegurarme la máxima comodidad (mi trasero ha viajado mucho y merece los mejores asientos, las mejores camas), en esta ocasión, como en los viajes literarios que seguirán en las próximas semanas a Bogotá y Buenos Aires, me pagué el billete aéreo y una suite con vistas al jardín. He aprendido a que es mejor no pedir anticipos a las editoriales y no pedirles tampoco que me paguen los viajes. Gracias a mi trabajo de casi cuatro décadas en las televisiones de América, y a dineros de familia que me han sido dados sin merecerlos, puedo viajar como si fuera un escritor de éxito, como Vargas Llosa o Pérez Reverte, como Jorge Fernández Díaz o Javier Cercas, y ciertamente no lo soy, juego en ligas menores, aunque esta última novela, “Los genios”, está vendiéndose bien, precisamente porque la trama no recrea un pedazo de mi vida, sino las vidas de dos genios inmortales como García Márquez y Vargas Llosa y, en particular, el puñetazo que este le propinó a aquel.
El mismo sábado, después de dormir unas pocas horas, camino a la librería Finestres, a cuatro calles del hotel. En la puerta me espera un hombre vestido con una armadura metálica, una espada desenvainada y una barba postiza. Habla en español con marcado acento argentino. Me dice que se llama Alonso Quijano y que está allí para felicitarme y ser mi amigo. Es un loco o un genio, no lo sé, pero lleva una camarita digital y me hace unas preguntas al paso y por supuesto lo trato con simpatía. Luego entro en la librería y hay una larga fila de unas ochenta o cien personas que me reciben con vítores y aplausos, como a un político en campaña. Enseguida me siento a la mesa donde debo firmar ejemplares, deslizo un caramelo de menta en mi lengua para no espantar a los lectores con mi aliento rancio de viajero en dieta y empiezo a firmar ejemplares de “Los genios” y mis novelas precedentes. Una primera observación salta a la vista: de cada diez lectores, ocho o nueve son latinoamericanos: peruanos, venezolanos, colombianos, argentinos, ecuatorianos, cubanos, costarricenses, guatemaltecos, es decir que muy pocos son españoles. Una segunda observación: las mujeres son amplia mayoría, pero ya sabemos que ellas leen más ficciones que los hombres. Una tercera observación: todos quieren fotos, y no una sino varias, y a menudo piden además saludos grabados en video a viva voz. Entregado por completo a hacer felices a mis lectores, hago exactamente lo que ellos me piden. Dos horas y media después, hemos terminado y cae una lluvia fina, casi imperceptible, en la terraza de la librería.
Estoy impaciente por volver andando al hotel, pero la asistenta de la editorial, una mujer joven y briosa, me pide ir a una fiesta del periódico La Vanguardia. Le digo que estoy extenuado, que no me apetece, que no deseo encontrarme con cierta gente indeseable que trabajó con mis libros. Sin embargo, mi guía o chaperona insiste. Como estoy tan fatigado, le ruego que no caminemos, que subamos a un taxi. Ya en el auto, el tráfico es espeso, agobiante. Estoy enfadado, no quiero ir a la fiesta, pero al parecer me esperan, debo ser amable. Sin embargo, pocos minutos antes de llegar, nos llaman de la fiesta e informan de que el fotógrafo que me esperaba ya se retiró y la fiesta está agonizando. Para mi fortuna, el plan aborta y volvemos al hotel.
Después de comer una ensalada y beber un zumo verde (señales de que persevero con la dieta), tomo mis pastillas y espero el sueño. Al día siguiente, mi alma o mi espíritu ha llegado ya a Barcelona. He podido descansar, el tiempo está espléndido, camino hasta la plaza de Cataluña, el primer punto donde firmaré ejemplares. Al llegar, de nuevo me aplauden. Firmo y firmo y firmo; sonrío y sonrío y sonrío; abrazo y beso, beso y abrazo; agradezco con toda la paciencia y la humildad que soy capaz de convocar. Dos horas después, me encuentro firmando en la mesa de otra librería, en la avenida Diagonal con el Paseo de Gracia. Allí ocurren algunos encuentros sorprendentes, inesperados: un joven vestido de blanco me habla maravillas de Trump; un catalán de paquete abultado me deja una nota diciéndome que quiere follarme; una señora guapa me dice que ha viajado desde Israel y me invita a cenar esa noche. Yo les sonrío a todos y me hago el tonto. Acabada esa sesión, mi asistenta y yo entramos al bar del Majestic y pido jamón ibérico, tabla de quesos y aceitunas. Una hora más tarde, toca firmar en la última de las librerías. Son ya las ocho de la noche, oscurece, de pronto hace frío, un viento pérfido se desliza por debajo de la mesa y me congela los pies. Entonces empiezo a estornudar y toser, un espectáculo del todo ingrato para mis lectores. De súbito, mientras firmo lo de siempre (con todo mi cariño, o con afecto y gratitud), estoy tosiendo, estornudando, expectorando gargajos en mis pañuelos blancos, dando una impresión frágil y bochornosa ante mis lectores. No doy más, no puedo más, no tengo más sonrisas, más palabras, más firmas. Quiero irme de allí. Quiero darme una ducha caliente y meterme en la cama. Dos horas después, ya resfriado, llego al hotel, cargado de libros y regalos, de chocolates y rosas. Mi adorable asistenta me entrega todo y, al coger una rosa, me clavo una espina en el dedo y cae una gota de sangre. Por amor a mis lectores, estoy enfermo, estoy sangrando.
Son entonces las once de la noche en Barcelona y a las once de la mañana debo salir al aeropuerto. A continuación, tomo tantas pastillas para dormir, en varias sesiones fragmentadas de sueños mórbidos, que o bien llegaré recuperado al vuelo a Miami, o moriré de una sobredosis en un hotel de Barcelona.
Al despegar puntualmente el avión, de nuevo en el asiento 1L, elijo ver The Fabelmans. Esta vez sí hay volumen. Sonrío, con la sensación del deber cumplido. Diez horas más tarde, aterrizamos en Miami y conduzco como un demente hasta el estudio de televisión para presentar el programa en directo.
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