El Chacal de Nahueltoro: 60 años de un fusilamiento dramático
El 30 de abril de 1963, Jorge Valenzuela Torres fue ejecutado en el Penal de Chillán, culpable de haber cometido un séxtuple asesinato. Su caso pasó a la historia de Chile tanto por la brutalidad del crimen como por la notable rehabilitación que se realizó con él, donde pasó de ser un campesino analfabeto a uno letrado y con fe religiosa. En Culto revisamos la historia y sus trágicas horas finales, en que compuso una canción dedicada a su madre. Su último deseo fue verla.
No hubo respuesta. Rafael Silva Lastra, director general de Gendarmería, pensó que había realizado la pregunta a muy baja voz y su interlocutor no lo había oído. Así que decidió repetirla.
- Jorge, ¿Cómo te han tratado?
Al otro lado, mudo y con la mirada gacha en el suelo, estaba Jorge del Carmen Valenzuela Torres, el “Chacal de Nahueltoro”. En una estrecha celda, engrillado de pies, como lo especificaba el reglamento para quienes pasaban a estar “en Capilla”, a la espera de la ejecución de su pena de muerte, se mantuvo sin entregarle respuesta al director. Algo contrariado, Silva volvió a preguntarle: “¿Tienes algo que pedirme?”. Se mantuvo el silencio. Silva insistió: “¿Qué es lo que más quieres en el mundo?”.
Ahí, con un estremecimiento de su cuerpo, el “Chacal” reaccionó, y sin mirar a Silva, le respondió vehemente: “¡Ver a mi madre, señor Director!”.
Quienes estaban ahí, las altas autoridades de Gendarmería, se impactaron. Silva le pidió que lo mirara a los ojos, y con toda calma le dijo: “No te preocupes por tu madre porque no quedará en la ruina. El Patronato de Reos velará por ella y la ayudará”, aunque sin especificar si podría verla o no. Al oírlo, el “Chacal” solo bajó la cabeza y musitó: “Gracias”. Era el mediodía del 29 de abril de 1963.
II
Pocos días antes, el 26 de abril, Valenzuela Torres había sido notificado de que el último recurso que le quedaba para seguir con vida, el indulto presidencial, había sido rechazado por el mandatario Jorge Alessandri Rodríguez. En su petición, la abogada defensora, María Urrutia de Rojas, argumentó: “Al indultársele la pena de muerte por la de presidio perpetuo, podrá la sociedad comprobar qué cambios pueden lograrse en un individuo a quien aún es tiempo de enseñarle y que sólo una vez en la vida conoció la caridad cristiana”. Apelando al trabajo de reformación que se hizo con el asesino dentro de la cárcel, donde aprendió a leer y escribir, además de ser educado en la fe católica.
Valenzuela Torres, un campesino analfabeto apodado “El Canaca” por sus amigos, tenía solo 21 años cuando la tarde del sábado 20 de agosto de 1960, asesinó con una guadaña a Rosa Elena Rivas Acuña, una viuda de 38 años con quien estaba emparejado. Todo porque ella no quiso darle dinero para que se pudiera seguir emborrachando. Esto, en la casa donde ambos vivían en Nahueltoro, en la actual región de Ñuble.
Luego de degollarla, Valenzuela siguió con los cinco hijos de Rivas, también degollándolos, incluyendo a un bebé de meses a quien ultimó aplastándolo. Acto seguido, durmió una siesta. Al despertar, robó las prendas de vestir de la mujer y escapó. Solo fue detenido días después, cuando se divertía en una fonda.
No era el único delito que Valenzuela había cometido. De acuerdo a la nota de La Tercera del 2 de mayo de 1963, “Había estado sometido a proceso por robos reiterados. Incluso, seis meses antes del crimen, había violado a una niña de diez años, hija de un campesino de la zona”.
El delito causó alto impacto en la opinión pública, y Valenzuela rápidamente fue bautizado por la revista Vea como “El Chacal de Nahueltoro”; amén de su condición de hombre bruto, sin escolaridad ni educación, y que siempre vivió en condiciones precarias. El doctor en Historia y académico del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad del Bío-Bío, Marco León, señala que desde que se conoció el crimen, su historia comenzó a ser construida como una especie de dualidad entre hombre y bestia.
