Las secuelas desconocidas del COVID-19

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Ilustración: Vicente Martí.

El grupo etáreo menor de 49 años es el que más ha aumentado las internaciones en Chile en los últimos tres meses. Aquí, tres personas que no forman parte del “grupo de riesgo” cuentan cómo siguen viviendo las secuelas del coronavirus.



Gloria Contreras (47), Asistente Social, Rancagua

“A fines de mayo de 2020 un amigo empezó a sentir malestares físicos, estomacales y pidió un día administrativo. Todos pensamos que era un resfrío normal, pero terminó haciéndose una operación por apendicitis. La última vez que lo vi fue un miércoles. El domingo de esa misma semana recuerdo que me acosté con frío y desperté a las 6:00 de la mañana con dolor de cabeza. El resto de esa semana, al menos hasta el jueves, seguí con dolor de hombros, pero lo asociaba al trabajo. Al otro día, me llama mi amigo y me dice: ‘Gloria, ¿sabes qué? Tengo el virus y creo que también deberías ir a hacerte el examen’. Eso fue a las 09:00 de la mañana.

Tuve miedo, obvio, porque habíamos estado compartiendo y yo seguí fumando todos esos días. Además, en esa etapa, en la tele mostraban solo a gente hospitalizada, intubada. Fui a un clínica y al octavo día del examen me dieron el resultado positivo. Desde que me hice el test y tuve la respuesta estuve con mi familia y compañeros, así que no sirvió de mucho.

Mi hijo mayor tuvo diarrea dos días. El menor, nada. Vivimos solos y tuvimos que hacer la cuarentena de 14 días, independientemente que mi contacto estrecho hubiese sido hace más de dos semanas. Después de recuperarme, todo iba bien hasta que tres meses después, en septiembre del año pasado, comenzara un lumbago constante y dolores musculares que no se han ido hasta hoy. Aún me duelen mucho las piernas, particularmente la izquierda. Con el tiempo, se me tienden a olvidar las cosas. Estoy hablando, por ejemplo, y pierdo el hilo de la conversación. Tengo un amigo que terminó internado e intubado y lo dieron de alta hace poco, pero ayer lo volvieron a hospitalizar. Al menos lo mío no fue así. No he ido al médico, porque me da miedo”.

Secuelas aún por descubrir

Katherine Soto, directora de postgrado de Ciencias de la Rehabilitación de la Universidad Andrés Bello, dice que hay quienes, a pesar de haber tenido la enfermedad de una forma leve, tienen una sensación de miedo, de preocupación. Lo dice a propósito del caso de Gloria Contreras. “La decisión de no ir a chequear las posibles secuelas que quedaron puede ser también parte de ese miedo, a darte cuenta que no estás tan bien como crees. La gente que no quiere ir al médico es similar a los que no se quieren vacunar. Hay un tema de, quizás, la no comprensión absoluta que existe la necesidad de ver su situación. Es un tema de decisión personal y pasa por ella”.

“Si una persona no puede realizar sus actividades con normalidad o tiene una molestia persistente, lo lógico es acudir a una consulta, porque hay que ver la magnitud de lo que provocó la infección del COVID-19 en ella”, añade Katherine Soto. “Lo que hoy puede ser leve, puede seguir un curso que después llegue a ser más grave”, advierte a un año de la llegada del COVID-19 a Chile y que experimenta una nueva ola por estos días (ver infografías sobre cómo evitar contagios y cuándo es necesario un PCR). Secuelas inmediatas como la fatiga, la reducción de la oxigenación de la sangre, entre otras, se han podido identificar, pero equipos de científicos alrededor del globo analizan la posibilidad que estas aparezcan semanas o meses después de haberse superado la infección.

En los últimos tres meses de pandemia, en Chile ha habido un aumento diario de las internaciones más pronunciado en los menores de 49 años: un 1,4% de aumento diario promedio, según cifras del Ministerio de Salud. Al no ser parte del llamado “grupo de riesgo” y, en muchos casos, sin patologías, el coronavirus ha sido visto como “lejano” y sin riesgos mayores. Los especialistas concuerdan en que no es así.

