El problema con los viajes familiares: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Nuestra hija miraba su celular durante la cena y sonreía para sí misma. Mi esposa le dijo en términos severos que dejase su teléfono. Nuestra hija se negó y le pidió más tiempo de uso en alguna red social. Mi esposa le negó el tiempo. Nuestra hija se enfureció y comenzó a comer con la mano.


Hace unos meses, en un hotel en Berlín, de vacaciones en el verano europeo, mi hija se atacó de una crisis nerviosa, rompió a llorar y dijo:

-Me gustaría tener unos padres normales.

El problema con los viajes familiares es que, como pasamos tanto tiempo juntos, terminamos peleando con frecuencia.

-Lo siento, mi amor -le dije-. Ya es tarde para convertirme en una persona normal. Nací anormal. Toda mi vida he sido anormal.

-¿Por qué dices eso? -pareció crisparse mi esposa, tras dirigir una mirada hostil a nuestra hija adolescente-. No eres anormal.

-¡Sí es anormal! -redobló la acusación mi hija, exhausta de ser mi hija-. En el colegio se burlan de los padres que tengo -añadió, sollozando.

-Deberías estar orgullosa de tus padres -se enfureció mi esposa-. ¿No te parece bonito que tus padres sean escritores?

-No -respondió mi hija-. Porque mi papá ha escrito libros diciendo que le gustan los hombres. Y tú has escrito libros diciendo que te enamoraste de una mujer cuando estabas en el colegio.

-Son los padres que te han tocado, mi amor -le dije, suavemente, procurando calmarla-. Somos padres atípicos, padres desastrosos, padres imperfectos, pero te adoramos. Daríamos la vida por ti.

Las dos jóvenes españolas que atendían en el club ejecutivo del hotel preferían no acercarse a la mesa donde desayunábamos, porque acaso presentían que había una crisis en nuestra familia, una crisis provocada por la fatiga del viaje y por estar juntos tanto tiempo.

-Eres una malcriada y una malagradecida -le dijo mi esposa a nuestra hija, mientras bebía una copa de champaña.

La niña, trece años cumplidos, todavía una niña, tiró la botella de champaña, derramándola sobre la mesa, y se marchó a su habitación. Más tarde, como es buena y noble, nos pidió perdón.

-Yo te pido perdón por ser como soy -le dije-. Pero es un problema sin solución. La solución es que aceptes al padre que te tocó.

En algún aeropuerto europeo, antes de volver a casa, mi hija me preguntó, mirándome a los ojos, hablándome en inglés:

-¿Tú sigues enamorado de mi mamá?

Me sorprendió la pregunta.

-Sí, claro -le respondí-. Pero cuando toma tanto alcohol, la quiero un poco menos.

-¿La vas a dejar? -preguntó mi hija-. ¿Te vas a ir de la casa?

-No -respondí-. Yo soy feliz con ustedes. Pero me preocupa que tu madre tome tanto, sobre todo cuando viajamos.

Mi hija me pidió que le prometiera que no volveríamos a Europa en dos años:

-Cuando venimos a Europa, peleamos demasiado porque estamos todo el día cansados -observó.

-Es cierto -le dije-. Yo tomo más pastillas para dormir. Después soy un zombi. Te prometo que no volveremos en dos años a Europa.

Meses después, en Miami, salimos a cenar a un restaurante que mi esposa eligió para celebrar su cumpleaños. Nuestra hija miraba su celular durante la cena y sonreía para sí misma. Mi esposa le dijo en términos severos que dejase su teléfono. Nuestra hija se negó y le pidió más tiempo de uso en alguna red social. Mi esposa le negó el tiempo. Nuestra hija se enfureció y comenzó a comer con la mano. Mi esposa levantó la voz y le dijo:

-¡Modales! ¡No se come con la mano! ¡Y siéntate derecho! ¡Corrige tu postura! ¡Pareces una jorobada!

En ese momento, la cena familiar se arruinó.

-¡Cállate! -le dijo nuestra hija a mi esposa-. ¡No te permito que me hables así!

-¡Te hablo así porque soy tu madre y tengo que educarte para que aprendas a comer con buenos modales! -dijo mi esposa.

-No peleen, por favor -intervine, con espíritu conciliador-. Amor, si la niña quiere comer con la mano, déjala, los modales no son tan importantes, déjala que sea feliz.

-Nunca me apoyas -me reprochó mi esposa-. Siempre la defiendes.

-Te odio -le dijo nuestra hija a mi esposa.

-Eres tóxica -le dijo mi esposa.

Cuando llegamos a casa, siguieron discutiendo a los gritos. Me encerré en mi habitación. Poco después, mi esposa salió a correr. Mi hija vino a mi habitación, se echó en la cama y dijo:

-No entiendo por qué mi mamá me trata tan mal.

Le respondí sinceramente:

-Te trata mal cuando toma mucho. A mí también me trata mal cuando toma mucho.

-¡Entonces no la dejes tomar tanto! -se impacientó mi hija.

