José Antonio Viera-Gallo: “Los jóvenes que hoy están en política son mucho más realistas que nosotros a su edad”

JOSE ANTONIO VIERAGALLO
14.05.2020 ENTREVISTA A JOSE ANTONIO VIERAGALLO EN SU RESIDENCIA EN VITACURA. FOTORAFIAS PARA LT TERCERA FOTOS: PATRICIO FUENTES Y./ LA TERCERA

Acaba de publicar su propia traducción de El príncipe de Maquiavelo, con un prólogo de 100 páginas que, sin querer queriendo, es también un retrato de la cultura política de su generación, justamente la que movió los hilos en la historia reciente de Chile. Viera-Gallo fue diputado, senador, ministro y embajador, y la excusa de Maquiavelo le sirve aquí para contar cómo ha entendido el ejercicio del poder, pelearse con los “profetas desarmados” y analizar los errores que hoy limitan a la derecha y desorientan al progresismo.


En su introducción a El príncipe (Tajamar Editores) plantea que el mundo está atravesando “un momento maquiaveliano”. Suena inquietante.

Con esa expresión –que no es original mía− me refiero a que vivimos un cambio de época que ha puesto en cuestión los sistemas establecidos de ideas, las ideologías, las doctrinas, y también el modo en que los ciudadanos conciben su participación en la política. Y Maquiavelo (1459-1527) fue testigo y quizás el observador más agudo de los acontecimientos que dieron origen a la modernidad. Había caído Bizancio −el último vestigio del Imperio romano−, el conocimiento había salido de los monasterios gracias a la imprenta, surgían grandes avances científicos y astronómicos, y con todo esto emerge el humanismo cívico renacentista, una nueva idea del mundo y del ser humano basada en su libertad para encauzar su destino. Y como gran telón de fondo, se descubre América, símbolo de un mundo nuevo y desconocido. Y ocurre que nosotros, al menos los de mi edad, hemos visto cambiar el mundo de una manera brutal. La sola desaparición de la URSS fue casi como la caída de Bizancio. Y así como la imprenta llevó el conocimiento a la nobleza europea −no al pueblo, que no sabía leer−, internet produjo la democratización completa del conocimiento. Eso es muy fuerte para el sistema de gobierno, porque la información se adelanta a las comunicaciones oficiales y cada ciudadano se pronuncia inmediatamente por las redes sociales.

Lo cual obliga a pensar de nuevo cómo se legitima la autoridad, el mismo problema que intentó resolver Maquiavelo.

Y lo interesante es que él no ofrece una receta que podría ser anacrónica después de 500 años. Lo que hace es narrar los hechos políticos de su época, confrontarlos con la historia de Grecia y de Roma y proponer orientaciones que son una incitación a pensar. Además, describió la política sin tapujos, tal cual la vio, no como debiera ser. Y aconseja a los políticos que eviten confundir la realidad con sus ideales, porque si lo hacen van a fracasar. Por eso muchos dicen que es el fundador de la ciencia política, y Hannah Arendt llega a decir que en sus escritos está contenido todo el ideario de la modernidad.

Para muchos liberales del siglo XX, su mérito fue plantear el dilema real de la vida pública: no existen los caminos del bien y del mal, porque los principios éticos siempre entran en contradicción.

Bueno, lo estamos viendo con la pandemia. Es muy fácil decir “siempre debe primar la salud”. ¡Obvio, quién va a discutir eso! El problema del gobernante es cómo, en la práctica, se cuida la salud y se procura que la sociedad siga funcionando para evitar un desastre mayor. No puede priorizar uno de esos bienes en forma absoluta, y ahí es donde los principios éticos se empiezan a ensuciar con la contingencia.

Ese ejemplo es decoroso, pero usted también cita el problema que describió Weber: para evitar un mal, a veces hay que hacer algo malo.

