El hombre que cayó a la Tierra: los 60 años de la revolucionaria novela que enamoró a David Bowie
En 1963, Walter Tevis publicó una historia que cambió por completo el lugar que ocupaban los extraterrestres en el imaginario popular. Las criaturas amenazantes que aterrizaban en la Tierra para destruir la raza humana se transformaron en un visitante inofensivo y melancólico, que sólo buscaba la salvación para su especie. A 60 años de su lanzamiento, Alfaguara sumó a su catálogo una nueva edición de la icónica novela, que tuvo a David Bowie encarnando al atormentado Thomas Newton en la recordada adaptación cinematográfica.
El primer vistazo suele ser superficial. El hombre y su caballo, el pastor con sus ovejas y hasta un barco cercano a la orilla de la isla son los elementos que más resaltan. Pero una mirada más detallada revela el centro de la obra: en el mar, frente a quien parece ser el único testigo consciente de la escena, las piernas del joven Ícaro develan el momento exacto de su caída y, por consecuencia, el fracaso del plan ideado por Dédalo, su padre, para que ambos pudieran escapar de Minos y recuperar su libertad.
Hasta cierto punto, los trazos de dicho cuadro –bautizado como Paisaje con la caída de Ícaro- y el mito griego que retrata tienen algo de la historia de Thomas Newton, el solitario antheano que cayó a la Tierra encomendado con la difícil tarea de conseguir en ese fértil planeta una salvación para sus compatriotas. En Anthea quedaban apenas 300 sobrevivientes de las múltiples guerras y conflictos que terminaron por destruir las expectativas de vida en su mundo, y cuyo futuro dependía exclusivamente del éxito de la misión de Newton.
El entrenamiento no fue sencillo. Antes de emprender el solitario viaje interplanetario que lo llevó a aterrizar en Estados Unidos, debió someterse a una extensa investigación de la cultura terrícola y norteamericana. Sus sofisticados avances tecnológicos les permitieron interceptar las señales televisivas y la frecuencia modulada de las radioemisoras. Fueron años de estudiar películas, programas culturales y noticieros.
Luego vino el diseño del disfraz que permitiera esconder sus rasgos extraterrestres –como la falta de uñas o pezones– en la piel de un alto, frágil, delgado y andrógino genio foráneo dispuesto a fundar una empresa dedicada a la venta de patentes de tecnología de punta. Un negocio millonario que sería liderado por Newton y que, en el mediano plazo, haría posible la construcción de una nave espacial capaz de realizar viajes interplanetarios. Viajes que, finalmente, traerían al resto de los antheanos a la Tierra.
Pero al igual que en el cuadro de Ícaro, lo que en primer lugar podría parecer una típica historia de ciencia ficción, pronto se transforma en una oda existencial al inevitable camino del hombre hacia la soledad. En El hombre que cayó a la Tierra, la segunda novela del estadounidense Walter Tevis, el foráneo Thomas Newton deberá afrontar múltiples desafíos: el temor a ser descubierto, la presión por concretar sus planes antes de que sea demasiado tarde y el constante sufrimiento que conlleva la adaptación de su cuerpo a las condiciones físicas de nuestro planeta. En cambio, le resultará mucho más sencillo sumergirse en estados tan inherentemente humanos como la melancolía y la soledad, dos sensaciones que difícilmente pueden ser aprendidas desde la mera expectación, y que terminarán por poner en jaque el cumplimiento de su misión.
Por todo esto, su publicación en 1963 revolucionó la literatura de ciencia ficción. Las historias de seres violentos que arribaban a la Tierra con el sólo fin de conquistar y destruir eran la tónica que, hasta entonces, tenían la mayoría de narraciones sobre extraterrestres. Basta con revisar obras tan fundamentales del género como La guerra de los mundos, de H. G. Wells. Sin embargo, fue la increíble condición humana del protagonista de Tevis la que hizo que su propuesta llegara como una bocanada de aire fresco que, a 60 años de su primera edición, sigue conquistando nuevos lectores.
Pero su impacto inicial no se quedó sólo en el éxito de ventas. También motivó el rodaje de una película dirigida por Nicolas Roeg, que tuvo al mismísimo David Bowie en el rol de Thomas Newton. El primer rol protagónico de Bowie en el cine, y que lo encontró en un momento donde su vida se conectaba en varios puntos con la del antheano.
Bowie, el hombre de las estrellas
Para 1976, Bowie ya brillaba como una de las mentes creativas más llamativas de la industria. Hace unos años que The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972), un disco totalmente conceptual que narra el camino de un extraterrestre para transformarse en estrella de rock, había conquistado el terreno del mainstream, y con eso, llegó también el rápido ascenso de su fama.
Sumado a su interés por lo audiovisual, no resultaba extraño que, tarde o temprano, el duque blanco terminara siendo convocado por algún director para incursionar en el cine. Y el rodaje de la primera adaptación de El hombre que cayó a la Tierra le vino como anillo al dedo. En primer lugar, estaba la temática de su discografía, donde todo lo concerniente al espacio se manifiesta como una inspiración constante, con la historia de Ziggy Stardust como uno de los puntos más álgidos de esa exploración. Pero también estaban sus características físicas: un hombre de rasgos andrógenos, símbolo de la liberación sexual y con un aspecto excéntrico que incluso se manifestaba en la anisocornia de una de sus pupilas. Dos elementos que hicieron a Nicolas Roeg pensar en él como el único Thomas Newton posible.