El Centro Médico Universitario Schleswig-Holstein, en Alemania, hizo una serie de investigaciones sobre el COVID-19. En una de ellas, siguieron a un paciente sin patologías base de 19 años que, tras superar la infección, se le descubrió diabetes del tipo 1. Si bien no existe un vínculo directo entre la enfermedad y la diabetes, se estableció que podría afectar a la función del páncreas y que este poseía pérdida de la función de las células beta, que son las encargadas de regular la hormona de la insulina. En otra investigación publicada en 2020 en la que siguieron cerca de dos mil casos de Italia y España, comprobaron que los genes y el grupo sanguíneo pueden influir en la gravedad de la enfermedad.

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Shirley Tempple Muñoz (47), Técnico en Enfermería, Valparaíso

“El 11 de agosto del año pasado empecé a sentirme rara, esa sensación de ‘me quiero resfriar’. Y yo le advertí a todo mi entorno. No sé si me contagié en el trabajo, pero lo empecé a sentir en la tarde, camino de vuelta a la casa. Abrí la puerta, subí al segundo piso y ni siquiera fui capaz de entrar al baño. Entré a la pieza de mi hijo y solo quería oscuridad, porque la cabeza me empezó a bombear. Era un dolor terrible. Me comenzó a subir la temperatura. Fue todo de un momento a otro y todo rápido. Mi hijo intentaba, insistentemente, entrar a verme, pero le decía que me dejara sola, que no se me acercara.

El termómetro marcó 38,5° y subía. Parecía una cadena de cosas que no paraban. Empezó la indigestión, náuseas y vómitos. Pensé que tenía jaqueca en un momento, pero la fiebre fue la que acusó todo. Como había sacado mi título de Técnico en Enfermería hace poco, conocía los síntomas. Le avisé a mi jefa (en el Cesfam de Cerro Placeres) y no podía siquiera levantarme o hablar por teléfono. Fue algo invalidante y me llenó de impotencia. Al otro día, fui a hacerme el examen de urgencias y le pedí al resto de la familia que se alejaran de mí. Me hicieron el test y pusieron medicamentos intravenosos, porque ya venía muy mal. Fueron tres días de espera y me trasladé a mi pieza. Ahí perdí el control de los esfínteres y me orinaba por la tos. Empecé con dificultad respiratoria y mis hijas me bañaban en la cama.

Ese mismo fin de semana colapsé. Caí hospitalizada en el IST de Viña del Mar y estuve con ayuda de oxígeno. Fueron 10 días terribles, porque me iba, pero sin mi familia, ¿cómo iba a saber cómo estarían ellos? Estando allá me enteré que todos se contagiaron por cuidarme: mis tres hijos y mi marido. Después, me mandaron para la casa con hospitalización domiciliaria. En resumen, fueron más de dos meses fuera del trabajo por complicaciones con el COVID-19.

Es algo que no le deseo a nadie. Tenía licencia, pero me estaba afectando estar en casa. Me diagnosticaron depresión y ahora estoy con sertralina. Estuve unos días sin poder moverme, sin olfato ni gusto. Hay cosas que todavía no las siento bien. Como trabajo en el área de la salud, debo andar con mascarilla, pero a veces me supera. Hay días en que se me cierra mucho el pecho. No puedo respirar. Una de las cosas que más hacía era cantar y ahora no puedo. No me da el aire, no me da el pecho”.

Volver a las actividades diarias

La directora de postgrado de Ciencias de la Rehabilitación de la Universidad Andrés Bello, Katherine Soto, dice que Shirley Tempple Muñoz, al haber presentado una complicación grave del virus, “para reinsertarse adecuadamente en sus actividades de la vida diaria, debería participar de un programa donde continúe su proceso de rehabilitación, a modo de recuperar su capacidad funcional previa”.

Además, la especialista dice que “hay un tema psicológico por el que siente que tiene que volver a su vida normal. En todo lo que uno puede hacer de rehabilitación, está también el soporte psicológico. Porque tras padecer la enfermedad, estar en una condición crítica y aislada, hay que considerar que hay más que condiciones físicas. Hay secuelas psicológicas importantes que, si no se abordan de manera integral, será más difícil y lento el proceso de reinserción. Es darse cuenta que tu vida ya no es normal, no puedes hacer las cosas como antes”.

