Pobres mis suegras: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Ninguna mujer ha nacido condenada a ser mi suegra. Nadie sueña con ese baldón, nadie merece esa desdicha. Pero el destino es la autoritaria regenta de un burdel que decide quién se enreda con quién, o el barman que reparte los tragos con suerte desigual, o el árbitro que nos saca tarjetas rojas cuando merecíamos amarillas


Los dioses traviesos que hicieron de mi vida un guion humorístico me han adjudicado un total de cinco suegras oficiales y un número impreciso de suegras oficiosas, extraoficiales. Las oficiales sabían que yo estaba en amores con alguien de su prole o descendencia y habían quedado atrapadas en la impredecible telaraña de mis deseos. Las extraoficiales no lo sabían y pensaban ingenuamente que yo era un buen amigo de la familia. Mal informadas, engañadas, esas suegras extraoficiales, no reconocidas, se creían mis tías de cariño y me trataban como si fuera un sobrino, sin advertir que yo había penetrado en sus familias siguiendo las apetencias que me dictaba la región calenturienta al sur del ombligo.

Ninguna mujer ha nacido condenada a ser mi suegra. Nadie sueña con ese baldón, nadie merece esa desdicha. Pero el destino es la autoritaria regenta de un burdel que decide quién se enreda con quién, o el barman que reparte los tragos con suerte desigual, o el árbitro que nos saca tarjetas rojas cuando merecíamos amarillas. El azar, ese viento caprichoso, castigó a mis suegras, se ensañó con ellas, las despeinó y desarregló y dejó peor de lo que ya estaban, antes de conocerme. Pobres mis suegras, ya es tarde para disculparme.

Mis primeras suegras me veían con estupor hablando babas políticas espesas en la televisión. Naturalmente, querían alejar a sus hijas de mí. Creían que yo quería ser político y después presidente y finalmente expresidente en el exilio porque esa era la información que yo les había suministrado, entre tés y bizcotelas. La primera de mis suegras renuentes fue la madre de Ana y al año siguiente rebajé al deshonor de ser mi suegra a la madre de Micaela. El pequeño detalle es que Ana y Micaela eran primas hermanas. Yo las quería mucho a las dos. Ellas no se querían tanto entre sí, tal vez porque competían para ver cuál era más atractiva. Flaca linda hecha de pura miel, Ana no tenía la menor curiosidad de verme desnudo y yo tampoco insistía en quitarle la ropa, así que nuestros encuentros eran fogosamente intelectuales, y yo le hablaba de política, de mi plan de gobierno, de cómo conquistaríamos el poder corriendo por la derecha, y ella, si acaso, se derretía un poco y me escuchaba, extasiada. Su madre, hermana de la madre de Micaela, pensaba que yo era un baboso envanecido, y por supuesto tenía razón, pero, como yo era de derechas y ella también, me lo perdonaba y, cuando rezábamos juntos en misa y luego comulgábamos contritos, acababa queriéndome. Si bien era formalmente mi suegra, o así la percibía yo, no corría demasiados riesgos de que yo la hiciera abuela, puesto que su hija Ana y yo no pasábamos de darnos unos besos castos, católicos, comedidos.

Después me enamoré de Micaela, rica pipiola en los juegos del deseo, pimpollo rosado por abrir, y cambié de suegra, una circunstancia que jugó a mi favor. Ahora pienso que Micaela no se enamoró de mí, sino que se compadeció de mí, se enterneció de mí, porque vino a descubrir algo que Ana y mi primera suegra ignoraban: que yo, el chico famoso de la televisión, el periodista hablantín, llevaba una doble vida, y en mi existencia no pública ni tan siquiera privada, sino rigurosamente clandestina o más bien secreta, me permitía ciertas fantasías, ciertos desafueros, ciertas transgresiones. La madre de Micaela, mi suegra segunda, era una empresaria textil y vendía sus prendas en los Estados Unidos. Era lista y emprendedora, amaba a los gatos, apreciaba la música y los libros, nos invitaba a Nueva York durante sus ferias de ropa y, por supuesto, no perdía el tiempo rezando conmigo. Sin embargo, veía con alarma mi futuro. Alguna vez, caminando con ella y su hija en Nueva York, me preguntó a quemarropa:

-¿Se puede saber de qué vas a vivir, si dejas la universidad?

Yo le había confesado que me aburría estudiando leyes.

-De la televisión -le dije, a la defensiva.

Mi suegra segunda sonrió con malicia y me dijo:

-¿Quieres ser el nuevo Kiko Ledgard?

