Las residencias de adultos mayores tras el brote
Cuando empezó la pandemia se sabía que era el lugar más vulnerable al contagio. Y pese a las precauciones, hubo muertes. Hoy, cuando todos piensan en desconfinarse, en estos hogares aún ven lejana la posibilidad de retomar la normalidad.
Antes era común observarlos mientras pasaban el tiempo en el jardín, sentados en las sillas de madera, aprovechando la sombra que una palmera les entregaba. Para las Fiestas Patrias se los podía ver compitiendo en juegos típicos. Pero hoy, en tiempos de pandemia, es poca la gente que entra al Hogar San José de Cabildo.
Con la llegada de la primavera, sus habitantes y trabajadores empiezan a volver a la calma. Los talleres de kinesiología se retoman de a poco, mientras que las precauciones y las medidas sanitarias siguen siendo exigentes. Nadie quiere volver a sufrir las consecuencias del Covid-19.
La residencia fue noticia nacional entre junio y julio de este año por un triste suceso: un trabajador, que nunca tuvo síntomas, llevó el virus al lugar. En total, 19 personas se enfermaron y 10 murieron. Los hechos generaron un sumario sanitario del Ministerio de Salud para determinar responsabilidades.
Esos días fueron de angustia continua. Yamileth Morales lo recuerda bien. Estuvo esos dos meses de crisis viviendo en ese lugar, trabajando como cuidadora. También resultó contagiada, pero no tenía síntomas. Entonces le pidieron que se mantuviera atendiendo a los ancianos que sí estaban presentando problemas graves a causa de la enfermedad. “Nunca lo dudé. Nos preguntaron si queríamos irnos a una residencia sanitaria y dijimos que por ningún motivo. Nosotros nos quedamos acá”, dice Yamileth, quien trabajaba hace un año y medio como cuidadora dentro del Hogar San José.
En total, fueron cuatro las cuidadoras que se quedaron en una casa que estaba en el patio de la residencia. Acomodaron sus cosas y se organizaron. Hacían turnos de medio día para cuidar a los adultos mayores, los más vulnerables al virus. Esos días, dice, era muy difícil conciliar el sueño.
“Dormíamos una o dos horas, no mucho más. Nos íbamos a la casa durante medio día, pero no podíamos descansar. Estar ahí significaba dejar a un abuelito solo”, recuerda.
Las consecuencias del virus son mucho más duras en personas de la tercera edad. Yamileth vio cómo los residentes se desesperaban al no poder respirar. Tampoco podían comer debido al dolor que sentían al tragar. Había que intentar darles alimento de cualquier forma. La mayoría tenía demencia senil avanzada, por lo que tampoco podían explicarles lo que sucedía. Las cuidadoras y sus pacientes son una familia al interior del hogar. Más en pandemia, cuando las visitas están prohibidas.
Cuando había ancianos en condición grave llamaban de inmediato al hospital, pero las ambulancias tardaban. También estaban colapsados.
Yamileth recuerda a dos de los residentes que murieron por coronavirus el mismo día: Rosauro, que estuvo días sin poder tragar su comida, y Ana Luisa, que enfermó y decayó de manera fulminante. Ambos tenían más de 90 años. “A ella le decían ‘Mamá Chula’. Era lo más cariñosa que podía haber. Ella estaba bien, estaba con los abuelitos sanos. Una mañana me avisaron que se sentía mal y la fui a ver. Me partió el alma verla en esa condición. Justo en ese momento habían llegado a retirar el cuerpo de Rosauro. Murieron con 15 minutos de diferencia”.
Cada vez que las funerarias llegaban a buscar a un fallecido, las cuidadoras acompañaban el momento con música religiosa que sonaba de una radio. Era una especie de rito en el Hogar San José, ya que eran conscientes de que no habría funerales ni velatorios para los muertos.
Esa fue la forma que encontraron para despedirse.
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“Todos nuestros pacientes tienen patologías de base y todos tienen una dependencia física y cognitiva. Eso hizo que nos pegaran muy fuerte el contagio, que fuera muy rápido y que esta residencia, en particular, se contagiara bastante. Así lo fuimos viviendo durante el transcurso de la pandemia y a medida que se fueron contagiando, fallecieron muchos”, dice Rodrigo Neira, director ejecutivo de Villa Soleares, una residencia especializada en tratamientos para la demencia senil.
En mayo sufrieron un brote de Covid-19. Aunque en la institución no entregan cifras, advierten que los fallecidos representan un 20% del total de residentes. Entre ellos estaba José “Pepe” Tapia, un reconocido humorista chileno que tenía alzhéimer desde hacía 10 años.
En Villa Soleares dicen que hicieron todo lo posible para evitar contagios. Entre enero y febrero tomaron nota de la situación en Europa para generar un protocolo. Pese a todas las precauciones, el virus igual entró: un trabajador que volvía de vacaciones llegó sin síntomas. Días después dio positivo.
“Hubo una sensación de miedo, de incertidumbre. De pensar que te puedes morir. Pero me llamó la atención la entrega de los trabajadores. La gente que no se contagió estuvo siempre al pie del cañón”, dice Rodrigo Neira.
