Una curiosa prueba de amor: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly
AP Foto/Brynn Anderson

Podría pensarse que mi hija no me quiere, o me quiere poco, porque eligió no quedarse a dormir en mi casa ni en el hotel de la isla. Podría pensarse que si pasó un fin de semana en Miami y no pudo verme o no quiso verme es porque nos llevamos mal. Sería un error pensar así.



Mi hija pasó un fin de semana en Miami y no pudo verme, o no quiso verme, o en principio quiso verme, pero al final cambió de opinión y prefirió irse sin verme.

Es cierto que no vino a Miami a verme. Vino a la fiesta de casamiento de una amiga. Es cierto que llegó un jueves y yo no estaba en Miami, pues me encontraba en Aspen. Aun si hubiera querido verme tan pronto como llegó, yo no estaba en Miami el jueves ni el viernes.

Regresé a Miami el sábado de madrugada y pensé que quizás mi hija se animaría a verme al día siguiente. La fiesta de su amiga tuvo lugar el sábado por la noche. Me imaginé que mi hija y yo nos veríamos, si acaso, el domingo por la tarde.

Cuando me anunció por correo electrónico que vendría a Miami, le ofrecí que se quedara en el cuarto de huéspedes de mi casa. Declinó. Le ofrecí que se alojara en el hotel de la isla cercano a mi casa. Declinó. Me dijo que prefería quedarse con sus amigas en un hotel en la playa, cerca del lugar donde sería la fiesta de casamiento de su amiga. No quedamos en vernos el domingo. Quedamos en escribirnos para ver cómo caían los dados.

Mi hija nació en Washington DC, estudió en Nueva York y Filadelfia y trabaja como abogada en Filadelfia. Es inteligente, bondadosa y divertida. Tiene muchas amigas que la adoran. Ha estudiado arduamente para llegar adonde ha llegado. Ha cumplido treinta años. Es probable que en unos meses se mude a Washington DC a trabajar en un prestigioso estudio de abogados. No podría estar más orgulloso de ella.

Podría pensarse que mi hija no me quiere, o me quiere poco, porque eligió no quedarse a dormir en mi casa ni en el hotel de la isla. Podría pensarse que si pasó un fin de semana en Miami y no pudo verme o no quiso verme es porque nos llevamos mal. Sería un error pensar así. Mi hija y yo nos queremos, pero no siempre coincidimos en que queremos vernos.

Mi hija es egoísta, individualista, libre en sus apetencias y sus decisiones. Yo la eduqué en esos valores. Lo que define su esencia no es que sea mi hija. Lo que la define es que es una mujer fuerte, libre, independiente, con un saludable egoísmo, con un poderoso instinto de servir a sus mejores intereses, y no a mis intereses ni a los de nuestra familia disfuncional. Yo he querido siempre que mi hija sea feliz, sea libre, sea ella misma en su mejor versión, incluso si su agenda no coincide con la mía, o si su agenda desafía a la mía, o si su agenda me deja solo. Ella es una mujer adulta, libre, independiente, y no la integrante sumisa y obediente de una tribu familiar colectivista que le exige renunciar a sus deseos más personales para complacer al jefe paternal de la tribu.

Yo no creo en la felicidad: es una abstracción, una quimera. Yo creo en la comodidad: es una cosa tangible, real, demostrable en los hechos. Entonces, si mi hija estaba más cómoda en ese hotel en la playa con sus amigas, hizo bien en hospedarse allí. Y si estaba más cómoda lejos de mí, hizo bien en no incomodarse para venir a verme en la isla. Yo quería que ella estuviera cómoda y mi impresión es que lo logró, o lo logramos.

Sin embargo, el domingo, cuando desperté pasado el mediodía como todos los días, me hacía ilusión que mi hija me dijera que tenía ganas de verme. Si me escribía un correo diciéndome por qué no vienes al hotel en la playa y nos vemos un momento, yo seguramente habría ido. Si me hubiera dicho que quería cenar conmigo esa noche, en su hotel o en esta isla, yo probablemente habría cancelado mi cena con un amigo y hubiese comido con mi hija.

Pero mi hija me dijo el domingo por la tarde que estaba cómoda y contenta en la playa, con sus amigas. El día estaba espléndido. La imaginé descansando de la fiesta celebrada la noche anterior, riéndose con sus amigas, bañándose en el mar. La imaginé feliz. No me dijo que fuese a verla o que quería venir a verme. No me sugirió encontrarnos para cenar. Entendí que estaba bien allá, lejos de mí. Y entonces le escribí diciéndole que me hacía muy feliz saber que estaba disfrutando del hotel, de sus amigas, de la playa. Y no le propuse cenar juntos. No quería forzar las cosas. No quería presionarla o incomodarla. Le dije la verdad: he quedado hace semanas en cenar con un amigo que ha venido desde lejos para verme y me daría pena cancelarlo. Quizás me equivoqué. Quizás yo mismo fui demasiado egoísta en servir a mis mejores intereses y no a los de la tribu familiar. Porque pude haberle dicho: me encantaría comer contigo esta noche, tengo un compromiso con un amigo para cenar en la isla, pero si quieres verme, cancelo a mi amigo y voy a tu hotel y comemos juntos. Pero no. Ella no me dijo que quería verme y yo no le dije que quería verla y ambos asumimos que cada uno estaba donde quería estar, en su lugar correcto, o al menos en su lugar más cómodo. De esa comodidad puede desprenderse, o no, la felicidad, pero aun si no se desprende, estar cómodo es un buen punto de partida.

Entonces mi hija cenó aquel domingo con sus amigas en la playa y yo cené con mi amigo en la isla. Sin embargo, pensé en ella todo el tiempo y me pregunté si había hecho lo correcto. Yo quería que ella me invitase y no lo hizo porque ejerció un saludable egoísmo en defensa de sus intereses. Quizás ella quería que yo la invitase, pero no lo hice también por ser egoísta sin culpas ni remordimientos. Puede decirse entonces que mis hijas y yo nos queremos mucho, pero el amor primero y definitivo no es al otro, sino a uno mismo. Puede decirse que es una hija felizmente egoísta y yo un padre felizmente egoísta. Tal vez eso es mejor a que ella sea una hija obediente, sumisa e infeliz, y yo un padre ceremonioso, servicial e infeliz.

Antes de volar a Filadelfia el lunes por la mañana, mi hija me envió una foto de la fiesta en la que parecía muy contenta, al lado de la novia. Me dijo que había pasado unos días espléndidos en Miami. No lamentó ni deploró que no nos hubiésemos visto. Estoy seguro de que ninguno forzó el encuentro porque sabemos bien cuánto nos queremos. Ella no necesitaba que yo fuese a visitarla al hotel para saber que la quiero. Yo no necesitaba que ella viniese a verme a la isla para saber que me quiere. Es decir que pasar un fin de semana juntos en Miami y no vernos fue una curiosa prueba de amor.