El mítico Kiko Ledgard, animador genial, había conquistado la televisión española cuando en ese país había un solo canal de televisión.

-Me encantaría -respondí, ofuscado-. Pero no tengo su talento.

Si bien la madre de Micaela me quería, no deseaba ser mi suegra, pues consideraba, con buenas razones, que su hija merecía mejor suerte, y ella también. No le gustaba que Micaela y yo viajásemos juntos, sin su vigilancia de atenta chaperona que procuraba evitar nuestros roces furtivos, temerosa de que la hiciéramos abuela. Su hija Micaela, una ricura, me hizo hombre, me enseñó a ser un hombre, me ayudó a dejar ciertas drogas y después me dejó como si yo mismo fuese una droga. Hizo bien. Liberó a su madre del cautiverio de ser mi suegra.

La más espléndida, rubicunda y altiva de mis suegras fue la madre de Casandra, mi primera esposa. Era hija de diplomáticos estadounidenses, hablaba inglés mejor que español, parecía una modelo, una reina de belleza, y vivía obsesionada por su apariencia y por la apariencia de su bella hija afrancesada y por mi desaliñada apariencia. Nunca vio con simpatía que yo saliera con su hija. Le parecía que yo era poquita cosa. Le decía a su hija que yo no era de clase alta bien alta, que yo no hablaba francés, que yo no sabía jugar polo ni montar a caballo tan siquiera, que yo no sabía jugar golf, que yo no era socio del club Nacional, que yo no tenía suficiente pedigrí para pertenecer a su familia de linaje y abolengo. Porque en su familia todos hablaban francés y jugaban polo y eran amigos de algún duque, un conde, un marqués. Mi suegra tercera, la más altanera de todas, fue la que más me deploró, la que más parejamente me detestó y, me temo, la que más sufrió por mi culpa. Curiosamente, su hija, tras divorciarse de mí, se enamoró de un francés que jugaba polo, lo que, presumo, alegró a mi suegra tercera, quien vino a morir en la sala de operaciones, tratando de ser más espléndida de lo que ya era.

Tuve también una suegra oficial argentina en los años en que me enamoré de su hijo Martín. Era mi suegra cuarta, una señora pancha, tranquila, agradecida. Nunca me hizo un desplante, un desaire. No me trató con aspereza porque su hijo había salido del armario anunciando que era mi amante. Lo aceptó todo con la sabia, risueña naturalidad de las buenas suegras. Me trató como si fuera su hijo. Me regalaba pastillas para dormir a hurtadillas de su hijo, me mandaba helados a mi apartamento, leía mis novelas, no se perdía mis programas de televisión. Le preocupaba que yo durmiese tan mal y estuviese engordando. Me ayudaba dándome somníferos y comiendo pizzas y empanadas conmigo. A veces incluso íbamos juntos a la peluquería y ella se hacía las manos, mientras yo me hacía los pies. Creo que mi suegra argentina no me veía como un varón. Creo que me veía como si yo fuera una señora gorda, y así me quería más. Yo le regalé un apartamento cuando se separó de su marido, que era un cero. Y a veces la visitaba y ella prendía velas y recordábamos a la hija que perdió por culpa del cáncer y después me decía ¿te caliento unas empanadas?

Hace poco vino a visitarnos mi suegra quinta, la más buena y generosa de todas, porque cumplía setenta años y queríamos agasajarla. Como de costumbre, llegó cargada de regalos para su hija Silvia, para su nieta y para mí. Me regala siempre una ropa muy fina que yo por austero no compraría y que me queda perfecto, pues tiene un ojo notable para acertar con las tallas. Ya se ha jubilado, le gusta ir al club de playa, es muy querida por sus amigas y parientes. Le pregunté cuáles son sus nuevos propósitos, tras cumplir setenta años.

-Quiero vivir tranquila, en paz -me dijo, bebiendo una copa de vino blanco-. No quiero que me busquen para darme quejas o traerme problemas.

Después me dijo que quería bajar de peso.

-No hagas dietas -le aconsejé-. Come todo lo que te dé la gana y vivirás más años.

Luego le pregunté a su esposo, mi suegro, un caballero honorable, a la antigua, que ha cumplido ochenta años, cuál es ahora su misión en la vida.

-No viajar más -dijo, serenamente-. No ir más al aeropuerto.

Pensé: pronto cumpliré sesenta años y yo también estoy cansado de viajar. Luego me dije: en adelante, yo mismo seré mi propia suegra querendona y me cuidaré como ninguna de mis suegras oficiales y extraoficiales me ha sabido mimar.

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