El ejemplo más claro de eso en el siglo XX fue la bomba atómica sobre Japón. La justificación para tirar la bomba fue que, si el Imperio japonés no se rendía, la guerra en el Pacífico iba a durar eternamente y los muertos iban a ser millones. No defiendo la decisión final, pero ese era el dilema: elegir uno entre dos males enormes. Pero creo que, después de las guerras mundiales y de la Guerra Fría, la humanidad cruzó un umbral y se dio ciertos parámetros éticos y jurídicos para controlar al poder. Hoy, espero, ciertas armas y acciones están fuera de las posibles elecciones de los gobernantes. Pero nunca sabemos.

¿Cree que todo político que llega a cargos importantes está expuesto, alguna vez, a tener que mentir o ser poco transparente en aras del bien común?

Sí, o a cosas peores. Por ejemplo Obama, a quien yo admiro, autorizó asesinar a Bin Laden y tirar su cadáver al mar. No lo capturaron para llevarlo a una corte y juzgarlo conforme al derecho. Y muchas veces la “mano humanitaria” de los franceses en países africanos es bastante pesada. Lo que uno no puede permitirse es decir “ah, no hay nada que hacer, el poder es siempre igual”. No es siempre igual. Cuando los gobernantes son elegidos democráticamente, los niveles de abuso son mucho menores. Mi padre era diplomático y todos los países donde crecí eran dictaduras o gobiernos autoritarios: el primer gobierno de Perón, Trujillo en República Dominicana, Odría en Perú, Olivera Salazar en Portugal, con Franco al lado… O sea, me formé en dictaduras. Y veía la diferencia con la sociedad chilena, que era muy democrática, institucional. Creo que valoramos poco el hecho de que esa tradición haya sido capaz de sobrevivir a 17 años de dictadura.

También valoramos poco, reclama usted, a Maquiavelo como inspirador de libertadores. Cuenta que Bolívar, Francisco de Miranda y los padres fundadores de Estados Unidos lo tuvieron muy presente.

Así es. Vieron en Maquiavelo al gran defensor de la república, que en esa época era una idea muy poco probada. Entonces, los libertadores de las colonias querían fundar algo distinto de la monarquía, pero no sabían muy bien cómo. Y ahí, entre otras lecturas, fueron a descubrir el humanismo cívico florentino y se encontraron con que Maquiavelo perseguía lo mismo que ellos: la libertad y el necesario equilibrio que debe haber en una sociedad para conservar esa libertad, para lo cual recomienda las instituciones republicanas. Por eso le dice al nuevo príncipe: “Cuidado, no vaya a ser que después de tomar el poder y hacer todas tus hazañas te quieras convertir en un tirano. Tienes que establecer un Estado republicano, con leyes”. Esto es muy claro en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, de los cuales incluí algunos fragmentos al final del libro.

Ahí reivindica la sabiduría del pueblo, pero en El príncipe constata que los ciudadanos tienden a exculpar los abusos de los gobernantes mientras los resultados sean buenos.

Es que los gobernados son tan humanos como los gobernantes. Maquiavelo define al hombre con la imagen del centauro Quirón, que es un maestro muy sabio pero también tiene una dimensión bestial. De esa contradicción no se escapa nadie. Por eso es bastante hipócrita cuando se exige una política en que las personas sean como ángeles, sin ningún traspié. Y al final, efectivamente, lo que se enjuicia son los resultados. La gente dice “bueno, este señor o señora comprendió mis problemas y ayudó a resolver algunos”. O “intentó y no pudo, no lo dejaron”. Lo que los ciudadanos no perdonan, y en eso Maquiavelo tiene razón, es la inoperancia, que el gobernante no tenga dedos para el piano. Es lo que está pasando en Brasil con Bolsonaro: más allá de una cosa u otra, la gente ya se cansó de tanto lío en su gabinete, de que se pelee con medio mundo, de que sea incompetente ante la pandemia. Maquiavelo le advierte al gobernante que le conviene más ser respetado que ser amado. No odiado, pero sí respetado. Cuando ya no lo respetan, su autoridad se disuelve.