“Si bien Valenzuela era conocido por diversos apodos, desde el momento en que fue identificado como el victimario, comenzó a ser adjetivado a partir de sus -se decía- evidentes instintos animales, caracterizándosele como una ‘bestia humana’, una ‘hiena’ o un ‘chacal’. Tal crimen, recordado hasta el día de hoy por distintas generaciones chilenas, no sólo ha sido rememorado a partir del salvajismo de este hombre con la mujer y las menores, sino porque fue el caso más evidente de una transformación individual que tomó forma y fondo en un individuo que, de ser catalogado como un monstruo instintivo y anormal, pasó a ser considerado como un ser humano que merecía la redención ante la sociedad y el indulto por parte de las autoridades, luego de ser condenado a muerte”.
“Si bien la temática de violencia y sangre no era en sí novedosa, sí lo era el arrepentimiento y la transformación de conductas de manera tan radical, tal como fue informado y reporteado por Vea, revista que tildó desde un comienzo, con el apelativo de ‘Chacal de Nahueltoro’, al campesino Jorge Valenzuela, proyectando así su memoria para la posterioridad”.
Las precarias condiciones del contexto de vida de Valenzuela fueron usadas por la abogada Urrutia en su argumentación para pedir el indulto presidencial. “Quien nace en un ambiente de miseria, de promiscuidad; quien no tiene las posibilidades de educarse y cultivarse para luchar honradamente la vida…quien no conoció el bien porque NO SE LE ENSEÑÓ…no es responsable de NO CONOCER LAS LEYES Y NORMAS DE CONDUCTA Y CONVIVENCIA HUMANA”.
Pero a Alessandri, esos argumentos no lo convencieron. En su estilo parco, indicó: “NO HA LUGAR a la conmutación de la pena de muerte a que se encuentra el condenado el reo JORGE DEL CARMEN VALENZUELA TORRES”. Corría el 25 de abril. La sentencia había sido confirmada por la Corte de Apelaciones de Chillán el año anterior. El reloj comenzaba a correr en reversa para el “Chacal”. Sería fusilado al amanecer del 30 de abril de 1963.
La noticia de la ejecución del Chacal copó la agenda informativa de esos días en que los chilenos iban al cine a ver A capa y espada, con Gary Cooper; Gigot, de Gene Kelly, y estelarizada por Jackie Gleason y Diane Gardner. Se informaban de la gira del líder cubano Fidel Castro a Moscú, además del tour por Europa que estaba realizando el “Ballet Azul”, de Luis Álamos, y se seguían los partidos de Colo Colo, que contaba con un plantel estelar: Humberto “Chita” Cruz, Misael Escuti, Mario Moreno, Walter Jiménez, Enrique “Cua Cua” Hormazábal, “Chamaco” Valdés y el goleador Luis Hernán Álvarez. Ese equipo levantaría la copa al final del torneo.
III
A contrapelo de otros condenados, Valenzuela Torres recibió la notificación con calma. Al terminar de leérsele el documento, se le pidió que lo firmara. Para ello, se le sacaron las esposas, y con su mano derecha, estampó su tosca rúbrica, la cual había aprendido a hacer en la cárcel. Se paró, no miró a nadie y poco antes de salir de la sala donde se encontraba lanzó una pregunta al aire: “¿Esto era lo que quería el señor Presidente?”.
Pasaba sus días fumando cigarrillos Hilton, y conversando con su amigo más cercano, el sacerdote Eloy Parra, el Capellán de la cárcel y quien siempre lo defendió. Valenzuela pidió verlo tras ser ingresado a la celda de aislamiento a la espera de la sentencia. “Fue el único que dejó resbalar una salada lágrima al saber de la condena”, apunta La Tercera del 27 de abril. Parra, sacerdote diocesano, dijo al día siguiente: “Es un hombre que siempre vivió abandonado, sin conocer el cariño de nadie, y por lo tanto, sin sentir cariño hacia nadie”.
De la celda donde se encontraba el “Chacal”, solo lo separaban 15 metros del patio donde sería fusilado. Con calma, y ya mascando la resignación, le manifestó a uno de los gendarmes: “Voy a enfrentar el pelotón con toda tranquilidad, ¡qué se le va a hacer!”. Confiando en ello, rechazó una inyección calmante que le ofreció el médico del penal, Pedro Lamas. Eso sí, le pidió al Capellán Parra que se encargara de las gestiones para ver a su madre. Deseaba despedirse de ella antes de morir.
IV
En los parajes del campo chileno se suele cantar lo que se conoce como el “Canto a lo humano”, donde en formato de décimas se pone en música todo aquello que la agreste vida campesina hace vivir a sus hijos. Valenzuela no quedó ajeno a ello, y el 29 de abril, mientras esperaba a su madre, le compuso una canción. La única que se tiene certeza que hizo en los 24 años que vivió y que solo quienes estaban cerca de él pudieron escuchar.