Como los adultos mayores de Villa Soleares no tenían conciencia de lo que ocurría, fueron los enfermeros quienes tuvieron las peores sensaciones. Se acostumbraron a convivir con el temor de que un residente podía morir de un día para el otro.
“Era muy doloroso que muriera un residente. Te vas encariñando con ellos. Y no podíamos hacer luto o llorar, porque sabíamos que adentro de la villa había otros que también necesitaban nuestra ayuda”, cuenta Mayasca Sánchez, housekeeper de Villa Soleares.
El brote pudo ser controlado a finales de mayo. Y aunque las medidas de precaución aumentaron, ven lejana la opción de que, al menos este año, se acepten visitas en el hogar. Para ellos, la única opción de retomar cierta normalidad es con una vacuna.
“Somos como una primera línea escondida. Si bien la pandemia ha sido una tragedia, ha demostrado lo mejor de las personas en la atención al adulto mayor”, comenta Rodrigo Neira.
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A fines de mayo, cuando el virus estaba en su peak, el Minsal y el Senama informaron a La Tercera que un 22% de los fallecidos por coronavirus en la Región Metropolitana correspondía a personas que vivían en residencias. La cifra ha bajado con el tiempo, pero la realidad sigue siendo delicada. En Chile hay 994 residencias formales, que atienden a cerca de 23 mil adultos mayores, mientras que hay otros 20 mil que, se estima, están en hogares informales.
“Todas las semanas vamos armando la línea de acciones para, primero, evitar el contagio. Cuando hicimos las primeras estimaciones, por lo que veíamos en otros países, asumíamos que en esta fecha iban a estar el 100% de los hogares con algún contagio. Hoy, del total, la mitad se ha enfermado”, dice Octavio Vergara, director del Senama.
Las consecuencias del virus han sido variadas. Trabajadores y residentes han sufrido problemas de salud mental derivados del estrés de enfrentar una pandemia en un hogar de ancianos.
La residencia Iberoamericana de Ñuñoa -que en mayo informó 16 de 24 residentes contagiados- y el Hogar Nuevo Amanecer de La Florida -cuatro fallecidos- tuvieron que cerrar sus puertas tras superar el brote.
La ayuda del gobierno se ha centrado en entregar insumos para evitar contagios y asegurar la atención a quienes lo necesiten. Además, crearon una plataforma centralizada que sigue el avance de la pandemia dentro de las residencias. La idea es anticiparse a un brote.
“Hemos entregado casi 10 millones de elementos de protección personal, como guantes y mascarillas. La otra parte importante fue el contratar personal de reemplazo. Hemos contratado un poco más de 3.700 personas para que no pasara lo de otros países. Que los hogares quedaban abandonados”, comenta Vergara.
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Jorge Pizarro (74) llegó al Hogar San José de Cabildo en 2017. Lo hizo por decisión propia. No tenía problemas de salud ni mala convivencia con sus hijos, pero sentía que iba a estar más cómodo en un lugar así. Se instaló y rápidamente se ganó el cariño de sus compañeros y de las cuidadoras. Es un hombre conversador y de risa fácil.
Sus hijos y nietos siempre lo visitaban. “Mi familia me llama a cada rato, me llama más que antes”, dice entre risas. Jorge fue uno de los contagiados con Covid-19 en la residencia. Fue el único que no tuvo síntomas graves, ya que no tenía patologías previas. Lo llevaron a una residencia sanitaria en el Palomar, en Panquehue, donde hizo su cuarentena.
“Tuve harto apoyo, del primer día que me sentí mal, fui al hospital. Me dejaron en una pieza aparte y me fui a una residencia. Por eso conmigo no avanzó”, dice Jorge.
Después de un mes en la residencia sanitaria, Jorge volvió al Hogar San José. Al llegar notó que faltaba gente; le faltaban algunos amigos. “Acá murieron varios compañeros por la famosa enfermedad. Se nota su ausencia, somos pocos abuelitos, se les echa de menos”.
Una de las personas con las que más habla es con Yamileth, con quien se reencontró en el hogar. Con ella hace bromas, se ríe, se divierte. Juntos parecen acompañarse para superar el trauma. Las cuidadoras que estuvieron trabajando en medio del brote de Covid-19 recibieron ayuda psicológica. “Nos desahogamos, lloramos, nos hizo súper bien. Nos dijo que uno aprende a vivir con el dolor, que el dolor no se va. Eran como nuestra familia”, dice Yamileth Morales.
Para la cuidadora, la tranquilidad se ve lejana. Sabe que sin una vacuna no hay posibilidad de volver a la normalidad. Extraña las actividades que hacían junto a sus “abuelitos”, extraña esos momentos en que la residencia se llenaba de vida.
“Nada volverá a ser como antes. El 18 de septiembre fue distinto, nosotros los sacábamos a bailar, les hacíamos actividades. Ahora viene la Navidad, cuando les hacíamos una cena y les dábamos regalitos. Me gustaría que volviera a ser como antes, cuando nos reuníamos todos. Pero sé que eso es imposible”.
Entre las cuidadoras hicieron un pacto: acordaron guardar las fotos y las cosas de aquellos residentes que fallecieron por coronavirus. Las habitaciones están como las dejaron. Cuando llegue el momento, cuando se pueda volver a salir, reunirán todos esos recueros para hacer una misa de despedida por todos sus muertos.
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