Los dolores, la agonía y la muerte de Beethoven (y cuál fue su última frase)
El 26 de marzo de 1827, y debido a una enfermedad hepática, Ludwig van Beethoven falleció en Viena, donde residía. Pagó precio a dolencias que lo persiguieron toda su vida y a una mala alimentación. En su agonía dijo una frase marcada por uno de sus placeres. Esta es la historia de los días finales del célebre compositor.
En silencio, Ludwig van Beethoven no solo arrastraba una sordera que lo ensombreció desde los 22 años, sino que otro mal igualmente terrible. Desde la muerte de su madre, cuanto tenía 17 años, el célebre compositor nacido en Bonn (entonces, parte de lo que quedaba del Sacro Imperio Romano Germánico, posteriormente el reino de Prusia) comenzó a tener molestias estomacales que lo acompañaron toda su vida. Dolores abdominales, intensos, agudos e incapacitantes, y a veces acompañados de una cefalea, se convirtieron en una pesada cruz.
“Los episodios de dolor se exacerbaban en los periodos de estrés o depresión y mejoraban con analgésicos del tipo de la quinina y salicina, sesiones de baños fríos o tibios en el río Rin o con el consumo de alcohol”, comenta un estudio de la revista de Gastroenterología de México. La sordera creciente -que se hizo absoluta a sus 47 años- lo fue convirtiendo en un ser retraído, amén de su carácter irascible, arrogante y tempetuoso, pero los dolores abdominales también pusieron una cuota no menor de sufrimiento.
Pero sobreponiéndose a sus problemas de salud, hacia el otoño de su vida, Beethoven compuso quizás una de sus obras mayores, la Sinfonía n.º 9 en re menor, op. 125, la llamada Coral, de 1823, cuando tenía 53 años. “El estreno de la Novena Sinfonía tuvo lugar el memorable día 7 de mayo de 1824, y fue necesario convencer a Beethoven, sentado de espaldas al público al terminar la obra, de que se volviera hacia él para que viese, por lo menos, el júbilo con que su creación era recibida”, cuenta Max Steinitzer en su Semblanza de Beethoven.
Sin embargo, sería la última vez que probaría la dulzura del reconocimiento en público, pues sus enfermedades comenzarían a acosarlo cada vez más, sin dejarlo en paz. Sobre todos sus dolores abdominales. Hoy, se acepta que lo que tenía el músico era una enfermedad hepática, a la que su dieta no contribuía mucho en aplacar. De hecho, su hermano Nikolaus Johann recordaba: “Al almuerzo comía únicamente huevos pasados por agua, pero después bebía más vino, y así a menudo padecía diarrea, de modo que se le agrandó cada vez más el vientre, y durante mucho tiempo lo llevó vendado”. Poco a poco comenzó a tener edemas en los pies y sed constante.
Esta enfermedad hepática podría tener relación también con la cirrosis, según el citado estudio. “En 1826 manifestó complicaciones que pudieran atribuirse a cirrosis hepática con hipertensión portal como epistaxis”. Pero a pesar de las indicaciones médicas, Beethoven no dejó de comer y beber a destajo. A su gusto. Era una bomba de tiempo que explotaría tarde o temprano.
Y así pasó. A fines de 1826, cuando el compositor residía en Viena, los dolores lo postraron en cama. Un médico -el doctor Wawruch- lo revisó y su diagnostico fue lapidario. “Le encontré muy agitado, la ictericia extendida por todo el cuerpo; una espantosa colerina le había atacado durante la noche. Una violenta cólera, un profundo sufrimiento, causados por un acto de ingratitud hacia él y por una ofensa inmerecida habían provocado esta fuerte explosión. Temblando y estremeciéndose, se retorcía bajo los dolores que le roían el hígado y los intestinos”.
“Sus pies, que hasta entonces habían estado tan sólo un poco tumefactos, empezaron a hincharse enormemente. A partir de este momento, la pleuresía se manifestó, la orina disminuyó, el hígado presentó signos visibles de nódulos duros y la ictericia siguió su curso. La intervención afectuosa de sus amigos calmó pronto la auténtica revolución que se había adueñado de él: se tranquilizó y olvidó la afrenta que había sufrido. Pero la enfermedad avanzaba a pasos agigantados”. El documento aparece en el libro Ludwig van Beethoven, de Jean Massin y Brigitte Massin.
“Esto me dará valor para soportar mi suerte”
A inicios de 1827, su estado de salud no mejoraba. Los médicos le realizaron 4 dolorosas operaciones menores con el fin de aliviar la hinchazón, pero con el poco desarrollo de la medicina y la esterilización de los instrumentos, la primera de estas intervenciones derivó en una infección, empeorando aún más el panorama. Postrado, Beethoven no perdía el tiempo y se dedicaba a la lectura, no solo de partituras de Händel o los lieder del joven Franz Peter Schubert, también a Walter Scott, Homero y otros autores clásicos griegos y latinos. El 18 de febrero de 1827 le escribió a un amigo, el barón Zmeskall, quien sufría gota: “No desespero. Lo más doloroso de todo es el cese de cualquier actividad […] Quiera el cielo que obtengáis un alivio en vuestra dolorosa existencia. Quizá la salud nos sea devuelta a ambos y podamos vernos de nuevo en feliz intimidad.”
A pesar de que Beethoven tenía cuantiosas inversiones en acciones, se encontraba en una difícil situación económica, corto de dinero. Ahí aparecieron sus admiradores y amigos. “Sus amigos de Londres le hicieron llegar un regalo de cien libras esterlinas, por medio de la Sociedad Filarmónica londinense, pues el enfermo había dado orden de que bajo ningún concepto se tocaran los 7 000 florines invertidos por él en valores bancarios, como herencia destinada a su sobrino”, señala Max Steinitzer.