“Como a las 10 de la mañana sentí junto a la reja de la Cárcel un sordo canturreo, algo así como una lejana canción araucana, monótona y desacorde”, anotó el corresponsal de La Tercera, Osvaldo Muray, en la edición del 30 de abril. Madre no llores por eso, se llamaba, y esta era su letra, donde imploraba por lo que más quería:
“Preso en la Cárcel de Chillán estoy / Madre, no llores por eso / Que no soy el primer preso / Y no me dejas quien soy / La reja del calabozo / Cubierta de luto está / La piedra con su piedra / Llora al verme llorar / Tres años para los cuatro / Que me encuentro encarcelado / Me han leído la sentencia a morir fusilado / Adiós compañeros y amigos / Un favor voy a pedir / Que me traigan a mi madre / Que me quiero despedir / Adiós madre querida / tronco de toda mirada / Aquí se despide tu hijo / Querido de tus entrañas”.
Ese día, el último del “Chacal” en la faz de la tierra, no comenzó bien. Había amanecido huraño y silencioso. Según la crónica de La Tercera, no probó su desayuno, y al gendarme que se lo había llevado le comentó que había dormido mal y con pesadillas. “Soñé con una linda chiquilla que me pedía que me casara con ella. Yo le confesaba que no podía, que me iban a fusilar. Y ella lloraba, lloraba mucho. Ahí desperté”.
También se dio el tiempo para recibir brevemente a un periodista de la revista Vea. Dejó escuetas pero reveladoras respuestas en que se veía un hombre entregado a su destino. ¿Fueron justos sus jueces? “Eso lo saben ellos. No conozco las leyes”. ¿Cree que hay un más allá? “Lógico. Dios”. Y suelta: “Me voy a ir al cielo”.
V
Malvina Torres contaba 43 años. Morena, desgreñada, de apariencia menuda y más bien frágil, era la clásica mujer de extracción popular que se ve en los campos de Chile. Era la madre del “Chacal”, y finalmente llegó a visitarlo a la prisión pasadas las 2 de la tarde. Habían almorzado juntos unos días antes, previos al rechazo del indulto. La acompañaban otras dos mujeres, una de ellas su sobrina, llamada Flor María.
Antes de entrar al penal, la abordaron un grupo de reporteros y la acosaron a preguntas que ella apenas pudo responder. La pena que la apretaba hizo que la voz saliera delgada y con poca fuerza.
- ¿Qué le dice su hijo?
- Que no sufra
- ¿Sabe él que va a morir?
- Ya se lo dijeron
- ¿Y el hijito de Jorge?
- No tiene
De repente una pregunta la hizo llorar. “Si usted tuviera cinco hijas y se las mataran. ¿Qué haría con ese hombre”. Las lágrimas recorrieron su rostro y no decía nada. “La obligan a decir que sí”, comenta el reportero de revista Vea. Pero la tortura no acabó, y otro le consultó: “Señora, ¿considera que su hijo es bueno o malo?” Malvina Torres, aún sollozando le respondió: “Para una madre no hay hijo malo”.
Acto seguido, ingresó a la Cárcel. Había una despedida que hacer y no quiso perder más tiempo precioso. Tras pasar los controles de rigor, se cumplió el deseo del “Chacal” de volver a ver a su madre. La revista Vea fue testigo de la cita: “El encuentro es todo un monumento al dolor humano. El trágico vínculo que se establece entre esos dos seres que tratan inútilmente de decirse lo que nunca se dijeron, supera toda descripción. El desesperado mutismo del condenado y de su madre casi desconocida imprime al encuentro un dramatismo sobrecogedor. Madre e hijo apenas se tienen algo que decir”.
Con el instinto maternal a concho, Malvina le realizó a su hijo un comentario sobre su ropa y le entregó una camisa blanca, recién planchada. Debía ir impecable a la muerte. Acto seguido, se abrazaron y la mujer se fue. Eran las 14.45 de la tarde.
VI
En la cerrada noche otoñal del Ñuble, comenzó a llover. Se desató la tormenta a las 4 de la mañana del 30 de abril de 1963. Además, el viento norte comenzó a golpear a los primeros periodistas que, tiritando, ya estaban apostados a las afueras del penal para tratar de ingresar al fusilamiento. A las 5 paró la lluvia, pero siguieron cayendo gruesos goterones negros. “En Chillán el silencio es impresionante, sin grillos ni ranas ni ruidos que provengan del campo. Únicamente a las puertas del Presidio de Chillán había movimiento. Cincuenta personas esperaban desde temprano el poder entrar para asistir a la ejecución”, anotó la crónica de La Tercera.
