Columna de Fernando Villegas: Progresiva intolerancia progresista
No basta hoy guardar silencio ante cualquier manifestación oral o escrita de "progresismo", no decir ni una palabra que pueda considerarse crítica; un gesto o una mirada que no esté en sintonía con la Buena Nueva puede catalogar al pecador de reaccionario, de retrógrado, incluso de fascista. El progresismo, como todo "ismo", es militante, vigilante, acucioso y quisquilloso.
Considérese esta anécdota: una persona con quien sostuvimos una casual charla en un supermercado nos contó lo que le había sucedido esa mañana viendo con su señora una edición de la Deustche Welle. Ante imágenes del primer y conmovedor casorio -en Alemania- entre personas del mismo sexo y con todo incluido, padrinos y ramos de flores, arroz y limusina esperando a la puerta del ayuntamiento, él , nos dijo, no pronunció ni una palabra pero no pudo evitar una leve sonrisa. "Sólo hice eso", contó, "porque conozco a mi mujer, así que no comenté nada, pero me sonreí". Fue suficiente. De inmediato su cónyuge frunció el ceño, mutó de espectadora de la tele a comisario político e inició un interrogatorio no indigno de la novela La Hora Veinticinco, de Arthur Koestler. "¿Por qué te sonríes?". "¿Qué te parece mal?". Y así sucesivamente. Luego de las preguntas pasó a las acusaciones: "Eres un machista retrógrado incapaz de adaptarse a los tiempos".
Ahí quedó todo, la calma retornó. De seguro ahí también quedan similares escenas en miles de reuniones de amigos cuando se toca ese tema u otros de la "agenda valórica"; se quedan en dicho interrogatorio inquisitorial o a lo más, como anexo, con la imputación de ser el descreído un fósil de la era de las cavernas. En ocasiones a la imputación la acompañan calificativos hirientes, tonos airados, a veces hasta gritos, pero, otra vez, ahí queda todo. Ninguna de esas escenas, hoy frecuentes, tiene mayores consecuencias. La razón es simple: ni esa señora progre ni esos amigos progres ni esos conocidos progres ni los ciudadanos progres comunes y corrientes cuentan con recursos de poder para castigar debidamente al hereje; a lo más, en algunos casos, el ciudadano común dotado de tan fervientes creencias hace uso de las llamadas "redes sociales" para injuriar o vejar maliciosamente, o, si son figuras públicas o semipúblicas, mandar e-mail en los que profieren amenazas del tipo "me reservo el derecho a recurrir a acciones legales".
Es la intolerancia progresista.
Credo
No hay nada de original en eso. Todo credo político recluta feligresías convencidas de que sus posturas no nacen de una mera opinión o una hipótesis, sino expresan una Verdad Revelada anunciando la consumación de los tiempos a la que tendía el entero curso de la historia humana. Y una vez que dicha feligresía y su Iglesia se hacen mayoritarias, ¿quién es quién para encarar la avalancha? Aun en cuestiones menores es conocida la postura agresiva del ciudadano de a pie hasta con sus gustitos y opiniones, pero lo es mucho más si lo acompaña en su fervor una patota real o virtual. En épocas así, las de un Credo triunfante, pocos mantienen su independencia de criterio. Incluso intelectuales -y muchos- caen víctimas de la epidemia, aunque no todos se suman al rebaño por convicción, sino por miedo y/u oportunismo. Caso célebre y documentado es el de Charles Maurice de Talleyrand, ex obispo pasado al bando revolucionario, quien, haciendo de sacerdote en la Misa a la Razón celebrada el 14 de julio de 1790, en París, apenas pudo sofocar la risa que le daba protagonizar dicha farsa. De todos modos cumplió con su papel. No se bromea con los creyentes.
