Ricardo Palma Salamanca: "Desde el día de mi liberación me prometí, con una férrea voluntad, no volver al encierro"

Ricardo Palma Salamanca. Imagen-Salamanca-3.jpg-(24454542)
Ricardo Palma Salamanca.

En la reedición de su libro "El Gran Rescate: Desflorando al viento", en que relata la fuga desde la Cárcel de Alta Seguridad, el exintegrante del FPMR, requerido en Chile por el crimen del senador y fundador de la UDI, Jaime Guzmán, aborda sus años de clandestinidad.


A la espera de que la Corte de Apelaciones de París dicte el próximo 23 de enero la sentencia sobre la solicitud de extradición por parte del Estado Chileno, el comité Pro Asilo de la Familia Palma-Brzovic ha continuado con actividades a favor del exsubversivo Ricardo Palma Salamanca, requerido en nuestro país como autor material del asesinato de Jaime Guzmán Errázuriz el 1 de abril de 1991, el secuestro de Cristián Edwards y el crimen de agentes de la dictadura, hechos por lo que está condenado en Chile a 30 años de prisión y dos cadenas perpetuas.

Dentro de las actividades de recaudación de recursos, está el relanzamiento este sábado en la Fiesta de los Abrazos de El Gran Rescate, libro escrito por "el Negro" que recoge la experiencia de la fuga de la cárcel de Alta Seguridad, junto a otros frentistas, en 1996.

Para esta obra, Palma Salamanca escribió un nuevo prólogo, al que accedió La Tercera PM, en que relata su experiencia en la clandestinidad y que se publica íntegramente a continuación:

[caption id="attachment_481950" align="aligncenter" width="337"]

rescate.jpg

Portada de El gran rescate.[/caption]

"La simbología del río siempre me llamó la atención. Yo vivía cerca de un río y logré evidenciar su furia en época de aguas profundas, junto al poder imparable de sus corrientes. Tarde o temprano los ríos vuelven a su cauce, retornan como si fuera una imperiosa fuerza de la memoria. Retornan e invaden como un ejército histérico y desenfrenado lo que les pertenecía, aquellos canales olvidados y resecos por el sol. Recobran sus territorios y sus vastas zonas dominadas desde el silencio y el olvido. Desde la precaria sombra que creíamos haber dejado atrás.

La historia funciona como un río. Recobra su estado primigenio de relato al encontrar a sus actores. Todos somos peones de la historia. Retornamos una y otra vez a aquello que deseamos evitar con la más imperiosa necesidad, la más poderosa piedra de la negación. Subjetividades antojadizas, pretextos de un diálogo con lo inevitable, con aquello inconcluso. El beso nunca dado, la mano jamás tomada o la mirada que no nos atrevimos a cruzar. El silencio entre dos enamorados inconclusos, la transición lenta entre el otoño y la primavera, la primera luz. Volvemos siempre al origen. La ola de la historia nos arrastra como niños a la orilla del mar, cuya figura dibujada sobre la arena se va difuminando por el recorrer de las mareas.

Escribí este libro después de haber sido parte de una operación de rescate. Tres personas más y yo volamos como desterrados del infierno. Cadáveres excomulgados. Retornados de la muerte, a la cual nos prometimos jamás volver. Fuera de todo orden ideológico, la cárcel es el espacio donde el hombre deja de ser hombre para convertirse en una amalgama de resistencias diarias, que va perdiendo poco a poco lo humano. Dejas la humanidad propia y te conviertes en una corteza adjetiva. Antecedente indiscutible para tratar de salvar a un hombre. Un hombre que se salva, salva a la humanidad completa. Si salvamos a los hombres, salvamos a la humanidad. La humanidad se salva por un hombre. Un hombre salvado es el epílogo de lo humano. Nos salvamos. Esto quiere decir que en un hombre habita la humanidad completa.

Mil ochocientos veinticinco días de encierro, la fuerza implacable de un Estado en contra de sus trofeos humanos, colgados en plazas públicas como ejemplos de lo que no se debía hacer. Resistimos por nosotros mismos, no por grandes causas ni cambios epocales. Resistimos porque amábamos estar vivos, a pesar del encierro. Ahí sentimos miedo, apreciamos el peor rostro de la traición. Experiencias para ver y comprender la vida desde la zona de los peligros, las ausencias y las pérdidas. Actos y promesas de una acción. Fue la época que nos tocó vivir, para muchos un espacio sin vuelta atrás. Pero el testimonio sigue acá, tan vivo como lo humano que quedó de nosotros y se potencializó en un coro de voces. La larga noche del encierro nos permitió ver con mayor intensidad la hermosa mañana de la libertad.

