Columna de Héctor Soto: ¿Qué tan a la derecha, qué tan al centro?
Lo que haga o deje de hacer la derecha en los próximos años será bien decisivo para los rumbos que el país adopte en el futuro.
Si el llamado "nuevo ciclo de la política chilena" termina como pareciera que va a terminar –con el regreso a La Moneda de Sebastián Piñe-ra-, lo de estos años habrá sido sólo un paréntesis y no el inicio de una nueva era. Sobre este tema se hizo mucho caudal el año 2014, cuando la ciudadanía trajo de vuelta al gobierno a la Presidenta Bachelet, y los analistas anticipaban un futuro al que ningún rastro y tampoco ningún rostro del pasado sería capaz de sobrevivir. Todo indica que fue una confusión dictada por el exceso de entusiasmo. La idea del borrón y cuenta nueva podrá ser atractiva en el mundo adolescente, pero simplemente los países no evolucionan así. Las continuidades a veces son más fuertes que los propósitos de ruptura y, en este caso específico, el triunfo probablemente será del mismo gobierno y de la misma coalición que la Nueva Mayoría creyó haber derrotado para siempre.
Es arriesgado hacer planes y pronósticos de largo plazo en política. La DC con Frei Montalva iba a gobernar 30 años y tuvo que conformarse con seis. Allende se vio a sí mismo como el gran adelantado de un viaje irreversible al socialismo y, no contento con los 16 años que ya había estado en el poder, Pinochet fracasó cuando quiso extenderlos por ocho más. Y el nuevo ciclo que iba a comenzar ahora por lo visto se chingó. Por lo mismo, Piñera debiera tomarse con calma las versiones que le adjudican a la derecha no solo el próximo mandato sino también el siguiente. Eso nadie lo puede saber y, por las dudas, incluso para que nadie pierda el tiempo pensando en la pirámide que sueña construirse, es mejor que no se sepa.
Lo que haga o deje de hacer la derecha en los próximos años será bien decisivo para los rumbos que el país adopte en el futuro. Esta vez el reto será mayor. Si el primer gobierno de Piñera, que fue efectivo en términos de rendimientos pero pobre en legado, tuvo el mérito de disipar las dudas que planteaba el compromiso de la derecha con la institucionalidad democrática, ahora el sector será desafiado en su capacidad de hacer de Chile un país estabilizado y moderno.
El debate de qué tan a la derecha o qué al centro podría gobernar Piñera de momento es ocioso. Hasta en esto el expresidente, que es más hijo de las oportunidades que de la regla de cálculo y que siempre ha sido un político pragmático, ha tenido suerte, porque esa definición no le concierne. Bachelet está dejando el país con tantas distorsiones a cuestas que cualquier definición en ese sentido es un poco ridícula. La gente está demasiado desanimada, la economía con demasiados desequilibrios en la mochila y la política sobregirada de más como para que el nuevo mandatario se dé el lujo de preguntarse -por llevar el dilema a una caricatura- si quiere ser un Luis XVIII o ser un Macron. Son leseras. El horno no está para esos bollos. Lo que el país está pidiendo a gritos es un gobierno no de derecha, sino moderado, que vuelva a conectar la función gubernativa con el sentido común y con las principales expectativas nacionales, que básicamente son de seguridad, de respeto a la ley, de crecimiento y también de equidad. Nada de retroexcavadoras y nada tampoco de regresiones.
Al margen de lo que haya aprendido el país en estos años, que no se olvidará fácilmente, se supone también que la derecha debe haber aprendido algo. Aprendió, de partida, que la política es importante, a veces incluso más que las cifras. Aprendió de sí que es un sector mucho menos monolítico de lo que alguna vez ella misma y sus adversarios imaginaron. Aprendió también, según se pudo ver en las primarias recientes, que todas sus corrientes importan –la matriz conservadora, la vertiente liberal, la derecha popular, el mundo tecnocrático, la tradición socialcristiana- y que su desafío consiste no solo en respetar cada una de estas hebras, sino también en diversificarlas todavía más. La gran tarea de la derecha va a ser no que el país se parezca cada día más a ella, sino que ella se parezca un poco más al país.
Lo que todavía la derecha no aprende –y de esto hay pruebas contundentes en las últimas semanas- es a reaccionar adecuadamente cada vez que el gobierno acude a los temas valóricos y a las cuentas pendientes del pasado en materia de derechos humanos para colocarla contra las cuerdas. En unos y otros temas el sector tambalea. Aunque La Moneda sabe que es difícil que estos asuntos sean capaces de decidir la elección, la derecha pareciera tener miedo de reconocer que en estas materias (y también en otras) no tiene por qué tener un pensamiento monolítico.
La gran lección que dejarán estos años es que los gobiernos se ganan o se pierden en los sectores moderados. Piñera arriesgó el suyo en esa cancha, cuando la mayor parte de la opinión pública apoyó las movilizaciones estudiantiles del 2011, y el actual gobierno se descapitalizó por la razón exactamente opuesta: por tomarse demasiado literalmente las demandas de los líderes de ese movimiento. En esto Bachelet no hizo otra cosa que repetir la antigua fatalidad de la izquierda que –no es la primera vez- la lleva a enajenarse la confianza y el respaldo de los sectores medios. Si en otro tiempo este efecto fue decisivo en términos políticos –basta recordar que fue el factor que selló el destino del gobierno de Allende-, la ruptura ahora, cuando la clase media es más robusta y resueltamente mayoritaria, tiene resultados mucho más severos.
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