¿Ese podría ser el drama de Piñera?

La manera en que él enfrentó el estallido, efectivamente, mermó la credibilidad en sus capacidades, y eso produjo un debilitamiento muy fuerte de la autoridad presencial. Ante la pandemia siguió un poco mejor la recomendación de Maquiavelo: adapta tu naturaleza a las circunstancias.

Otra recomendación era “no enfrentes los problemas antes de haberlos entendido, porque los vas a agravar”. ¿Cree que ese fue el error de Piñera ante el estallido?

Sí. Creo que él se obnubiló y se salió de sus parámetros, no supo cómo enfrentarlo. Por eso hizo cosas tan contraproducentes.

Desde octubre a la fecha, la derecha ha mostrado poca capacidad para entender cómo piensan y sienten sus opositores. ¿Diría que ustedes eran mejores en eso?

Lo que pasa es que la izquierda, desde la vuelta de la democracia, siempre ha comprendido que para hacer cambios necesita mayorías amplias. La derecha, en cambio, como maneja muchas riendas de poder en la sociedad, no tiene en su ADN la necesidad de ir a buscar el acuerdo con los otros, le falta ese instinto. De ahí su escasa consideración por las organizaciones sindicales, por ejemplo. Y en el parlamento sólo les interesa si necesitan los votos. Más aún, yo creo que la élite de la derecha gobernante ha llegado al convencimiento de que no es posible un acuerdo de fondo con la oposición, ni siquiera con algunos sectores. Estos llamados a la unidad, al diálogo, se hacen casi como un rito, porque es lo que hay que hacer, pero asumiendo que no va a ocurrir.

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14.05.2020 ENTREVISTA A JOSE ANTONIO VIERAGALLO EN SU RESIDENCIA EN VITACURA. FOTORAFIAS PARA LT TERCERA FOTOS: PATRICIO FUENTES Y./ LA TERCERA

¿Y eso porque consideran que la centroizquierda perdió su sensatez de antaño?

Puede que se lo cuenten a sí mismos en esos términos, pero es sobre todo porque no sienten la necesidad. Salvo que la urgencia los obligue, como pasó en noviembre cuando la situación se salía de control. Pero si no, les basta con ir ley por ley.

Algunos creen que el triunfo de Piñera en 2017, al ser tan expresivo, le generó a la derecha la falsa ilusión de que ya era mayoría en el nuevo Chile.

A ellos les pasó lo mismo que al segundo gobierno de Bachelet: no quisieron tomar en cuenta que más del 40% de la gente no había votado. Entonces creyeron que tenían un gran mandato de dar un vuelco de timón, pero eso no tenía sustento en ninguno de los dos casos. Piñera todavía dice “una inmensa mayoría nos dio el apoyo”. No fue así. La mayoría de la gente se mostró indiferente o contraria a su mensaje. A propósito de esto, en El príncipe hay buenos consejos sobre cómo introducir cambios en la sociedad. No hay que cacarear mucho los cambios, dice Maquiavelo, porque asustas a los que tienen algo que perder, mientras aquellos que apoyan esos cambios nunca están tan convencidos: como sólo ven promesas y no beneficios tangibles, a la primera dificultad se pueden desembarcar.

¿Ahí está colando una crítica al discurso original de la Nueva Mayoría?

[Se ríe] No, yo creo que siempre, si uno quiere hacer cambios de verdad, que resulten, no hay que andarlo diciendo en tono refundacional, porque provocas mucha tensión inútil. Si uno mira en retrospectiva la “revolución en libertad” de Frei o “la vía chilena al socialismo” de Allende, al final esas consignas generaron rechazo en la sociedad. Tal vez hubiera sido más astuto hacerlo de un modo tal que permitiera ir afianzando los cambios progresivamente. Por ejemplo, yo creo que si Allende hubiera sido presidente el año 58, habría tenido un gobierno más realizador y más tranquilo. Pero llegó al poder cuando las energías estaban demasiado cargadas en el mundo.