Recientemente, una investigación de científicos de la Universidad de Concepción identificó secuelas como el cansancio extremo, algunos rastros de tipo metabólicos, musculoesqueléticos, entre otros. Con 60 chilenos que tuvieron el virus y a los que se les hizo un seguimiento de entre tres y seis meses tras su recuperación, se evidenciaron consecuencias del ámbito neurológico, resistencia a la insulina y depresión. Un estudio que se suma al realizado por el departamento de Kinesiología de la Universidad de Chile, publicado en la revista Pulmonology, en el que se comprobó que hasta un 40% de las personas internadas por COVID-19 tienen secuelas pulmonares de por vida.

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Nicolás Ríos (30), Periodista, Santiago

“Viajé en octubre del año pasado a Estados Unidos, para cubrir las elecciones presidenciales de noviembre. Me acuerdo que el sábado 7 daban por ganador a Joe Biden y tuve que ir a Times Square, en Nueva York. Habían muchas personas de fiesta. Estaba con mascarilla y ellos también, pero fue la primera vez que tomé el Metro y lo hice rodeado de gente. Pasaron tres noches, me junté con unos amigos a comer y, un día después, me dieron el resultado positivo. Me sentía así como cuando uno dice ‘parece que me quiero resfriar’. Es la mejor descripción. Estaba con cansancio, fatiga, dolor de cuerpo y llegó un momento en que me di cuenta que no era normal. Por eso me hice el PCR.

Como estaba arrendando una pieza en Brooklyn y el dueño no era amigo mío, tuve que ir al supermercado muy tapado, para comprar lo necesario. Les avisé a mis amigos de la noche anterior, a mis compañeros de trabajo. Todos se fueron a cuarentena preventiva, pero nadie dio positivo. Tuve todos los síntomas muy fuerte, pero sin llegar a estar hospitalizado. Perdí el gusto, el olfato, tuve fiebre, desconcentración y perdía el hilo de las cosas, me dolía el cuerpo.

En Nueva York tienes que pasar 11 días en cuarentena tras la aparición de los síntomas y cuando intenté salir a la calle, al principio pensaba ‘vengo saliendo de una enfermedad fuerte y obvio que me voy a cansar al dar una vuelta al parque’. Cuatro días después volví a intentarlo y de nuevo sentí mareos. Era como respirar, pero que el cuerpo no estuviese reteniendo el aire. Pasaron 10 días y, mientras caminaba, me comenzó a faltar al aire y tuve que ir a urgencias. Ahí me pusieron corticoides para abrir las vías pulmonares. Me hicieron un escáner que salió bien.

Han pasado cuatro meses y me hice un examen la semana pasada, en Santiago. Mi volumen pulmonar está normal, pero mi oxigenación de la sangre está solamente en un 54%. Desde hace poco vivo en Valparaíso y es una ciudad con escaleras. A veces me tengo que sacar la mascarilla, porque no me da. Me vienen ahogos cuando estoy haciendo algún tipo de actividad física. Los médicos no me han dicho nada sobre cuánto podrían durar estas consecuencias porque, básicamente, al ser una enfermedad nueva mucho no se sabe”.

Proceso de rehabilitación

Katherine Soto, directora de postgrado de Ciencias de la Rehabilitación de la UNAB, dice que en este caso de Nicolás Ríos, “debería ser partícipe de un proceso de rehabilitación respiratoria, por la gravedad de la condición y cómo altera ésta su desempeño. Pasa que una persona va a consultar en función de cuánto le está afectando la condición en sus actividades de la vida diaria. Tal vez, quien no tiene secuelas perceptibles, no tendrá la necesidad de acudir a una consulta, pero el efecto que tendrá realmente solo se verá en el mediano o largo plazo”.

Soto dice que el nivel de oxigenación de la sangre se puede recuperar con un proceso de abordaje y rehabilitación interdisciplinario, y también su capacidad funcional: “Va a depender de la condición de cada usuario y de la gravedad de la condición médica que tuvo”.

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