Dejen mi bola en paz: un relato de Jaime Bayly
Me ha salido una bola en medio del estómago. Tiene el tamaño de una pelota de golf o de ping-pong. Es más grande que una canica, pero más pequeña que una bola de billar. No duele. Es meramente decorativa. Se erige como un solitario montículo en el centro mismo de mis entrañas.
Me ha salido una bola en medio del estómago. Tiene el tamaño de una pelota de golf o de ping-pong. Es más grande que una canica, pero más pequeña que una bola de billar. No duele. Es meramente decorativa. Se erige como un solitario montículo en el centro mismo de mis entrañas.
Mi esposa, alarmada, dice que la bola puede ser mortal de necesidad. Yo le digo que, si no me duele, no es mala. Ella sostiene que debo hacerme un chequeo médico. Yo me niego en redondo.
-¿Y si es un tumor? -se angustia ella.
-Déjalo tranquilo -respondo, resignado a la lenta corrupción de mi organismo, tarde o temprano-. Déjalo reposar.
A mi esposa le parece un escándalo que no me haya hecho un chequeo médico en los últimos diez años. Yo no creo en los chequeos médicos porque no creo en los médicos. Mi experiencia con los médicos ha sido fatal. Siempre me ha parecido que exageraban las cosas para sacarme dinero.
-Casi todos los médicos son vampiros -le digo a mi esposa-. Son chupasangres. Son matasanos.
Hace años, cuando todavía no conocía a mi esposa, los ojos se me pusieron de pronto amarillentos. Preocupado, tuve la mala idea de ir a un médico al que no conocía. Lo elegí por la más perezosa de las razones: porque su consultorio quedaba cerca de mi casa. Me examinó someramente, confirmó que yo era el tonto que salía en televisión y anunció que debía operarme ya mismo, porque estaba muriéndome. Tonto como soy, le creí. Me dijo que tenía el conducto biliar agujereado y que, si no me operaba, moriría envenenado por chorros de bilis que se desbordaban de dicho conducto obstruido y perforado. Me operó. Era un cabrón mexicano. Me dijo que me operaría muy temprano, a las seis de la mañana, y que, a las seis de la tarde del mismo día, me iría tan tranquilo a mi casa, del todo recuperado. Mintió con alevosía. Después de operarme, me dejó peor de lo que estaba. Me dijo que cortó por error un pedazo de páncreas. Pasé una semana en el hospital, sin poder moverme, pidiendo dosis elevadas de morfina para mitigar el dolor, el peor dolor que había conocido. A punto estuvo de matarme el cabrón mexicano. Me dijo:
-Me puse nervioso porque usted sale en televisión y es famoso.
No por cortar donde no debía me hizo descuento, por supuesto. Me cobró una fortuna. Yo no tenía seguro médico. Desconfío de los seguros médicos. En general, desconfío de los seguros, porque casi todo en la vida es inseguro, aun si está asegurado, y también descreo de los médicos.
Ahora mi esposa quiere llevarme al mismo hospital para que me sometan a unos exámenes rigurosos, exhaustivos. Yo no quiero que me ausculten la bola en la barriga. No quiero que la extirpen. Me he encariñado de ella. Es mi bebé enano, mi feto esférico de dudoso origen. Siempre quise ser brevemente mujer y estar embarazada. Los dioses me han concedido el modesto consuelo de ver crecer un cuerpo incierto adherido al mío. Lo más probable es que sea pura grasa hecha de chocolates y dulce de leche. Es entonces una bola de felicidad, una protuberancia que rinde tributo al placer, una hinchazón ovoide que me aparece por glotón. A pocas semanas de cumplir sesenta años, soy un hombre con tres bolas: dos en la bolsa testicular y una en el abdomen. No sería exagerado decir que soy un gran boludo.
