Alcohol, banderas y disparos: cuando la Independencia de EE.UU. terminó con un muerto en las calles de Santiago
El 4 de julio de 1812, se celebró por primera vez la independencia de los EE.UU. en Chile. Fue un evento en el antiguo palacio del Consulado, organizado por el cónsul americano en Chile, Joel Roberts Poinsett. Una noche en que José Miguel Carrera incluso pensó en declarar la Independencia. Pero unas copas de más lo estropearon todo. Acá la historia oculta de una fiesta que apenas se ha mencionado.
“El 4 de julio se vio en medio de este pueblo la respetable imagen de los pueblos libres, y del entusiasmo de la libertad “, apuntó la breve nota de La Aurora de Chile, publicada en su número 22, del 9 de julio de 1812. Ahí daba cuenta, aunque sin entrar en mayores detalles, sobre la primera celebración de la independencia de los EE.UU. en el país. Un evento social en toda regla, cargado de simbolismos para la patria que nacía bajo el liderazgo de su hombre fuerte, el general José Miguel Carrera, la cabeza de la Junta de Gobierno.
En su nota, el primer periódico nacional adoptó un tono totalmente celebratorio de la efeméride que celebra la declaración de independencia americana firmada por el Segundo Congreso Continental en 1776. Por ello, detalló las actividades dispuestas por el gobierno de Carrera. “(El gobierno) preparó los ánimos para este gran objeto dando orden a todos los cuerpos militares y empleados de llevar la escarapela tricolor”.
Incluso detalló que entre los estadounidenses residentes en la capital, circuló el texto de una cuarteta que celebraba el acontecimiento, por supuesto, publicado en La Aurora de Chile. Un texto anónimo, aunque de versos no muy inspirados. “Vuelve el día feliz y esclarecido/De nuestra libertad y nuestra gloria/El monstruo de opresión enfurecido/Detesta de este día la memoria”.
De las palabras del diario, se desprende que aquella fue una velada inolvidable. Fue organizada por el cónsul estadounidense en el país, Mr. Joel Roberts Poinsett, el primer representante de un gobierno extranjero, en el papel, como encargado de negocios. Lo cierto es que el oriundo de Carolina del Sur, había sido comisionado como agente especial por el presidente James Madison, y en su viaje al cono sur de América, pasó primero por Río de Janeiro, como un viajero más, sin revelar su misión, para luego dirigirse para Buenos Aires, en su primera comisión oficial. Cinco días antes de dejar el puerto trasandino designó como vicecónsul a William Gilchrist Miller. Así arribó a Chile en diciembre de 1811 y fue reconocido oficialmente por el gobierno chileno en febrero del año siguiente.
Desde ese momento, Poinsett se involucró activamente en la vida social y política de la joven nación. “Él es un personaje relativamente oscuro todavía, se ha estudiado poco -dice Alfredo Sepúlveda, autor de Historia del periodismo en Chile. De la Aurora a las redes sociales-. Sabemos que es un agente de Estados Unidos, pero es un período complejo, porque EE.UU. es aliado de España en contra de Inglaterra en este período, por lo tanto no puede estar apoyando las propuestas independistas de las naciones hispanoamericanas sin pelearse con su principal aliado. Opera con gran autonomía, me da la impresión que excede las órdenes que le da su gobierno, establece una relación muy estrecha con José Miguel Carrera, estuvo con él en el sitio de Chillán y lo hacía porque no quiere que el resultado de un movimiento independentista en las naciones hispanoamericanas sea positivo para Inglaterra”.
El otro personaje relevante era Mateo Arnaldo Höevel, un comerciante de origen sueco, naturalizado estadounidense, quien estaba avecindado en el país y apoyaba a la causa patriota. De hecho, fue quien gestionó la adquisición de una imprenta y la contratación de un equipo de tipógrafos norteamericanos, para levantar La Aurora de Chile. “Es Höevel, quien por correspondencia informa al gobierno de los EE.UU. de lo que pasaba en Chile, antes de la llegada de Poinsett”, explica Sepúlveda. Por ello, es que este último lo nombró como vicecónsul en Chile a su arribo.