Escribe en el prólogo: “El cambio no llegará de la mano de los ‘profetas desarmados’, que ahora no predican desde los púlpitos sino desde las aulas universitarias y las redes sociales”.

Maquiavelo llama “profeta desarmado” a ese que cree que, porque hace un discurso o escribe algo que le parece justo, la realidad se va a doblegar a sus deseos. Eso no pasa y la política tiene sentido cuando logras que tus propósitos se hagan realidad, siempre parcialmente, porque nunca vas a transformar el total. Y eso supone otra idea que he entendido con el tiempo: la política, a diferencia de otras obras humanas, no tiene un final. Una obra de arte o de ingeniería tú la terminas, pero la política es como una obra de teatro que se va a representar hasta que termine la humanidad. Y a uno le toca un período muy limitado, entonces tienes que pensar “qué puedo hacer yo en mis años de actividad pública que realmente ayude a la gente”. ¿Lograr la redención de la humanidad? No, no voy a lograr eso. En ese sentido, Maquiavelo es muy realista: él cree que el conflicto entre la élite, que tenderá a abusar de su poder, y el pueblo, que se va a defender, va a existir siempre y no se puede resolver. Por lo tanto, va a haber libertad en una sociedad si la política crea instituciones que canalicen ese conflicto, no si pretende disolverlo en una armonía definitiva.

Rescatando esa misma idea, teóricos del nuevo populismo de izquierda (Ernesto Laclau, Chantal Mouffe) han recurrido a Maquiavelo para defender una política que asuma el antagonismo entre el pueblo y las élites. Usted les contesta en el libro.

Sí. Es verdad que algunas experiencias populistas hicieron avanzar a las masas obreras, como en Argentina a los “descamisados” de Evita, pero al costo de crearle enormes problemas a la sociedad que después fueron muy difíciles de resolver. Esta idea de que hay un pueblo homogéneo, salvador, que encarna una serie de valores y se opone a la élite de forma frontal, creo que no es real y no conduce a nada. Al final, de ese pueblo va a surgir una especie de Napoleón o de nuevo César que va a imponer por vía autoritaria los cambios. Creo que América Latina está cansada de eso. Si algo enseña Maquiavelo es que sería muy absurdo esperar que esa nueva élite populista no entre en contradicción con el pueblo. Por eso hay que apostar a que las instituciones funcionen bien y a que el pueblo tenga en ellas un protagonismo importante.

JOSE ANTONIO VIERAGALLO

La segunda oportunidad

Ser muy pragmático al evaluar los medios no le impedía a Maquiavelo soñar en grande respecto de los fines. Usted pertenece a una generación que no pudo conjugar las dos cosas: tuvo grandes sueños, pero al aceptar el pragmatismo se retractó de ellos.

Lo diría de otra manera: nuestra generación fue la de aquellos que quisieron alcanzar el sueño con facilidad. Eran los años 60 y en el mundo entero se puso todo en cuestión, se quiso hacer todo de nuevo de una forma muy radical. Pero todo eso terminó muy mal. Obviamente fue una generación que no calibró las dificultades que había para realizar esos sueños. Pero con nosotros pasó algo que yo siempre agradezco, y es que se nos dio una segunda oportunidad. Cien años de soledad termina hablando de una generación que no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra, pero nosotros sí la tuvimos, y nos sirvió para saldar cuentas, restañar heridas, y para devolverle al pueblo la confianza en sí mismo más que en las ideas utópicas de los libros. Yo no miro eso como una renuncia, para nada.

En los días más ásperos del estallido social, Eugenio Tironi planteó en una columna que su generación debía dejar testimonio de sus errores, pero resignarse a la inutilidad del gesto, porque las generaciones sólo aprenden de sus propias caídas. ¿Coincide?

