Ochenta y cuatro años cumplidos, pícara como una jovencita, atenta siempre a los aniversarios de los demás para hacerles los regalos más lindos con las tarjetas más amorosas, segura de que ha cumplido humildemente el destino que Dios le tenía reservado, Doris Mary siente que no ha vivido en vano cuando, desbordada de amor, los ojos iluminados por una antigua e incesante ternura, contempla a sus hijos, a sus nietos, a sus bisnietos, y espera serenamente el fin, extranjera a toda forma de miedo o temor, y sin dudar de que lo mejor está todavía por venir.