Desde entonces, el activo cónsul se hizo cercano a la élite patriota, quienes vieron la presencia de Poinsett como un claro apoyo del gobierno norteamericano a su causa. De allí que no fue raro que se dispusiera el primer aniversario del 4 de julio con una gran recepción (un sarao, como se le llamaba en la época) en el palacio del Tribunal del Consulado, el mismo en que se celebró la Primera Junta de Gobierno en 1810 (hoy se encuentran los Tribunales de Justicia). Una ocasión que Carrera no quería dejar pasar. Según Barros Arana en su Historia General de Chile, “contábase entonces que don José Miguel Carrera había querido que ese día se hiciese la declaración de Independencia; pero que su hermano Juan José, que se hallaba enemistado con aquel, se opuso resueltamente a que se diese ese paso”. Meses después, Juan José intentaría, sin éxito, sacar a José Miguel del poder con un golpe militar.
No declaró la independencia, pero en esa noche, Carrera dispuso lucir la escarapela tricolor, con los colores de la flamante primera bandera nacional; azul, blanco y amarillo. La misma que dice el mito, fue bordada por doña Javiera, la hermana de José Miguel.
No solo hubo escarapela con los colores de la primera bandera. Esa noche se habría presentado un himno escrito por Fray Camilo Henriquez, en celebración a la independencia estadounidense. Un antecedente directo del primer himno nacional, el que fue referido por La Aurora de Chile, en su número 23, publicado el 16 de julio de 1812. “Himno Patriótico que, entre otros varios, se entonó a la gloria de la América el 4 de Julio en un convite de los ciudadanos de Estados Unidos, residentes en esta capital”, lo presentó el períodico. Aunque se lamenta que no se pudo transcribir al completo. “Al sud fuerte le extiende los brazos/La patria ilustre de Washington/El nuevo mundo todo se reune/En eterna confederación”, decía en parte del texto.
Una fiesta en honor a EE.UU. que terminó en tragedia
Por supuesto, en el sarao en el palacio del consulado se convidó a los estadounidenses residentes en la capital, incluyendo entre estos a Samuel Burr Johnston, Simon Garrison y William H. Burbidge, los tres tipógrafos contratados para trabajar en La Aurora. El libro En aquel país, reúne las cartas que Burr escribió entre 1811-1814, detallando su experiencia en esos frenéticos años iniciales de la Independencia. Ahí, recuerda de forma muy sucinta lo ocurrido en ese primer 4 de julio en el suelo chileno. Ya sabremos el por qué.
Pese a que no revela en demasía, Burr sí apunta unos datos clave. Recuerda haber visto la primera bandera flameando en la ciudad junto a la de las barras y estrellas. “A la salida del sol, las estrellas y listas de la bandera de nuestra nación fueron izadas en muchos sitios públicos (cosa que se hacía por primera vez en esta ciudad), entrelazadas con la bandera tricolor de Chile”.
Luego, vino un momento de celebración más íntimo de los americanos residentes, antes de asistir a la recepción de la noche, algo así como una “previa” de la actualidad. “En la tarde, nuestros compatriotas, en compañía de otros caballeros chilenos de distinción, celebramos una fiesta en la cual la libertad e independencia de ambas naciones fueron mutuamente recordadas en alegres brindis”. Y así, con algunas copas en el cuerpo, los “gringos” se encaminaron hacia el sarao en el palacio del Consulado.
Burr apunta muy poco de lo sucedido en la recepción. “En la noche se dio un magnífico baile por nuestro cónsul general, al cual asistieron la Junta y cerca de trescientas personas de ambos sexos de la mejor sociedad”.
Al parecer, lo bebido en la reunión previa hizo perder la cabeza a los eufóricos “gringos”. Lo detalló un afligido Poinsett, en carta enviada al vicecónsul en Buenos Aires, William Gilchrist Miller, fechada el 22 de julio de ese mismo año, es decir, con los hechos todavía muy frascos en la memoria. En el documento autógrafo, disponible en los National Archives y consultado por Culto, el cónsul detalla algunos momentos muy poco conocidos de esa velada.
“Todos los eventos del aniversario de nuestra libertad fueron estropeados por un (...) incidente. Nuestros compatriotas, los impresores, me invitaron a cenar”, dice en las primeras líneas, dando a entender que los tipógrafos de La Aurora lo convidaron al primer evento de los norteamericanos, durante la tarde. Y no contentos, siguieron la jarana. “Por la noche beben abundantemente”, agrega.