Talleyrand hizo bien. Tiempos como los suyos son aquellos cuando el fingimiento coincide con la supervivencia. Sucede toda vez que ciertas ideas adquieren la forma de una doctrina o al menos constelación de fonemas más o menos articulados y se hace hegemónica; a partir de ese momento el talante de la sociedad afectada primero se hace algo asfixiante y después insoportable. Cuando dicho ideario se convierte en el principio legitimador del Estado, en las tablas de la ley de la nueva elite en el poder, se pasa a una "fase superior" y la mera hostilidad del creyente hacia el herético o el escéptico cobra formas institucionales mucho más punitivas, a veces fatales. Maduro está en esas, en Venezuela, a lomos de su patético "socialismo bolivariano". Pobre Bolívar y hasta pobre socialismo.
Tolerancia
Sin embargo en etapas previas, cuando esas doctrinas tienen todavía escasos devotos, estos suelen clamar estentóreamente su derecho a la "tolerancia". La exigen y hacen de esa postura, a la pasada, un alarde glorioso, pero cuando su proselitismo crece y triunfa en el acto la tolerancia demandada se convierte en la intolerancia que imponen. Quienes pedían "libertad de cultos" queman en la hoguera a los descreídos; quienes mentaban el término "democracia" se las arreglan para destruir todo órgano de expresión o representación que no esté en la línea "correcta"; quienes hacían gárgaras con el "debate" se las ingenian para hacer de ellos Autos de Fe y expulsar a los disidentes a punta de empujones propinados por la barra brava. La etapa final la ilustra abundante documentación visual al alcance de todos los curiosos: es el mundo de la marchas del 1 de mayo en la ex URSS con jubilosos trabajadores -por decreto- desfilando ante los líderes del Kremlin, el espectáculo de las masas norcoreanas llorando a coro por la muerte del líder supremo, la entre aterradora y risible escena de generales septuagenarios rodeando a "Little Rocket Man" con libretitas en la mano para tomar apuntes de lo que espete, el muy filmado novelón de las masas cubanas que oían a Fidel siete horas seguidas explicando la enésima fallida zafra, en fin, el ritual de la obsecuencia cobarde y temerosa, el del oportunismo, de la vigilancia mutua de cada gesto y palabra de modo no muy distinto a como esa señora hizo con su marido. Vigilancia es la palabra. Las doctrinas e iglesias universales, la del progresismo o cualquier otra, terminan siempre instaurando la sociedad de la vigilancia mutua, de la sospecha y la inquisición. Léase Los que Susurran, del historiador Orlando Figes.
Convicción
Quienes caen en esas conductas -caen desde la razón que pregunta al dogma que evacua certezas- no se consideran actuando por gusto, sentimientos o siquiera interés; suponen haber sido iluminados por una resplandeciente revelación hasta entonces desconocida. A cada paso manifiestan dicha postura mesiánica; no "opinan" o "prefieren" tal cosa, sino son profetas de la VERDAD. Y las hay a granel; los marxistas creyeron descubrir el "socialismo científico" y en internet, hoy, algunos predican que la Tierra es plana. Son los exhumadores de lo oculto, la "vanguardia" pala en mano capaz de ver y desenterrar lo que nadie más ve y desentierra. Esa visión es tan importante y decisiva que merece todo sacrificio, especialmente si se trata del sacrificio de los descreídos.
Por eso el creyente en las Más Grandes Bellezas y Bondades de la Vida es quien, paradójicamente, está más preparado para cometer las peores bajezas, traiciones, crímenes, mentiras y malignidades si eso contribuye a la causa. Esta lo legitima todo y, al revés, deslegitima cualquier decencia intermedia que pudiera erguirse como obstáculo.
Muy lejos
Estamos lejos de todo eso, pero las semillas sembradas entre los nenes y los "brotes verdes" salidos de estos ya florecen y crecen. Dios mediante, no es improbable que en unos meses el país cambie agujas y tome otra vía. Es posible, además, que aun si eso no ocurre, el tránsito hacia el nebuloso futuro popular, callejero, democrático, tamborilero y con movimientos y actores sociales marchando por las amplias avenidas de la historia -a la Eduardo Artés- se quede a medio camino. Puede que se empantane en un Chile socialmente distinto con poco amor por las aventuras y con la dirección de una jefatura que pese a su retórica las ama aun menos. No vemos a Guillier, ilustre preparador de asados y devoto de las siestas, haciendo la revolución.
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