Basta recordar una de las descripciones de Newton contenidas en el libro para reafirmar, por lo menos, las similitudes físicas entre ambos: “Medía un metro ochenta. Su pelo era tan blanco como el de un albino, pero su rostro tenía un color ligeramente bronceado y sus ojos eran de un azul pálido. Su esqueleto era improbablemente ligero, sus facciones delicadas, sus dedos largos, delgados y la piel casi transparente, sin vello. Había algo de misterio en su aniñado rostro, una agradable expresión juvenil en sus ojos grandes e inteligentes”.
A pesar de su inexperiencia en la actuación, el desempeño del músico en la piel del melancólico y excéntrico extraterrestre funcionó a la perfección. Y no sólo por sus cualidades físicas. Probablemente, el hecho de que su propia vida estuviera atravesando por un momento de soledad, adicciones y desorientación también contribuyó a la verosimilitud de su interpretación.
Un año antes del estreno del filme, la BBC exhibía el documental Cracked Actor, que recorría la gira norteamericana del disco Diamond Dogs. Allí, el periodista Carles Novellas describía al artista con palabras bastante duras: “Estamos en 1974, Bowie solo tiene 27 años y está (muy) hecho polvo. Su rostro demacrado es el de un cocainómano en ciernes que deambula por el oeste yanqui entre limusinas, escenarios y habitaciones de hotel”. Basta sustituir la cocaína por una botella de ginebra –la adicción que Newton adquirió progresivamente durante sus años como terrícola- y los escenarios por reuniones empresariales, para transformar la escena en una descripción sólida de la decadencia del antheano.
Ese año fue especialmente complejo para el músico. No solo comenzaba a desprenderse de Ziggy, que a esas alturas funcionaba para él como un alter ego. También se mudaba a Estados Unidos para grabar el disco Young Americans (1975). Todo, mientras lidiaba con una adicción a las drogas duras. Su consumo era problemático: ya lo había vuelto anoréxico, pues se alimentaba sólo de leche y morrones, y padecía de una suerte de delirio persecutorio que lo llevó a orinar en frascos que guardaba en su casa por miedo a que alguien los utilizara para hacer magia negra en su contra.
En ese contexto surgió su primera reunión con Roeg. Bowie lo citó en un bar a las 10 de la noche, pero no se presentó hasta las 5 de la madrugada. El director aún lo esperaba, convencido de permanecer allí el tiempo que fuese necesario con tal de convencer al británico de tomar el papel. Al llegar, parecía que ni si quiera había leído el guion. Aun así, Roeg logró una respuesta positiva.
“En ese momento yo vivía en dos mundos completamente separados” recordó el músico en una entrevista en 1996. “Mi estado mental estaba fracturado. Era fácil para mí mantenerme al margen de todo lo que me rodeaba. Creo que Nic vio que yo tenía bastantes problemas para vincularme emocionalmente y por eso me buscó. Su recomendación para encarnar al alien simplemente fue ‘sé tu mismo’”.
Inicialmente, su contrato también contemplaba la composición de la banda sonora para la película, pero los constantes retrasos a la hora de presentar las maquetas y el estado excesivamente en bruto en que se encontraban terminaron por desplazar la idea. Cabe recordar que por entonces, el artista estaba sumergido en la grabación de Station to station (1976), el que sería su próximo disco. No se sabe con exactitud qué pasó con aquellas grabaciones. Algunos postulan que las cintas fueron destruidas. Otros, que algunas de ellas fueron tomadas por Bowie para que formaran parte del lado instrumental del disco Low (1977).
A pesar de todo, la película llegó a buen puerto y, con el tiempo, se transformó en una verdadera pieza de culto. Hay otra anécdota recordada sobre los días de grabación: mientras realizaban una de las escenas en que el antheano era examinado por los médicos, se percataron de que la sangre de utilería no se veía bien en las cámaras. La solución de Tony Richmond, el director de fotografía, fue utilizar sangre de cerdo, lo que Bowie rechazó rotundamenteo aceptaría que le echaran encima la sangre de ningún animal. Entre la frustración, Roeg propuso utilizar sangre humana. Y por extraño que suene, la idea no tuvo mayores objeciones. Finalmente, fue el mismo Richmond quien donó parte de su sangre para sacar adelante el rodaje.
Aún con todos los pormenores que atestaban la vida del músico a la hora de involucrarse en el proyecto, la novela terminó impactándolo de una manera mucho más profunda. Tanto así, que fue uno de los últimos proyectos que trabajó en vida. En paralelo al lanzamiento del disco Blackstar (2016), el músico escribió su primer musical junto al dramaturgo Enda Walsh, bautizado como Lazarus. Allí, y a través de la articulación de varias reversiones de los clásicos de su discografía, aborda los sucesos posteriores al final de la obra de Tevis. A través del libro Album by álbum (que recorre y analiza toda la discografía del duque blanco), el periodista Paolo Hewitt buscó alguna respuesta al impulso de Bowie de volver a la historia de Newton. Su conclusión fue que, según el mismo antheano afirma en uno de sus diálogos, se trata de “un hombre moribundo que no puede morir”. Algo que adquiere mucho más sentido al recordar que aquellos eran los últimos días de vida para el británico, que falleció ese mismo año a raíz de un cáncer de hígado.
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