Daniel Loewe: “Decir que quienes no cumplen con su deber ciudadano faltan a la moral, es casi una moralina”
El autor de Ética y coronavirus toca dilemas y problemas asociados a la trazabilidad, al tiempo que aborda los razonamientos morales en juego tras más de un año de pandemia.
Cuando esto partió, fue como la irrupción de un desastre natural para el que no estábamos preparados, sobre el que no teníamos conocimiento. Estábamos bajo mucha incertidumbre”, dice Daniel Loewe (50), profesor de la U. Adolfo Ibáñez especializado filosofía política, filosofía moral y ética.
Eso fue hace un año, cuando la pandemia recién arrancaba y este doctor de la U. de Tübingen iniciaba la redacción de un libro que vería la luz en agosto pasado, Ética y coronavirus, donde las preguntas fueron varias: ¿Es éticamente defendible restringir las libertades en pos de la salud? ¿Es correcto proteger la salud a costa de otros bienes? Y si lo es, ¿lo es indefinidamente, o hasta qué punto? ¿Hay que evitar la pérdida de vidas sin considerar las consecuencias?
Un año después, observa, “seguimos bajo incertidumbre, pero sabemos mucho más que hace un año”. Por entonces, “la gran mayoría aceptó como algo indiscutible que nuestras libertades y derechos fundamentales podían ser restringidos en pos de la protección de la salud o, dicho de manera más extrema, que la protección de la salud se debía llevar a cabo a cualquier costo”. Hoy, remata, “la protección de la salud a cualquier costo sigue siendo la frase mágica dominante, pero creo que hay más reflexividad acerca de las ponderaciones que están en juego y de la negatividad de muchas de las consecuencias”.
“La salud es un gran bien, quizás el más grande de todos, pero no es un valor”, declaró su colega André Comte-Sponville a este diario. ¿Cómo lo ve?
Entre las cosas valiosas para nosotros hay bienes del tipo más variado, y ciertamente la salud es solo uno de ellos. Pero perseguir la salud o la protección de la vida frente a la enfermedad a cualquier costo, incluso puede llevar al punto de hacerlo a costa de todos aquellos otros bienes que hacen que nuestra vida sea valiosa. Un absolutista de la vida llegaría al absurdo de defender la vida como una especie de envoltorio vacío.
Cada uno de nosotros realiza permanentemente ponderaciones entre su vida, su seguridad, la extensión de su vida y un montón de otros bienes, como los que refieren a los disfrutes hedónicos. Bebemos alcohol, fumamos cigarrillos: el alcohol y el cigarrillo matan, lo sabemos, pero preferimos un disfrute hedónico. Permanentemente escogemos realizar actividades que ponen entredicho la seguridad de nuestra vida, porque valoramos muchas otras cosas, además de la extensión y de la seguridad de nuestras vidas. Y, como sociedad, también lo hacemos: ponderamos, mediante nuestras leyes, normativas y políticas públicas, entre diferentes bienes. Las políticas públicas jamás han aspirado a proteger la vida a cualquier costo. Si nos interesara tanto la vida, el programa AUGE incluiría muchas otras enfermedades.
¿Cómo asoma hoy el conflicto entre razonamientos morales?
Hay dos modos de razonamiento moral que usualmente se presentan como contrapuestos: la deontología y el utilitarismo. La deontología establece lo correcto a base de los deberes y los derechos de las personas, mientras el utilitarismo lo establece a base a aquello que maximice el bienestar social. Desde la perspectiva deontológica, muchos han interpretado la pandemia como una ocasión en la que tenemos que hacer todo lo posible por salvar vidas, y algunos han considerado que de lo que se trata es de maximizar el bienestar social. Son dos caminos completamente diferentes.
Considere las consecuencias negativas de las medidas restrictivas: somos seres sociales que hemos logrado nuestro éxito evolutivo a través de estrategias de cooperación. Estar separados de los otros nos torna agresivos, ansiosos. Con los encierros aumenta la violencia de género y la violencia, en general. Aumentan las brechas educativas, aumenta la ansiedad. La gente pierde sus ingresos, no puede cumplir con sus obligaciones fundamentales, se ve dañado el valor de la propia vida. Aumentan también las enfermedades. Si usted hiciese una ponderación y escogiese el curso de acción que maximizara el bienestar, las medidas serían muchísimo más laxas y menos restrictivas de las libertades.
Mi punto es que estos dos modos de razonamiento moral, tomados por sí solos, son malos. La perspectiva deontológica no toma en consideración el hecho de que la protección de la vida ocurre con costos demasiado altos. No puede ser que el dolor, que la depresión, que la ansiedad, que el dolor de las mujeres golpeadas se vaya por el desagüe de la lucha contra el coronavirus sin ser notado. La perspectiva utilitarista, en tanto, también es insuficiente: hay ocasiones en que lo correcto es algo diferente a maximizar el bienestar.
