La pista de hielo: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Por una vez, por una noche, no quiero maquillarme la cara, no quiero vestir corbata, quiero vestirme de negro, como si fuera un escritor a tiempo completo, como si fuese discípulo de García Márquez, quien se emancipó de las servidumbres que le imponían las corbatas.


El bar del hotel Alvear está desbordado de turistas más o menos obesos que gritan en inglés. Beben cerveza, gritan como si estuvieran en una cantina o una discoteca, se besan sin pudor, poco les falta para echarse a bailar un reguetón. Lucen extrañamente eufóricos. Es probable que esa sensación de júbilo se origine en el hecho de llevar billetes de cien dólares en los bolsillos o en las medias. Todo en dólares está baratísimo en Buenos Aires.

Todo menos la chaqueta de cuero que he comprado porque no quiero ir de traje y corbata a la feria del libro. Por una vez, por una noche, no quiero maquillarme la cara, no quiero vestir corbata, quiero vestirme de negro, como si fuera un escritor a tiempo completo, como si fuese discípulo de García Márquez, quien se emancipó de las servidumbres que le imponían las corbatas.

Espantado por el bullicio y la vulgaridad de los turistas estadounidenses que se emborrachan en el bar del hotel, me retiro odiándolos y ordeno la cena a la suite del piso nueve: una pechuga de pollo y dos plátanos. Me preguntan: ¿desea acompañar el pollo con papas fritas, o con ensalada? Respondo: deseo acompañar el pollo con los dos plátanos. Al otro lado de la línea, se registra un instante de vacilación, pasmo o perplejidad. Pero es cierto: me gusta comer el pollo con una fruta. Por eso, por las dudas, pido también un racimo de uvas verdes.

Al día siguiente debo ir a la feria del libro. De qué voy a hablar: de mi más reciente novela, “Los genios”. No he preparado una charla ni una conferencia. No he preparado nada, salvo la chaqueta negra. Haré lo que más me gusta: improvisar. Ya en el colegio inglés descubrí cuánto me gustaba hablar en público y con qué facilidad se me deslizaban las palabras, como patinando en la pista de hielo que es mi lengua, al tiempo que les hablaba a mis compañeros y a los profesores.

Después de cenar, leo de un tirón una novela que acaba de publicar un amigo español nacido en Caracas. Es una historia de amor entre dos hombres. Se conocen en redes sociales. Se aman a escondidas. Luego uno expone al otro ante su esposa. Es un libro egoísta, maléfico, cruel. Carece de vuelo literario, de belleza artística, de grandeza moral. Es un mamarracho, un adefesio. Me siento descorazonado. Me pregunto cómo puedo ser amigo de un escritor tan malo, de un sujeto tan ruin.

A las tres de la mañana, llamo al operador, Manuel, y le pido que no me pasen ninguna llamada, que si llaman preguntando por mí, nieguen que estoy alojado en ese hotel, y que por favor me despierten a las quince horas, las tres de la tarde. He tomado mis pastillas (Valcote, Seroquel, Remerón: mi siquiatra se llama Alberto Fernández, como el presidente argentino, solo que mi Alberto Fernández no es un charlatán, es un gran médico que me ha salvado la vida) y me dispongo a dormir en estado mórbido, vegetativo, doce horas.

Sin embargo, no puedo dormir. Extraño a Silvia, mi mujer, que está en Miami. Extraño a Camila, mi hija mayor, que está en Filadelfia, a punto de graduarse de una segunda carrera universitaria: primero lo hizo como financista, después como abogada nada menos. Extraño a mi hija Paola, que está en Nueva York, trabajando en una empresa de vanguardia tecnológica, ganando fortunas. Extraño a Zoe, mi hija de doce años, que asiste en Miami a un colegio privado tan exigente que parece una universidad. Extraño poderosamente a mi madre, que está en Lima y, a la vez, en mi corazón.

Como no puedo dormir, como me siento triste y abatido por el libro miserable que he leído y por las nostalgias que me invaden al tiempo que se me enfrían los pies, cometo un error del que bien pronto habré de arrepentirme: veo pornografía en internet, lo primero que se me ofrece, una mujer que se somete a una sesión de masajes y se deja follar por el masajista. Todo es tan basto, tan chato, tan zafio y predecible, que, lejos de encender mis deseos eróticos, aquellas imágenes chuscas me dejan todavía más triste y abatido, y con una sensación de asco o repugnancia respecto del sexo mismo. En mi inventiva, en mis fantasías, el placer erótico es siempre un desprendimiento casi artístico, nunca gimnástico, de la delicadeza y la sensibilidad, del refinamiento y la ternura, de los encuentros como emboscadas, de las batallas como rendiciones. He sido siempre un amante extremadamente femenino, sobre todo cuando amo a mi mujer. Llevo con ella casi quince años y soy tan feliz que me da pudor decirlo.

Por eso la llamo, la despierto, se sobresalta, y le digo que no puedo dormir, que estoy perturbado porque he leído un libro feo y malo, y le pido que me cuente cómo fue su día, y el de nuestra hija, con lujo de detalles. Al oír su voz, me calmo, me sosiego. Le digo que he visto pornografía y me siento sucio. Se ríe, me dice que soy la culpa hecha hombre. Luego me lee algo que ha escrito esa tarde y, cuando nos despedimos, ya estoy en paz.