1996, diciembre 30. No recuerdo la hora exacta ni la temperatura del color de la luz del día. Llegó un helicóptero sobre el espacio aéreo de la Cárcel de Alta Seguridad, un delfín gigante y alado, que flotaba sobre nosotros. Esa impresión quedó grabada a fuego en mi memoria, que debe combatir con mil imágenes del pasado reciente. Épocas lejanas que la ola de la memoria comprimió en un solo proyectil de emociones.

Aquel día, nerviosos, recibimos los vientos de las aspas y el rugido de la turbina. Los casquillos calientes quemando nuestros hombros. Ansiosos, como queriendo salir del útero del infierno y ver la luz que durante tantos años habíamos dejado de ver, aquella hermosa luz que se entreveraba desde las alturas. La mínima fracción del retorno a la libertad, segundos apenas contrariando años de oscuridad. Al frío del entierro se sobrepusieron de golpe el calor y la tibieza de los cielos. Corrimos entre las nubes como niños llegando a un parque. Siempre me dio esa impresión cuando, en mis años posteriores y ya siendo padre, veía a los niños corriendo hacia los juegos de algún parque arbolado. A mi mente solo venían los recuerdos de cuando escapé de la cárcel. Qué sensación sublime, qué emoción más enorme saber que la libertad no es solo una noción teórica sino que es un lazo eminentemente humano con aquello que nos hace ser mejores personas.

Desde ese día, en que la vida y los hombres permitieron que el relato de mi existencia pudiera continuar, me prometí jamás volver a vivir una experiencia de esa magnitud. No fue una consigna política ni una arenga heroica, sino simplemente un compromiso con la vida de no someterla a esa oscuridad. La vida merece ser dignificada y transitada desde el respeto, éste es un valor imperativo. La oscuridad es tan brillante como la absoluta inseguridad de nuestros destinos. Desde el día de mi liberación me prometí, con una férrea voluntad, no volver al encierro. En él había dejado gran parte de mi juventud.

Mil ochocientos veinticinco días resistiendo la prepotente maquinaria de humillación de un Estado enfurecido. Decidí, en esta promesa, no cometer el más mínimo error que permitiera a mis persecutores dar con mi paradero. Fue mi mayor tesoro, nunca supieron nada de mí. Me sumergí tan profundo en los estratos de la tierra que no pudieron ver ni siquiera una huella. Dejé todo atrás, dispuesto a convertirme en un fantasma que nadie pudiera ver. Viví muchos años con la contradicción epistemológica de arrancar mi propia vida antes que retornar al encierro. Lo reflexioné en las mañanas de muchos años y nunca creí tener el valor para hacerlo. Ese tipo de experiencias me permitían afrontar los días con mayor entereza. Ver el sol cada mañana, sentir el viento sobre mi rostro o tocar la suave textura de una flor provocaban en mí un sentido absoluto. Yo estaba libre y vivo. El encierro me permitió reflexionar sobre la importancia del único valor humano en esta tierra: nosotros mismos para nosotros. Y me di cuenta de que yo era el mejor regalo de mí. Mi vida la dediqué a cuidar la vida, la mía y la de mis cercanos más próximos.

Y en este estado sublime de reconocimiento me trasladé por muchas partes del planeta, conociendo a seres increíbles. Y pude constatar que nuestro mundo es el real depositario del universo. La vida se convirtió en el más grande de mis bienes y la trashumancia una herramienta permanente. Iba en todas direcciones sin encontrar una específica, hasta que apareció en el radar la hermosa tierra prometida: México, tierra donde la imposibilidad es posible. Y ya cansado de caminar por las veredas de la tierra, asenté mi cuerpo sobre sus desiertos. Había llegado a mi hogar, al sitio del río y la evidencia de su furia.

Pero la historia vuelve como el afluente sobre sus dominios, y una mañana desperté en París, Francia, el centro de Europa, sin saber a dónde ir. La historia volvía, pero esa es otra historia. Tengan aquí pues la saga de la libertad física de cuerpos sometidos que dejaron de serlo. Una hazaña humana, simplemente.

Ricardo Palma Salamanca

Diciembre 2018".

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.