No, soy un poco más optimista. Y veo que los jóvenes que hoy están en política son mucho más realistas que nosotros a su edad. Hay un cierto conocimiento acumulado, se han podido transmitir experiencias y la gente se da cuenta de que el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones. Otra cosa es que en las redes sociales se perciba un fanatismo irracional, que juzga todas las cosas conforme a una división entre el bien y el mal. Pero si pensamos en el Frente Amplio, sus grupos más relevantes −RD, Boric y otros grupos, uno se pierde entre tantas siglas− suelen ser bastante realistas en sus planteamientos. Yo creo que el verdadero test para esa generación va a ser la Convención Constituyente. Porque ellos ponen mucha esperanza en ese nuevo texto, pero van a tener que concordarlo con mucha gente que no piensa igual que ellos.

¿Se pica cuando los jóvenes dicen que ustedes hicieron las cosas más o menos mal?

O sea, depende de cómo se diga y con qué intención. Si hay un diálogo para tratar de entender y después las posiciones son diferentes, es normal. Cuando se fundó el Mapu nosotros hicimos un juicio muy crítico de la generación que respaldaba a Frei Montalva, así que no deberíamos extrañarnos tanto. Ahora, cuando la crítica es más bien mordaz y es un arma política para afirmar liderazgos que todavía no tienen mucho apoyo ciudadano, eso claro que molesta.

Participó en las negociaciones del 89 y fue el primer presidente de la Cámara en la transición. Considerando las críticas que les hacen, ¿se atrevería a decir que, además de prudentes, fueron astutos?

Creo que fuimos bastante astutos. Y también, quiero decirlo, valientes. Porque es muy fácil hablar hoy, pero otra cosa es echar a andar una democracia con el dictador al mando del Ejército, apoyado por casi toda la derecha, con un apoyo muy grande del empresariado, de la prensa y también del 30% de la gente. El choque frontal contra ese bloque de poder hubiera llevado a una situación que no le servía al país. Y quizás la gente no se daba cuenta, pero hubo momentos muy difíciles. Para quienes los vivimos, el “boinazo”, la captura de Contreras en el gobierno de Frei, no fueron momentos sólo de prudencia, sino también de coraje. Además, la Concertación logró dos cosas que sólo se logran de vez en cuando: restablecer la estabilidad democrática, el valor de la libertad y de los derechos humanos, y a la vez acertar con un camino de desarrollo social y económico. Como toda obra humana estuvo llena de insuficiencias y errores, pero hay que tener muy en cuenta el punto de partida para juzgar desde el punto de llegada.

En la Concertación, usted era del bando autocomplaciente. Todo lo que pasó entre las protestas de 2011 y el estallido de 2019, ¿le ha hecho pensar que quizás los autoflagelantes tenían razón?

No. Creo que el grupo autoflagelante, en general, todavía tiene esa carga utópica que lo hace tan poco práctico para plantear los problemas: “Ah, es que no se resolvió el problema de fondo”. Obvio que no. Pero, por ejemplo, la reforma de salud de Lagos, de la que participé mucho, fue un paso gigantesco sobre el que podemos seguir construyendo ahora. Lo mismo la pensión solidaria de Bachelet. Lo que sí es verdad es que, por los vetos de la derecha y también, quizás, por falta de voluntad y de visión suficientes en la Concertación, se fueron dejando problemas pendientes. Pero hoy, por el estallido social, por la apertura de algunos sectores de la derecha y porque el mundo también ha ido cambiando, hay más posibilidades de caminar hacia un Estado social. ¿Queremos aprovechar ese espacio? Bueno, entonces no nos quedemos en añoranzas: consigamos las mayorías necesarias para eso y evaluemos cuáles son las reformas posibles de realizar en los cuatro años del próximo gobierno.