No es la primera vez que me crece algo raro en un lugar indebido. Hace años, cuando todavía no conocía a mi esposa, enfermé de ginecomastia y me creció de pronto una glándula mamaria. Tenía una tetilla viril y una teta femenina. No tomé hormonas para propiciar dicha alteración. El médico que me examinó dijo que me había salido una teta pujante porque consumía muchas pastillas de toda índole. Yo me permití discrepar. Le dije que mis pechos crecían o no crecían en consonancia con mis dichos. Si yo decía a los cuatro vientos que era bisexual, entonces parecía natural que mi cuerpo se redibujara o desdibujara en consecuencia. El doctor me operó. No debí permitirle que interviniera en mis mamas. Me extirpó la teta coqueta. Todavía la echo de menos. La mujer que entonces era mi esposa recibió abatida la noticia de que yo no había muerto en la mesa de operaciones. Vi su cara de sincera aflicción cuando supo que yo seguía vivo. Lógicamente, ella estaba impaciente por heredar mi patrimonio. Al ver el disgusto dibujado en su rostro cuando me encontró aun sedado y ya destetado, comprendí que debía rehacer mi testamento.
Por eso no quiero ir al médico. Tengo la certeza, o cuando menos la sospecha, de que los médicos me dejan peor de lo que estaba. Así pasó con el conducto biliar, así ocurrió con la teta asustada. Sin embargo, una sola vez en toda mi larga existencia un doctor me salvó la vida. Yo me moría de la tristeza y la depresión y la apatía y las veinte pastillas que tomaba cada noche y ese doctor me dijo que yo era bipolar y que debía tomar solo tres pastillas. Desde entonces, soy razonablemente feliz. Desde entonces, duermo diez horas cada noche. ¿Serán esas pastillas para cohabitar en armonía con la bipolaridad las que han provocado la aparición de la bola fofa en mi vientre?
-Debe de ser un músculo que me ha crecido porque ahora hago Pilates -le digo a mi esposa-. Esa bola me ha salido cuando comencé a hacer Pilates.
Yo sé que estoy mintiéndole y ella también lo sabe. Mi esposa tiene miedo de que sea un tumor. A mi padre, cuando cumplió setenta años, le salieron unas bolas en la barriga. Murió de cáncer un año después. Mi hermana también enfermó de cáncer. Mi legendario tío rico murió de cáncer al pulmón.
-No te puedes morir todavía -me dice mi esposa-. Tu hija te necesita diez años más.
Mi hija tiene trece años. No quiero dejarla tan pronto. Quiero verla florecer. Quiero acompañarla unos años más. Tengo dos hijas mayores, pero ellas ya no me necesitan. Muy raramente responden mis correos. Por lo general, me escriben por alguna cuestión monetaria, una cuenta pendiente. Me considero un buen padre, o un padre boludo: procuro no molestar en modo alguno y, cuando me piden dinero, lo envío enseguida, sin dilaciones.
Supongo que al final me rendiré e iré con mi esposa a que me hagan un chequeo médico. De momento, trato de ganar tiempo. No debí mostrarle la bola sospechosa. En realidad, fue un descuido: estábamos echados sobre la alfombra, jugando con el perro, y ella la vio y se asustó.
-¿Y esa bola? -me preguntó, palpándola, sopesándola.
-Es mi tercer testículo -me hice el gracioso, inútilmente-. Es un huevo perdido.
Pero, por otra parte, ¿adónde, si no allí mismo, se irían todos los helados de chocolate que me permito saborear? ¿Y dónde, por ventura, se concentrarían los panqueques de dulce de leche que me aviento entre el pecho y la espalda? ¿Y en qué otro lugar de mi organismo se darían cita las pastillas de chocolate que me traen mis suegros desde mi país de origen? ¿Y dónde, si no allí mismo, en la mera bola blanda, se entremezclarían las mermeladas de fresa y de higo a las que soy adicto? Todas aquellas formas azucaradas de felicidad han amasado a no dudarlo esa bola sospechosa. La bola es entonces un hito en mi barriga, un monte en mi vientre, una isla gorda en el ancho mar de mi obesidad.
Ruego a mi esposa y a sus médicos de confianza que dejen mi bola en paz.
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