Lo que nos debemos
Vivimos probablemente en las sociedades más seguras que ha habido en la historia de la humanidad, observa Loewe vía Zoom, lo que no nos ha despojado de nuestro miedo atávico a la muerte. Y a la enfermedad.
“Nunca antes en la historia de la humanidad habíamos podido vivir vidas tan largas, vidas tan sanas, vidas tan educadas, vidas con menos hambre”. Ahora bien, eso mismo ha hecho que nos resulte tan difícil la renuncia: “Estamos tan acostumbrados a vivir en sociedades seguras, que nos resulta muy difícil renunciar a esas seguridades. Y por eso, creo, consideramos que el coronavirus es una tremenda amenaza para cada uno de nosotros, para nuestra sociedad y, según algunos han planteado, incluso para la existencia de la especie”.
Históricamente, añade, las pandemias siempre han sido muy dañinas: por cómo operan, por cómo se muere, por el estigma que dejan. “En el caso del coronavirus, es una enfermedad que, si morimos por ella, vamos a morir probablemente en situaciones bastante tristes. Vamos a morir solos, sin poder despedirnos de los nuestros, y en estos casos estamos frente a riesgos que se nos imponen externamente, por los que no podemos ser considerados como responsables, y que implican un tipo de muerte tan atroz que lo que nos debemos como miembros de la sociedad es evitar el peor de los escenarios, el que se da cuando el sistema de salud colapsa. Pero no nos debemos mucho más como miembros de la sociedad”.
La trazabilidad en Chile no ha andado bien, y parte de la explicación va por el lado de que hay gente que no quiere “echar al agua” a sus contactos estrechos…
Es un tremendo problema. Las medidas restrictivas son restrictivas de libertades y derechos fundamentales. En sociedades democráticas estamos acostumbrados a hacer uso de esas libertades y derechos fundamentales, y no nos damos cuenta de cuán importante son. O nos damos cuenta cuando nos faltan. Una pregunta fundamental es si hay algún modo de alcanzar las metas de control de la pandemia que implique restringir menos estas libertades fundamentales. Y hay dos modos: uno es encerrar a las posibles víctimas, como se hizo al prohibir que los mayores de 75 años salieran de las casas. Yo creo que ese es un camino que muestra una falta de respeto absoluta hacia las personas.
Pero hay otro camino, el de la trazabilidad, donde la libertad de menos individuos se ve afectada, y donde los individuos cuyas libertades se ven afectadas son o pueden ser una amenaza para los otros. Es un camino muchísimo más aceptable desde la perspectiva de las libertades, aun si pocas sociedades en el mundo han tenido las capacidades técnicas para seguirlo. Eso sí, implica “conflictos de lealtad”: por una parte, tenemos un deber de no dañar a los otros; por otra, tenemos también lealtades hacia algunas personas, hacia amigos que si fuesen confinados no podrían satisfacer sus necesidades o las de sus familias. Creo que el deber social prima cuando las consecuencias que amenazan a nuestros contactos estrechos no son tan grandes: cuando no queremos dar el nombre de alguien porque suponemos que al ser confinado va a tener incomodidades, estamos faltando a nuestro deber fundamental como miembros de la sociedad, aunque tengamos razones para creer que ese alguien no va a cumplir con sus deberes más fundamentales una vez confinado. Es un tremendo dilema: la obligación es evidente, pero hay obligaciones que también tenemos, que son particulares, y si el daño que amenaza a nuestros contactos estrechos es real, entonces mucho parece hablar a favor de no hacerlo.
Pero aquí hay espacio para la política pública, para impedir las consecuencias más fuertes que se siguen del confinamiento, como la pérdida del ingreso. Lo otro, decir simplemente que las personas tienen que cumplir con su deber ciudadano, y que si no lo hacen están faltando a la moral, es casi una moralina.
Se ha planteado un problema de incentivos respecto de la trazabilidad: quienes más y mejor trazan, más riesgo tienen de ser “castigados” con restricciones en sus comunas. Moralmente, ¿eso está en otro lugar?
Es completamente diferente. Los funcionarios públicos tienen que cumplir con su deber, independientemente de las consecuencias adversas que puedan visualizar. Aunque no los reelijan como alcaldes, tienen que cumplir su deber. La labor de cualquier funcionario público -y esta es una parte fundamental de la ética pública- es cumplir con la función establecida para ellos y con los deberes éticos que la acompañan. Cualquier otra cosa es impresentable. D
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.