Contaba que su padre fue diplomático, y en su libro se percibe una clara afinidad con esa política que resolvía los diferendos en prudentes conversaciones. ¿Qué le parece que esa forma de hacer política lleve hoy el estigma de la cocina?

No, yo creo que la política siempre se va a mover en el filo del equilibrio entre la transparencia y la participación, por un lado, y la necesaria autonomía de las instancias donde se toman las decisiones, por otro. Eso nunca va a ser una plaza pública, es imposible. Como decía Rousseau: si el pueblo se puede autogobernar, ¿para qué hay gobierno? Hay gobierno porque las sociedades complejas y masivas no se pueden autogobernar, entonces sus representantes tienen que ponerse de acuerdo, negociar, transar, imponer… Según como se vayan dando las circunstancias, se van conjugando los verbos. Y en una democracia moderna eso es cada vez más transparente, porque además del parlamento se están creando nuevos mecanismos de participación. Pero aun así yo, ciudadano, me enteré por televisión de que las fuerzas políticas habían acordado un plebiscito para una asamblea constituyente, y sería muy ridículo de mi parte decir “ah, no, no vale porque no tomaron en cuenta mi opinión”.

¿Qué le gustaría leer en la futura Constitución?

Me conformo con sólo dos cosas. Primero, que se terminen los quórums supramayoritarios, porque para mí ese es el quid del asunto: pasar de una democracia más asociativa a una mayoritaria. Y segundo, que enfrentemos el tema mapuche. En Bachelet 1 estuve ocho meses a cargo de ese tema y me di cuenta de la gravedad del asunto, de lo atrasados que estamos.

De todos los políticos que vio en acción, ¿en cuál reconoció una mejor combinación de virtudes?

Yo diría que en Aylwin. Creo que fue la síntesis ejemplar entre lo posible, como decía él, y una cierta afirmación de principios. Algo similar pasa con Lagos. Bachelet y Gabriel Valdés, cada uno a su manera, también fueron sobresalientes. Ahora, si me atengo a la palabra que usaste, el político más virtuoso es sin duda Bernardo Leighton. En el momento dramático del golpe de Estado, creo que Leighton fue la conciencia moral de la sociedad chilena, grandeza que le pagaron con un atentado para matarlo.

¿Le ha costado dejar el mundo del poder?

No, fíjate. Los años pasan y uno entiende que pertenece a una generación que ya cumplió su papel.

Pero perder la capacidad de influir deber dejar algún vacío.

Sí, pero yo siempre me moví entre la pasión política y la intelectual, así que también es un momento privilegiado para escribir y pensar. Y bueno, en el ámbito de la vida cotidiana uno siempre se ve con gente que toma decisiones y ahí puede dar opiniones. Yo miro con preocupación el futuro del país, veo muy desorientado al progresismo. Cuando me tocó ser candidato −perdí una elección y gané tres− siempre me llamó la atención que la gente es más sabia de lo que uno piensa: no se traga las ruedas de carreta con facilidad. Entonces siempre pensé que, en vez de hacer tantas promesas, hay que convocar a la gente a seguir un camino que nos lleve a algún lugar. En la transición, ese lugar fue un horizonte de estabilidad democrática y progreso común. Pero hoy la tradición progresista chilena, desde el humanismo cristiano hasta el socialismo, ni siquiera puede perfilar a un candidato en las encuestas. Es bastante serio. Hay quienes creen que, después del estallido social, estamos en el albor de una nueva ola progresista. Me cuesta ver esa ola.

Pero sí se ve que el estallido izquierdizó la agenda.

Sí, pero estos estallidos dejan mezclas de muchos sentimientos y está por verse cómo va a votar la gente. Creo que veo más claro el riesgo de involuciones autoritarias y conservadoras.

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14.05.2020 ENTREVISTA A JOSE ANTONIO VIERAGALLO EN SU RESIDENCIA EN VITACURA. FOTORAFIAS PARA LT TERCERA FOTOS: PATRICIO FUENTES Y./ LA TERCERA

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