Los años argentinos: un relato de Jaime Bayly
Muy raramente mi novio visitaba Lima, la ciudad en que nací, la ciudad en que vivía mi madre. No le gustaba ir a Lima. Mis hijas vivían en esa ciudad con su madre. Ella, mi exesposa, no quería conocer a mi novio, aunque mis hijas sí lo conocían y tenían una relación distante y cordial con él.
Siete años felices fueron los años en que tuve un novio en la ciudad de Buenos Aires. Su madre me quiso como si yo fuese su hijo. Mi madre, en cambio, nunca quiso recibirlo en su casa ni conocerlo.
Mi novio era periodista. Trabajaba como editor de una revista de modas. Amaba las revistas de modas. Me conoció en el bar de un hotel, entrevistándome para una revista. Me enamoré repentinamente de él. En aquel momento, mi novio todavía vivía con sus padres en un apartamento en el centro de San Isidro.
Su madre no trabajaba. Era delicada, sensible, de buen corazón. Tenía a un hermano mayor, abogado, dueño de un bufete de prestigio, que la mantenía discretamente, sin hacer alarde. Su hermano era soltero, no tenía hijos, parecía homosexual a la antigua. Era un hombre ceremonioso, de pocas palabras. Me trató siempre con aprecio y respeto.
El padre de mi novio provenía de una familia humilde, de escasos recursos. Había nacido en Salta. No se había educado. Era feo y de modales toscos. Tenía una nariz grande, gorda y aplastada que parecía la nariz de un boxeador retirado. No tenía ingresos conocidos ni oficio estable. Vivía de los dineros que discretamente le pasaba su cuñado, el abogado, el dueño del bufete. Su pasión era el rugby. Pasaba las mañanas, las tardes y las noches en el club de rugby. Era entrenador del equipo de rugby. Le pagaban poco, pero se divertía. No le preocupaba el dinero. Era un pícaro, un sinvergüenza. Sabía que su cuñado le pagaría las cuentas familiares.
Los padres de mi novio, y el tío de mi novio, me acogieron con toda naturalidad en su familia. Nunca me hicieron un desplante, nunca me apartaron de su familia, nunca me culparon de que mi novio fuese homosexual y se hubiese enamorado de mí. Como buenos argentinos, aceptaron sabiamente y sin reproches el amor entre dos hombres. Me hicieron sentir bienvenido en la familia.
Mi suegra se preocupaba por mi estado de salud. Sabía que yo era depresivo, que era bipolar, que viajaba mucho, que dormía mal. Por eso me conseguía pastillas para dormir y me las regalaba cuando salíamos a comer algo en San Isidro. Yo había alquilado un apartamento en ese barrio. Mi novio vivía allí. Yo llegaba de visita todos los meses y pasaba unos días con él, con su madre. A su padre casi no lo veía porque estaba siempre en el club, dedicado al rugby.
El hermano menor de mi novio jugaba rugby. Era una de las estrellas del club. De corta estatura, fornido, macizo, corpulento, cuando corría parecía un atleta profesional y nadie le daba el alcance. Su sueño era jugar en clubes de Europa y ganar mucho dinero.
La hermana de mi novio se enamoró de un jugador de rugby del club. Tuvieron una hija sin casarse. A su esposo le ofrecieron jugar en un club de rugby de Chile. No lo dudaron. Se mudaron a Chile con la niña.
Tiempo después, los padres de mi novio se mudaron también a Chile. A mi suegro le ofrecieron trabajo como entrenador de un club de rugby. No lo dudó. La paga era buena y el cambio de pesos chilenos a pesos argentinos le favorecía. Mi suegra no quería irse a Chile, pero se resignó. No duró mucho tiempo allá. Su esposo se quedó, pero ella volvió a San Isidro, al barrio de toda su vida.
Viviendo en Chile, la hermana de mi novio empezó a sentirse mal. Su esposo se iba temprano a entrenar en el club y ella se quedaba sola en la casa, con la niña, haciendo las faenas domésticas. No era feliz. Extrañaba la vida en Buenos Aires, extrañaba a sus amigas del colegio, extrañaba su barrio de San Isidro. Como sus malestares se agravaron, se sometió a exámenes médicos. Tenía cáncer, un tumor en el cerebro. Devastada, volvió con su hija, con su esposo y con su padre al apartamento familiar en San Isidro y encontró valor para batallar contra el cáncer mediante tratamientos terriblemente agresivos.
No había cumplido treinta años y de pronto tenía cáncer y se le caía el pelo y tenía que ponerse pelucas. No tenía hambre, no dormía, pasaba los días llorando, maldiciendo su suerte, culpando a sus días desdichados en Chile de la enfermedad que contrajo. No había manera de consolarla, de confortarla, de convencerla de que sanaría. Tenía la muerte en sus ojos, en la mirada. Sabía que estaba muriéndose sin cura ni remedio. Sus padres le regalaron un apartamento con la ilusión de que eso le daría fuerzas para seguir viviendo. No fue así. Destruida, con el ánimo en ruinas, golpeaba su cabeza en las paredes del apartamento hasta hacerla sangrar, hasta perder a veces el conocimiento.
La hermana de mi novio murió después de una larga agonía en la clínica de San Isidro, donde pude despedirme de ella. La sepultaron en un cementerio de Pilar. No llegó a cumplir treinta años. En su último cumpleaños, le reservamos una discoteca para que bailara con sus amigas, pero a duras penas pudo bailar, beber y comer algo.
Mi novio estaba tan triste que le regalé un automóvil nuevo para darle una alegría. No fue fácil adquirirlo en Buenos Aires. Tuve que pagar en dólares en efectivo, justificar cómo había ganado ese dinero y esperar más de seis meses para que nos entregasen el vehículo.
Mi suegra seguía regalándome pastillas para dormir. Me hice adicto a ellas. Tomaba un número imprudente de pastillas. No me contentaba con una sola marca o familia de sedantes. Me gustaba entremezclarlas de un modo promiscuo, suicida. A mi suegra y a mi novio les gustaba viajar juntos, solos, sin mi suegro, sin mí. Yo les pagaba los viajes y prefería no viajar con ellos. Su pasión era la ropa, la moda. Mi pasión era dormir hasta pasado el mediodía.
Muy raramente mi novio visitaba Lima, la ciudad en que nací, la ciudad en que vivía mi madre. No le gustaba ir a Lima. Mis hijas vivían en esa ciudad con su madre. Ella, mi exesposa, no quería conocer a mi novio, aunque mis hijas sí lo conocían y tenían una relación distante y cordial con él. A mi madre le pregunté varias veces si quería conocer a mi novio. Sin dudarlo, me dijo que no. Mi madre estaba convencida de que yo no amaba a mi novio. Ella creía que yo estaba confundido, desorientado, perdido. Ella pensaba que yo era total y completamente heterosexual, solo que, por dejar de rezar, por dejar de creer en Dios, había caído en la malsana tentación de estar con un hombre.
El séptimo año de esos siete años felices con mi novio dejé de viajar a Buenos Aires para verlo. Estaba cansado de viajar tanto. De pronto vivía entre Miami, Bogotá y Lima y ya no encontraba vigor ni ilusión ni tiempo libre para escaparme a Buenos Aires.
Mi novio se enamoró de otro hombre, de otros hombres. Yo me enamoré de una mujer y desde entonces no he vuelto a acostarme con un hombre. No extraño a mi novio, pero sí extraño a su madre, que fue tan buena conmigo. Mi madre se enorgullece de no haber conocido a quien fue mi novio durante siete años.