Malas artes: un relato de Jaime Bayly
Naturalmente, debí fingir sorpresa cuando me comunicaron que había ganado los premios y enseguida excusarme cuando me pidieron que viajase a Lima para recibirlos. Por una parte, yo sentía que merecía esos galardones; por otra parte, no ignoraba que los había ganado haciendo trampa.
Los lectores del diario “El Comercio” de Lima me han concedido dos premios: uno a la mejor novela publicada el año pasado por “Los genios” y otro al mejor programa digital de entretenimiento por mi canal personal de YouTube.
Por supuesto, los lectores de dicho centenario periódico se han equivocado: había mejores novelas y mejores programas digitales en ambas categorías. ¿Por qué entonces han votado por mí, o por mi trabajo? Presiento que los he conquistado gracias a mi peinado alicaído, mi sonrisa taimada y mi indudable belleza varonil.
Lamentablemente, ambos premios carecen de una dotación económica, mas no de prestigio. No recibiré dinero, ni una estatuilla dorada, ni una botella de pisco, ni una invitación a pasar un fin de semana en un hotel con vistas al mar.
Las inesperadas e inmerecidas distinciones me servirían de aliento e inspiración para seguir escribiendo novelas y continuar grabando mis despachos diarios en el canal de YouTube que ya tiene casi cuatrocientos mil suscriptores, si no fuera porque mi círculo más íntimo y yo mismo sabemos cómo fueron realmente las votaciones electrónicas en la página digital de “El Comercio” de Lima.
Debo entonces honrar la verdad, a despecho de mi reputación: los lectores que han premiado mi peinado, mi sonrisa y mi belleza varonil, votando de veras por “Los genios” y mi canal personal hecho en casa, son un porcentaje minúsculo del aluvión de votos que al final obtuve, con la ayuda de suplantadores, impostores y simuladores, todos ellos lubricados monetariamente por mí.
Desde que dicho honorable periódico anunció hace tres meses que la novela “Los genios” estaba nominada como candidata a mejor novela del año y mi canal de YouTube había sido seleccionado como candidato a mejor programa digital, no vacilé en tramar un gigantesco amaño, un tongo para ganarlos.
En efecto, organicé un pujante equipo de trabajo en varias ciudades, con el propósito de que cada equipo votase muchas veces cada día por mi novela y mi canal de YouTube.
El equipo estaba liderado en Lima por mi madre octogenaria Dorita y sus empleadas de confianza Milagros, Emma y Tamara, quienes, mañana, tarde y noche, fatigaban sus celulares, votando una y otra vez por mi novela que no habían leído y mi canal de YouTube que no veían ni en sus días de asueto. Mi madre las reñía cuando se tomaban un descanso y exigía a cada una de sus empleadas que votase a mi favor al menos doscientas veces por día. Entretanto, mamá hablaba por teléfono con sus amigas pías de La Obra y, al mismo tiempo, con ayuda de otro celular, votaba por mí, su hijo mayor y el más viril de sus ocho hijos, sin prisa, pero sin pausa. A cambio de una donación no menor de mi madre a los centros de reclutamiento femenino de La Obra, las jefas de aquella secta religiosa aparcaron sus convicciones éticas y acabaron votando masivamente, como unas locas desatadas, por mi novela y mi canal.
También se organizó un equipo de votación amañada en Nueva York, con mi hija Paulina al comando, secundada por su novio reticente. Dado que mi hija trabaja mucho y viaja a menudo, me prometió que votaría por mí solo cien veces cada día. Su novio expresó ciertos reparos morales, pues dijo que no se sentía cómodo participando de una burla o estafa a la fe pública, pero por suerte mi hija lo llamó al orden, le pidió que no fuese un calzonudo y le explicó que en nuestra familia los asuntos relativos a la moral están subordinados a los resultados, es decir al éxito y al dinero.
Desde Filadelfia, mi hija Camelia, abogada de prestigio, recortaba sus horas de sueño para votar de madrugada por mis premios.
Y en Miami, o en una isla de Miami, un puñado de conspiradores angurrientos, entre ellos mi esposa Silvina y yo mismo, pero también la empleada Marta y el jardinero Gerson, no cejábamos ni aflojábamos ni desmayábamos en el afiebrado empeño de votar una y otra vez por mí mismo, quiero decir por nosotros, porque el canal de YouTube lo hacemos mi esposa y yo.
Al final, no sé cuántos votos fueron auténticos y cuántos trucados, pero mis amigos de la sección policiales de “El Comercio” me informaron de que habíamos ganado en ambas categorías con una diferencia abismal de millares de votos sobre el segundo puesto.
Naturalmente, debí fingir sorpresa cuando me comunicaron que había ganado los premios y enseguida excusarme cuando me pidieron que viajase a Lima para recibirlos. Por una parte, yo sentía que merecía esos galardones; por otra parte, no ignoraba que los había ganado haciendo trampa.
Reacio a viajar por temor a que el tongo se conociese y yo fuese arrestado en el aeropuerto, en mi casa o en la ceremonia misma de premiación en un hotel de Miraflores, grabé sentidos videos de agradecimiento y los envié a los señores de “El Comercio”, preguntándoles fuera de cámaras si, a falta de una dotación económica, podían darme un pequeño paquete de acciones con asiento en el directorio, pero no obtuve respuesta, de modo que, venciendo mi timidez, les sugerí a continuación que me regalasen una modesta suscripción a la página digital del diario, pero tampoco me contestaron.
Sí, he ganado los premios con malas artes, falsificando los votos, enrolando a mi familia más cercana en tan innoble batalla, persuadiendo y movilizando a mi propia madre octogenaria en un timo de padre y señor mío, pero lo importante es que he ganado, que los premios ahora son míos y que ningún gil o ganapán prevaleció sobre mí, humillándome.
Sabiamente, mi madre me ha dicho, celebrando nuestra victoria: lo importante es ganar siempre, hijito, ¿o crees que cuando eligen al Papa en el cónclave del Vaticano ningún cardenal vota dos veces?
Dedico entonces, con profunda emoción y gratitud, los premios de “El Comercio” a mi madre, a mi esposa, a mis hijas, a las señoronas de La Obra y a mí mismo, aunque no los merecemos.
Sin embargo, confieso que estoy preocupado, porque el verdadero autor de la novela “Los genios”, un escritor fantasma que vive en Madrid, al que contraté por una suma módica de euros, me ha escrito un correo electrónico, conminándome a revelar en rueda de prensa que él escribió la novela y no yo, y que por tanto quien merece el premio de los lectores de “El Comercio” es él y no yo.