Columna de Óscar Contardo: La política de los balazos

narcotráfico

Más que un trato comercial clandestino, lo que el narco instala es una relación, una especie de vasallaje que se extiende, bifurca y tuerce.




Necesitamos creer que las soluciones a los problemas que nos acechan son simples. Que la fórmula que nos ayudará a escapar del peligro depende de una voluntad de hierro que será capaz de dar la orden que nadie más ha dado -porque no se atreven, porque son pusilánimes- y ponernos a salvo de los riesgos.

Necesitamos creer que hay una frontera nítida que nos separa del pozo en donde hierven todos los males -el hábitat de los delincuentes, el planeta de los criminales- y que para mantener la distancia sólo hace falta un contingente de hombres armados dispuestos a disparar. Hay gente que vota por escuchar esas soluciones. Por oír hablar de muros que los protegerán de las vidas abyectas o de guerras oficiales en contra de los maleantes. El Presidente Rodrigo Duterte ganó por una apabullante mayoría las elecciones en Filipinas, prometiendo una fórmula sencilla para terminar con el narcotráfico. Cumplió su palabra y hoy el país es un archipiélago salpicado de cadáveres, el resultado de una guerra contra las drogas que no acabó con la pobreza, pero reemplazó la justicia por los balazos a granel.

Queremos creer que el narco es sólo eso que ocurre en los márgenes, una manada de hombres armados con cadenas de oro al cuello y pulseras brillantes que un día cualquiera sacan revólveres y fusiles y deciden disparar para demostrar que son los dueños de la calle, como sucedió hace una semana en La Legua. Pensamos que todo se resolvería si un gobierno decidiera un día responderle con un fuego mayor y sacarlos de escena o encerrarlos en alguna de las cárceles atestadas ya de presos que malviven hacinados en un caldero de brutalidad. Que se pudran ahí junto a sus iguales. Como si entonces, ya libre de ellos, el mundo que dejan atrás continuará su trayectoria ajeno a toda contaminación. Todo consiste en disparar y encerrar gente. Una fórmula simple, sencilla y atractiva, como una promesa electoral que se dice con el énfasis de las emociones desatadas, de esas que le fascinan a un público ansioso de escuchar algo que le confirme su necesidad de soluciones automáticas. Pero no. El narco persiste en parte porque pensamos que para acabar con él o al menos mantenerlo bajo control basta con responderle con pelotones uniformados y ráfagas de contraataque.

Pero el narco sobrevive porque se alimenta de pobres. Se nutre de poblaciones rodeadas de eriazos, de familias amontonadas en casas minúsculas, de niños que aprenden que la prosperidad se logra vendiendo papelillos o empleándose como 'soldado' del vecino con auto colorinche que le da trabajo a la mitad del barrio. ¿Qué sería de ellos sin esa salida de emergencia? ¿Dónde irían a parar? ¿Al Sename? ¿Cuál es la alternativa?

El narco se alimenta de las abuelas de los niños cuyos padres fueron a dar a la cárcel y se quedaron al cuidado de una anciana que no encuentra otra manera de sobrevivir que ponerse a las órdenes del proveedor más cercano; el narco crece en el desamparo de las escuelas abandonadas a su suerte; se fortalece en zonas donde el Estado sólo aparece en la forma de un uniformado que maltrata y humilla a los vecinos. El narco come del hambre y de la rabia ajena.

Más que un trato comercial clandestino, lo que el narco instala es una relación, una especie de vasallaje que se extiende, bifurca y tuerce, atando las voluntades a una moral alternativa que da de comer y señala un futuro sembrado de zapatillas caras nuevas que llevan a una cima coronada por autos de lujo y el respeto -el temor- del barrio. Eso no desaparece con allanamientos periódicos ni operaciones rastrillo. Porque si las condiciones ambientales no cambian, el narco se regenera a la velocidad con la que se consume una raya de coca en una fiesta de barrio elegante. El narco tiene la virtud de la mercancía que ofrece: la satisfacción instantánea de una necesidad inagotable. Sobre ese ansia levanta una cultura propia. Puede, incluso, parecer amable y colarse en los pasillos del poder a cambio de cuotas pequeñas de impunidad. Entrar en municipios y retenes, trepar y servir de combustible a causas diversas, extendiendo su señorío fantasma hasta tumbar países gobernados por políticos que prometieron soluciones rápidas en forma de armas y balazos.

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