Hacia las 6.30, quienes estaban autorizados ya se encontraban dentro del penal. Aún era noche cerrada, hasta que a las 7 comenzaron a aparecer los primeros rayos que venían de la cordillera. Ahí se anunció que el “Chacal” sería fusilado a las 7.30 de la mañana.
En silencio, los gendarmes realizaban los últimos preparativos en la celda del prisionero. Así lo contó La Tercera: “Un gendarme colocó los grilletes en los pies del condenado y los amarró con una larga cuerda para que el hombre suspendiera hacia arriba y pudiera caminar, cuando se enfrentara con el patíbulo. Otro le esposó las manos y un tercero le vendó los ojos”.
Los grilletes apenas dejaban al “Chacal” dar algunos pasos, por eso, fue llevado en una silla desde la celda hacia la puerta del patio. Ahí, unos gendarmes lo tomaron en vilo y lo llevaron hasta unos pocos metros antes de su último destino. Todo lo hizo con calma. “El condenado no perdió en ningún momento la serenidad. Avanzaba despacio, pero con decisión, hasta el banquillo del ajusticiamiento”. A su lado derecho, iba el Padre Eloy Parra, quien iba rezando con monótona voz alta. “Librad, Señor, a vuestro siervo, todas las tribulaciones. Haz, señor, como libraste a Noé del diluvio, a Moisés de las aguas, a David de la cueva de los leones”.
El “Chacal” fue sentado y amarrado en el banquillo. A continuación le colocaron el disco rojo en el corazón. Vestía un pantalón negro, una chaqueta ploma y llevaba una camisa verde de lana, con el cuello subido y con cierre eclair. En ese momento, los gendarmes se alejaron, lo mismo hizo el Padre Parra, quien comenzó a rezar aún más alto. “LIBRAD SEÑOR, A VUESTRO SIERVO…”.
A una señal del teniente coronel Francisco Layera, entró un pelotón de 8 fusileros, al mando del teniente Iván Sepúlveda. Todos calzando zapatillas blancas. Al trote, se acomodaron sobre una frazada extendida sobre el suelo húmedo para evitar el ruido. 4 de pie, 4 sentados. “Todos tenían la gorra calada hasta los ojos y sujeta firmemente con el barbiquejo bajo el mentón”.
Sepúlveda alzó su sable. Casi de inmediato, y habiendo apuntado poco los fusileros, lo bajó. Ahí tronó una descarga que terminó con la vida del “Chacal”. Eran las 7.21 de la mañana. “El condenado murió como hombre, serenamente, sin exhalar un gemido. Cuatro disparos le destrozaron el corazón y tres le desgarraron el pecho en la región pre-cordial. El disco rojo quedó exhibiendo sólo tres agujeros. Dos balas hicieron blanco en el mismo lugar. La actuación de los fusileros fue perfecta y desaparecieron tan rápidamente como habían llegado”. Todo ocurrió en apenas 4 minutos.
“Que Dios le haya dado misericordia en el cielo”, dijo el Capellán Eloy Parra, cuando todo terminó. El cadáver fue reclamado por la madre y sepultado al día siguiente en la cercana ciudad de San Carlos, en un ataúd donado por una funeraria. El hecho impactó al cineasta Miguel Littin, quien decidió llevar la historia al cine en una notable cinta de 1969, El Chacal de Nahueltoro, protagonizada por Nelson Villagra como Valenzuela Torres, y Héctor Noguera como Eloy Parra. Se convirtió en uno de los clásicos del Nuevo Cine Chileno.
Mientras se aguardaba el fusilamiento, en la prensa y en la sociedad nacional, comenzó a debatirse si realmente la pena de muerte era útil, o si, por el contrario, era un castigo ejemplificador para quienes cometieran un crimen horrendo. Marco León señala al respecto: “La condena de Valenzuela no sólo permitió el cuestionamiento a la pena de muerte, sino además a una administración de justicia y una normativa que se expuso como anticuada y desconectada de las personas a quienes debía en realidad defender. Ante tal perspectiva, el caso de Valenzuela, si bien podía tomarse como una excepcionalidad respecto de otros criminales que debieron enfrentar también un pelotón, constituía a la vez un modelo, pues establecía una posibilidad cierta de regeneración detrás de las rejas, mostrando que la ‘civilización’ era posible, bajo pautas adecuadas y supervisadas, en las más diversas condiciones. Pero tal regeneración no había sido suficiente para salvarlo de la muerte”.
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