Columna de Ascanio Cavallo: La crisis de la izquierda
Finalmente, la travesía por el desierto que soporta hace ya unos años la izquierda mundial parece haber alcanzado a la de Chile. En Europa, en la Inglaterra post Blair, en la Francia y la España de los "indignados", en la Alemania post Schroeder, este proceso adquirió un semblante desgarrador, hasta el punto de que la intelligentsia "progresista", por ejemplo de Francia, se interesó en los Kirchner y el "socialismo del siglo XXI" de Chávez, mientras el ex trotsko-peronista Alberto Laclau introducía la exaltación del populismo.
La crisis de la izquierda se expresaba, en esos casos, a través de dos fenómenos: un sentimiento de agotamiento del "Estado de bienestar" -esto es, la provisión de más y más bienes por el Estado- que venía a apestar a la socialdemocracia, y la aparición de una izquierda alternativa, antiinstitucional, movimientista y casi siempre de orígenes universitarios, aspirante a desplazar y sustituir a la izquierda anterior.
En los años en que la izquierda europea lo pasaba más mal, la chilena respiraba todavía con orgullo de los aires de Lagos y Bachelet I. Era tan normal y exitosa, que nadie la vino a ver, nadie la visitó para aprender de ella. Más tarde, Bachelet II ha representado un extraño esfuerzo de síntesis: retener el reformismo socialdemócrata simpatizando con el movimientismo antirreformista. O sea, la Concertación más la Nueva Mayoría, más una simpatía inocultable (pero personal) por el Frente Amplio, aunque no haya reciprocidad en el afecto. Esto formaría algo así como la "mayoría por los cambios" que la Presidenta muestra como confirmación de sus diagnósticos. En este imaginario, el Frente Amplio no importa en su lado crítico, aunque ese lado sea justamente el que más le importa al mismo Frente Amplio, porque de otro modo no existiría. Es un imaginario maternal, no político.
Lo que hay ahora en Chile es esto: una izquierda moderada (pero ya no centroizquierda), cuyos partidos respaldan a Alejandro Guillier; una ultraizquierda que se acerca a batir el récord de la insignificancia, y una izquierda alternativa, el Frente Amplio, en la que predomina la sensación de haber nacido recién, a pesar de que esta condición aplica sólo para algunas de sus partes (no, por ejemplo, para el Partido Humanista, que se acerca a los 30 años). Si uno quiere sumar las partes, quizás obtenga grandes números; pero esa sumatoria es una fantasía engañosa. La verdad cruda es que, en sus inconciliables partes, la izquierda ha pasado a ser una minoría con pronóstico estable.
La cuestión de las partes fue esencial para el Frente Amplio en la discusión posterior al 19 de noviembre. Primera distinción: ¿Dónde deberían depositarse dos cosas que son ligeramente distintas, el 20% de Beatriz Sánchez y el 15% de sus parlamentarios? Segunda distinción: ¿Quién tendría más importancia para la decisión sobre segunda vuelta, todos los partidos y movimientos por igual, o un poco más los que resultaron hegemónicos en la parlamentaria? Tercera distinción: ¿Qué sería más importante, imponer algunas condiciones programáticas a Guillier o asegurar desde ya la condición de futura oposición, esto es, de agrupación discordante y crítica de esa persona? Resumiendo: ¿Apoyar o no a Guillier?
El resultado ha sido previsiblemente ambiguo: no hay apoyo a Guillier ni (por supuesto) a Piñera. Era del todo evidente que así ocurriría, porque el Frente Amplio no podría exponerse a dar una instrucción que luego se pareciera al humo. Un mínimo de prudencia política exigía dejar esa decisión abierta. Otra cosa es que haya sectores o personas (en esta fase es difícil distinguir ambas cosas) que pongan por delante el problema del poder, dejando para el camino el problema del proyecto. Esta dicotomía es la que se expresó, entre otros eventos, en la confrontación tuitera de Pamela Jiles y Gabriel Boric.
Ya se sabe que prevaleció lo segundo. Pero más al fondo de esta polémica y de la decisión sobre la segunda vuelta se encuentra cierta incertidumbre sobre el camino futuro: ¿Se irá el Frente Amplio por el rumbo de la política identitaria que parece haber prevalecido hasta aquí, o accederá a alguna forma de alianza con la izquierda tradicional?
El momento para discutirlo no es el actual, porque, de un lado, está demasiado contagiado por los inusitados resultados del domingo 19 y, del otro, demasiado presionado por la urgencia de una segunda vuelta que no le pertenece y en la que su capacidad de influir es cuando menos dudosa. No permitir que esas presiones condicionen su discusión futura ha sido una de las decisiones más coherentes que ha tomado el Frente Amplio. No será el responsable del gobierno que resulte elegido el 17 de diciembre, y en cualquiera de los dos casos se ubicará en la oposición. Quien esperase otra cosa sencillamente se equivocaba.
Sin embargo, la cuestión identitaria tiene más importancia de lo que parece. Un libro reciente del profesor Mark Lilla, provocador ya habitual en el debate de la izquierda y militante del "progresismo liberal" –lo más parecido al socialismo europeo en Estados Unidos-, sostiene que la crisis global de la izquierda se debe a la sustitución de la idea de "bien común" o de "ciudadanía" por las identidades fraccionales, que responden a demandas segmentadas y establecen alianzas de ocasión, con baja lealtad a los proyectos de alcance nacional. The once and future liberal rastrea el origen de ese fenómeno hasta los años 60, cuando una generación "de profesiones liberales como leyes, periodismo y educación", criada en la no discriminación y en las asambleas, sustituyó a la que venía "de la clase trabajadora y las granjas", formada en talleres y clubes políticos, y cambió con ello el rostro del "progresismo". Lilla observa que uno de los rasgos de la política identitaria es que casi siempre se trata de identidades "ofendidas", que buscan ser liberadas de algún oprobio, y que con ello condicionan la formación del proyecto político.
Como en todos sus ensayos, Lilla recuerda, casi con majadería, que la experiencia política se configura con la imagen informada de la historia y del conflicto, de la ley y de la justicia. No se configura realmente con una opresión o una injusticia particular, ni mucho menos con las informaciones "posverdaderas" que circulan por los medios digitales.
La cuestión de la historia se ha vuelto urticante para algunos dirigentes del Frente Amplio, aunque a nadie se le habría ocurrido utilizarla si no fuese porque ellos mismos han mostrado serias carencias en esto. Tampoco es necesario considerar esa crítica como una agresión, ni como una patronización paternalista. Lo que conviene es tomársela en serio, porque la historia política tiende a los espejismos y las repeticiones.
El Frente Amplio tiene por delante una tarea muy difícil, que es la de demostrar que puede ser más que el 20% de su candidata presidencial, porque con eso se contenta, pero no se gobierna.
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