Ya en el elegante salón del Consulado, mientras las damas de la alta sociedad y los varones de alcurnia intercambiaban opiniones, y alguna copa de vino, sucedió un hecho insólito. “Mr. Hicks, un zapatero, ciudadano de los US que se ha establecido en esta ciudad, marchó a la cabeza de la habitación y se sentó en los más conspicuos asientos”, detalla Poinsett en su carta.
Ante la evidente conducta desafiante de Hicks, probablemente embriagado, el cónsul decidió ocuparse personalmente del asunto y acompañado por Mateo Arnaldo Höevel, fue a solicitarle que se moviera de un lugar que no le correspondía. Pero el hombre les respondió con palabrotas y con una conducta que desagradó a los presentes, “y las damas se incomodaron”, dice el cónsul. Tras un rato y por la insistencia de Höevel, el zapatero Hicks finalmente se retiró.
Todo parecía que se terminaba allí, pero los estadounidenses quedaron muy molestos. Fue entonces que comenzaron a caldearse los ánimos. Irrumpieron los oficiales de la guardia para imponer orden, y entonces los “gringos” reaccionaron. Uno de los tipógrafos, William H. Burbidge, portaba una pequeña espada, sin vaina, y ante la presencia de los oficiales, la empuñó amenazante. Poinsett, reaccionó apenas lo vio. “Corrí entre ellos, agarré la espada de Burbridge y lo desarmé. Tal era su violencia que mi abrigo y mi chaquetilla se cortaron en esta acción”.
Los estadounidenses fueron sacados del lugar por orden de Poinsett. La situación se volvió caótica, los sujetos se resistían a retirarse, pero comenzaron a desalojar repartiendo insultos y amenazas a los guardias, que querían intervenir. “De nuevo calmé a los oficiales, y estos caballeros prometieron retirarse si la guardia se retiraba y la escolta era devuelta. Eso se aceptó, y dejaron el lugar, pero jurando venganza contra Mr. Havel (sic)”. Es decir, buscaban arremeter contra Höevel. Todo el asunto se volvía más difícil.
Comprendiendo la situación, Poinsett trató de maniobrar y logró sacar a Höevel del lugar para evitar que fuera agredido. “Como este último (Höevel) había sido llevado por mí al presidente Carrera para escoltar a su hermana (NdR: Javiera, lo que confirma que estuvo esa noche), inmediatamente se me ocurrió que se lo iban a topar con las damas, y por la violencia de su conducta previa era de temer que lo atacaran en su presencia (...) por sus amenazas pensé que su vida estaba en peligro y di instrucciones a los oficiales de guardia para que enviaran al oficial y a algunos hombres para evitar problemas en caso de encontrarse con Höevel”.
Pero todo acabó muy mal. Los “gringos” no se habían calmado. “Profundamente irritados por el desaire insultaron en el camino a a la Guardia, la que hizo fuego sobre ellos y los que los acompañaban, entre quienes se encontraban algunos oficiales chilenos. El resultado fueron ocho personas gravemente heridas, incluso Burbidge, quien falleció cuatro días más tarde”, detalla Medina. En su carta, Poinsett detalla que los guardias “afortunadamente dispararon bajo. Sólo uno fue herido mortalmente, Burbridge, al que el disparo le atravesó el cuerpo y murió al día siguiente. Todos los otros fueron heridos en el muslo y están en recuperación”. Eso sí, en el documento no menciona ni la bandera, ni las escarapelas, ni el himno. Para él, esa noche fue amarga.
En tanto, los tipógrafos Garrison y Burr fueron detenidos y reducidos a prisión. Por ello es que en las cartas de este último apenas hay mención a los hechos. Mientras los estadounidenses permanecían a la sombra, el trabajo de componer las páginas de La Aurora de Chile, desde el 9 de julio, recayó en Joaquín Gandarillas. Los “gringos” recién volvieron a trabajar para la edición del jueves 23 del mismo mes, y sin uno de los suyos en la labor. Un hecho luctuoso del que el perióidico no hizo mención alguna, como intentando olvidar los momentos más vergonzosos de una noche que se presentó como gloriosa. De hecho, en su Diario Militar, José Miguel Carrera no hizo ninguna anotación sobre aquel sarao y recién retoma sus apuntes el día 8. Hay cosas que era mejor olvidar.
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