El 14 de marzo, le escribió una carta a su amigo Moscheles, donde ya comienza a sentir más de cerca la sombra de la muerte. “El 24 de febrero fui operado por cuarta vez, y ahora aparecen claros indicios de que debo esperar una nueva operación. ¿Dónde desembocará todo esto? ¿Y qué será de mí si dura aún algún tiempo? Verdaderamente es triste mi suerte. Pero me pongo en manos del Destino y ruego a Dios solamente que decida, en su divina voluntad, que mientras tenga que sufrir la muerte estando vivo, esté al abrigo de la necesidad. Esto me dará valor para soportar mi suerte, por dura y terrible que ésta sea, y con resignación ante la voluntad del Altísimo […]”. Esta aparece citada en el volumen de Jean Massin y Brigitte Massin.
El 16 de marzo de 1827, Beethoven recibió a la junta de médicos que lo trataba. Ahí recibió la noticia que en su fuero interno sospechaba. Estaba desahuciado y no había nada más que hacer, salvo que la muerte pasara a buscarlo. El 20, recibió la visita de sus amigos Hummel y Hiller. El segundo escribió posteriormente cómo fue aquella velada (citado en el libro de Jean Massin y Brigitte Massin). “Estaba extremadamente débil y hablaba con escasa voz y con frases entrecortadas. ‘Pronto daré el salto’, murmuró después de que le hubiéramos saludado. Repetía a menudo frases como ésta; pero también hablaba de sus proyectos, de sus esperanzas, que, ¡ay!, no se iban a realizar. Hablando del noble gesto de la Sociedad Filarmónica de Londres, elogiaba a los ingleses, y pensaba emprender viaje a Londres cuando se sintiera mejor. Decía: ‘Voy a componer para ellos una gran obertura y una gran sinfonía’. Después quería devolverle la visita a la señora Hummel y partir a no se sabe dónde. No se nos ocurrió escribirle nada. La última vez que le habíamos visto, sus ojos eran todavía vivos; pero esta vez, en algunos momentos, tenía dificultades para fijarlos”.
La última frase
El 24 de marzo, por sugerencia de uno de los médicos, el compositor recibió la extremaunción por parte de un sacerdote católico. Sus fuerzas decaían, y apenas balbuceaba algo. Se suele decir que sus últimas palabras fueron en latín Plaudite, amici, comedia finita est (Aplaudid, amigos míos, la comedia ha terminado). Sin embargo, en su libro, Jean Massin y Brigitte Massin aseguran que la frase fue dicha después de que el cura se marchara, no en sus minutos finales. Es más, aseguran que en rigor su última frase habría sido otra, dicha ese mismo día.
Ocurre que tras la marcha del sacerdote arribaron a su casa unas frutosas botellas de vino de la zona del Rihn. Ahí, en testimonio de su amigo Schindler, Beethoven habló: “Coloqué las dos botellas de Rüdesheimer sobre la mesa que había cerca de su cama. Las miró y dijo: ‘¡Lástima! ¡Lástima!… ¡Demasiado tarde!’. Fueron sus últimas palabras. Inmediatamente después entró en la agonía y no pudo articular nada más”.
El 26 de marzo de 1827, y en medio de una fuerte tormenta, Beethoven expiró. Yacía el compositor de la introducción más famosa de la historia (sino, escuchen los primeros compases de la 5ª Sinfonía), el hombre que le compuso una sinfonía a Napoleón Bonaparte. Presente en el momento, su amigo, el compositor Anselm Hüttenbrenner recordó el momento: “Beethoven yacía sin conocimiento, en los últimos estertores de la agonía. Hacia las cinco retumbó un trueno. Al mismo tiempo, un relámpago iluminaba la habitación (delante de la casa el suelo estaba cubierto de nieve). Ante este fenómeno tan extraordinario, que a mí mismo me impresionó violentamente, Beethoven abrió los ojos, levantó la mano derecha, y con el puño crispado, el aspecto feroz y amenazante, fijó durante unos segundos su mirada en lo alto, como si hubiera querido decir: ‘¡Poderes enemigos, yo os desafío! ¡Dios está conmigo!’. O como si estuviera dispuesto a gritar, como un valiente jefe que arrastra a sus tropas: ‘¡Valor, soldados!, ¡adelante! ¡Confianza! ¡La victoria es nuestra!’ Cuando su mano cayó sobre el lecho, sus ojos estaban semivelados. Mi mano derecha levantó su cabeza, mi mano izquierda se apoyaba en su pecho. Ningún soplo salía de sus labios, el corazón había dejado de latir. Le cerré los ojos, sobre los que deposité un beso, y otro sobre la frente, la boca, las manos…”.
Su funeral tuvo lugar dos días después, el 29 de marzo, en la iglesia de la Santa Trinidad, distante solo a un par de manzanas de su casa. Se interpretó el Réquiem en re menor de Wolfgang Amadeus Mozart. Al revisar sus papeles, sus hermanos encontraron el llamado Testamento de Heiligenstadt, escrito muchos años antes, en el que cuenta el calvario que pasó por la sordera y cómo eso lo fue aislando socialmente. También se encontró una carta a que llamó su Amada inmortal, la misteriosa mujer que flechó su corazón sin que nunca se supiera de quién se trataba. Probablemente un amor imposible, pero eso solo lo sabe él.
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