-No hay nada que pueda hacer -le dije-. Yo respeto su libertad.

-¿Mi mamá es alcohólica? -preguntó la niña.

-No -le dije-. Pero le gusta tomar. Y a veces toma demasiado. Y cuando se pasa, su humor se vuelve más seco, más sombrío, y dice cosas mezquinas.

Mi hija se quedó pensativa.

-Suele ocurrir -le dije-. Nadie es una mejor persona cuando toma mucho.

Más tarde, cuando nuestra hija dormía, mi esposa vino a mi cama. Parecía preocupada. Me dijo:

-La niña me ha dicho que tú le has dicho que la trato mal cuando tomo demasiado.

-Es verdad -le dije, tranquilamente, mirándola a los ojos.

Mi esposa permaneció en silencio.

-Quizás tú no te das cuenta -le dije, en tono afectuoso-. Pero yo no tomo nada, y por eso me doy cuenta de que el alcohol, si tomas demasiado, te hace decir cosas mezquinas, cosas hirientes.

-¿Crees que debería dejar de tomar? -me preguntó ella.

-No -le dije-. Creo que deberías tomar menos.

El problema con los viajes familiares es que, cuando estamos de vacaciones, mi esposa toma más, y como pasamos tanto tiempo juntos, peleamos más a menudo que cuando estamos en casa, cada uno volcado a sus obligaciones, a sus tareas y pasatiempos, cada uno replegado en su dormitorio o su estudio de trabajo.

La semana pasada viajamos a las montañas de Colorado para celebrar los días festivos de Acción de Gracias. Mi esposa y nuestra hija se levantaban a las siete de la mañana, desayunaban a las ocho y esquiaban con una guía austriaca de nueve de la mañana hasta el mediodía. Yo pasaba la mañana durmiendo en una habitación contigua a la de ellas, la calefacción apagada, un humidificador echando vapor a cada lado de la cama para que mi respiración no se tornase seca, pedregosa. Esquiaba imaginariamente en la cama, con medias gruesas y zapatos impermeables, deslizándome de una almohada a la otra, y era mucho más feliz que trepando la helada montaña con mi familia.

Por las tardes salíamos a caminar por el pueblo. Todos los días cayó bastante nieve. Mi esposa me animaba a esquiar un par de horas, antes de que cerraran las pistas. Quizás mañana, le decía, evasivo, con aire distraído, haciéndome el tonto. Yo no quería esquiar. Me daba pereza. Me daba miedo caerme y lastimarme. Me daba miedo caerme y no poder levantarme con los esquís puestos. Si bien soy un esquiador intermedio, mi esposa y nuestra hija esquían mucho mejor que yo. Mi felicidad no estaba entonces en la montaña, bajándola de un modo sinuoso, haciendo zigzags. Mi dicha sosegada se escondía en el spa del hotel. En lugar de irme a esquiar, qué pereza, bajaba al spa, me daban unos masajes de cincuenta minutos y luego quedaba tendido en un área de descanso para caballeros, con la chimenea encendida, leyendo. En esos momentos de dulce y saludable pereza, era feliz a hurtadillas y me sentía por fin de vacaciones.

Apenas esquié un par de días para no decepcionar del todo a mi esposa. No lo disfruté. Solo calzar las botas de esquí, y caminar a duras penas con ellas, y cargar los esquís apoyados en mi hombro, y subir a la góndola, me dejaba ya extenuado. Era un esfuerzo físico que me abrumaba y desbordaba. Jadeaba, resoplaba, acezaba como un oso viejo y grasoso. Luego, esquiando, me caí tres veces por confiar excesivamente en mi dudosa pericia. En una ocasión, vinieron a auxiliarme dos socorristas gentiles. Me pusieron de pie y me aconsejaron que no esquiase tan deprisa. Yo no les dije lo que pensé: siempre he vivido a toda prisa, siempre he sido un suicida, no sé vivir de otra manera.

La última noche que pasamos en Vail, Colorado, cenando los tres, cada uno mirando su celular o su tableta, anuncié, melancólicamente:

-Lamento decirles que este será mi último viaje a la nieve.

Mi esposa y nuestra hija se miraron, sorprendidas.

-Ya estoy demasiado viejo para esquiar -proseguí, en tono melodramático-. Es muy peligroso. He decidido retirarme de los esquís.

Nuestra hija me miró a los ojos y me dijo, en inglés: -Como siempre, todo gira alrededor de ti.

Me quedé en silencio.

-Yo quiero regresar en marzo para mi cumpleaños -continuó ella-. Yo amo esquiar.

-Y yo también -dijo mi esposa-. Este ha sido el mejor viaje del año. Tenemos que volver pronto.

-En marzo -dijo nuestra hija-. Cuando cumpla catorce.

-Volveremos, si es lo que quieres -le dije a nuestra hija-. Pero yo no esquiaré. Pasaré las mañanas durmiendo y las tardes en el spa del hotel.

Nuestra hija sonrió con ternura y dijo, como hablando consigo misma:

-Nunca tendré unos padres normales.

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