En paz, pero no del todo. Porque al día siguiente, viernes, debo ir a la feria del libro y sabe Dios cómo acabará eso. Y porque el domingo es el día de la madre en Miami y no sé si llegaré a tiempo para estar con Silvia: el vuelo del sábado está sobrevendido y mi boleto recién me habilita a volar el domingo por la noche. Llamo a la aerolínea y pregunto si se abrió algún asiento en el vuelo del sábado. No, está lleno, repleto, y eso que las tarifas son de usura. Me perderé el día de la madre, qué tristeza. Lo pasaré solo, en el Alvear, odiando a los turistas gritones en inglés, tomando el té de frutos rojos, comiendo tostados de jamón y queso, mi perdición.

Vestido todo de negro, sin corbata, confiando en que el color negro conseguirá disimular mi abundante tejido adiposo, pero no mis carrillos sonrosados ni mis cejas de hombre lobo, llego a la feria del libro una hora antes de mi acto de presentación, entro por Cerviño y me refugio en un stand que me concede asilo para esconderme de las señoras que aguardan en larga fila para entrar a la sala Cortázar. Algunas me reconocen, se acercan y piden fotos. Enseguida otras advierten de que estoy allí, agazapado, y vienen a por la firma, a por la foto. Es una bola de nieve: primero es una lectora, luego cinco, después diez, enseguida veinte. No ha comenzado el acto y ya estoy firmando como un energúmeno.

Eventualmente, mis chaperonas me introducen en la sala. Hay mucha gente afuera, quejándose, protestando. Solo entrarán doscientas personas, el resto habrá de quedarse afuera. No puedo hacer nada, estoy derrotado, me resigno. Poco después la sala está llena y desde afuera la gente crispada grita: ¡Queremos ver a Bayly, queremos ver a Bayly! Es algo que me deja pensativo. No gritan: ¡queremos leer a Bayly! No gritan: ¡queremos escuchar a Bayly! Gritan: ¡queremos ver a Bayly! Yo me disculpo, lamento que estemos en una sala tan pequeña y les prometo que, tan pronto como termine de hablar, firmaré ejemplares y me haré fotos con todos, con los de adentro y los de afuera.

Cumplí mi promesa. Hablé una hora y a continuación firmé cuatro horas, de siete de la tarde a once de la noche. Firmé decenas, centenares de libros. Firmé ejemplares de la más reciente novela y de algunas ya antiguas, amarillentas, con las páginas sueltas, descuadernadas. Firmé incluso copias piratas. Cada firma, faltaba más, estuvo acompañada de una foto, varias fotos, muchas fotos. Algunos, los más exigentes, pedían que me pusiera de pie para las fotos, y yo mansamente obedecía.

Como era previsible, recibí toda clase de regalos: principalmente libros publicados y manuscritos inéditos, muchos libros, muchos manuscritos, tantos que al final no podía cargarlos yo mismo, en numerosos bolsos. También recibí chocolates, frascos de dulce de leche, alfajores y golosinas variadas. Por si fuera poco, me colmaron de camisetas y banderolas: la argentina, la ucraniana, la de un club de fútbol, la de otro club de fútbol. Los obsequios más curiosos, entre tantos, fueron un disco antiguo de Sandro y unas bragas firmadas, con un teléfono escrito en ellas.

Ciertas lectoras, ciertos lectores, me invitaron a cenar aquella noche, me dijeron que me amaban. Tuve que declinar, alegando que soy un hombre casado. Al final, un músico mexicano afincado en Buenos Aires me dijo que quería darme un premio. Le dije que no era una buena idea. Los premios, me consta, vienen con veneno. El mejor premio es que te lean, los otros premios vienen con trampa, con amaño.

Exhausto, pero en cierto modo contento, salí del recinto ferial a las once de la noche porque así me lo exigieron los guardias de seguridad, que estaban cerrando las puertas. Una vez en el taxi de regreso al hotel, calculé que, en cuatro horas, había firmado unos cincuenta libros por hora, en total unos doscientos libros. Pero no todos los libros que firmé eran copias de mi novela más reciente. Es decir que debo de haber firmado unas ciento cincuenta copias de la novela “Los genios”, no creo que más. Asumiendo que me pagarán un dólar por cada novela vendida, me dije que había ganado ciento cincuenta dólares aquella noche tumultuosa. Está claro entonces que uno escribe, y habla, y firma libros, no por dinero, sino por amor al arte, por genuina pasión, porque la vida resulta ya inconcebible, inimaginable, de otro modo.

Llegando a la suite, me di una larga ducha en agua caliente y pedí un pollo con dos plátanos, lo de siempre. Tras cenar, leí un par de horas. Antes de buscar el sueño, llamé a la aerolínea y pregunté si se había abierto un asiento en el vuelo del sábado. De pronto, se obró el milagro: alguien había cancelado, el asiento 1L estaba disponible. Pagué la diferencia de tarifa y lo capturé. Enseguida llamé a mi esposa y le dije que pasaría el día de la madre con ella y nuestra hija. Cuando nos despedimos, era el hombre más agotado y feliz del mundo. Apagadas las luces de la habitación, creyendo en la inmensidad del más allá, le agradecí a mi hermana por hacerme ese milagro.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.