Columna de Óscar Contardo: Harvey el sucio y el silencio de una tribu

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La historia de Harvey Weinstein es un relato sobre la impunidad, sobre el temor que crece en la desventaja de un género sometido a criterios absurdos y también un cuento sobre la manera en que una tribu decide dejar a las víctimas al desamparo.




Hace falta un pueblo para criar a un niño, dice el proverbio que cada tanto se cita para aludir aquello que de tan evidente en ocasiones se pierde de vista. La educación es algo que no sólo ocurre en las escuelas, es algo que sucede también fuera de las universidades, en la mesa del comedor, en la calle. Es el todo y las partes, de ida y de vuelta. También hace falta un pueblo para guardar un secreto o varios, conservar esos secretos, procurar que se mantengan sellados al vacío o al menos restringidos a la calidad bastarda de los rumores. Nadie querría decir en voz alta lo que nadie querría escuchar. Ronan Farrow, el autor de la investigación que denunció los abusos de Harvey Weinstein -el productor de cine que durante años acosó, maltrató y violó actrices- explicó tras la publicación de su reportaje que él solo se dedicó a indagar en una situación de la que desde hacía mucho tiempo se hablaba bajo cuerdas en Hollywood.

Había cosas que se comentaban. Se rumoreaban. Se advertían.

Incluso las formas verbales acaban subyugadas a un indefinido y ambiguo "se sabía", cuando el poder entra en escena acompañado del miedo. Una combinación venenosa que se esparce como los malos olores y provoca la misma reacción: huir de la pestilencia, tratar de mantenerse a salvo de ella o ignorarla. Difícilmente el primer intento será buscar la fuente de la podredumbre. Sobre todo si de ella depende el bienestar de muchos y el futuro propio. La coacción es perfecta, porque es invisible y funciona internamente a contracorriente de los valores públicamente ventilados. ¿Cuántas de las celebridades que enarbolan todo tipo de causas ajenas prefirieron hacer la vista gorda frente al daño infligido a sus compañeras de oficio? Los monstruos ajenos son más fáciles de distinguir que los cercanos. Sobre todo si esos monstruos han ocupado su talento para mantener a la tribu de su lado, empujando carreras, exhibiendo trofeos, acudiendo a las marchas de protesta adecuadas y tejiendo con dedicación una red de lugartenientes y embajadores que les asegure la impunidad. Pelearse con ellos sería pelearse con muchos. Una mecánica con muchos ejemplos en la política, el deporte y la religión, pero que esta vez quedó al descubierto en el cine.

Luego del reportaje de Farrow, decenas de actrices han expuesto públicamente el acoso al que las sometían Weinstein y otros directores. Molly Ringwald -protagonista de Pretty in pink y una de mis heroínas de adolescencia- publicó su testimonio en el New Yorker en una nota titulada "Todos los otros Harvey Weinstein". En aquel texto contó que cuando tenía 14 años tuvo que soportar que un director de cine, un hombre maduro y casado, le metiera su lengua en la boca. Otro miembro del equipo la acorraló y abrazó hasta hacerla sentir su erección. Cuando tenía 20 –recordó la actriz-, un director la sometió a un ensayo humillante, obligando a su compañero de escena a ponerle en el cuello un collar de perros, algo que no estaba ni remotamente considerado en el guión, pero que satisfacía algún tipo de fantasía del realizador. "Lo siento", le susurró el actor a Ringwald mientras obedecía las órdenes. Todo eso ocurrió en frente de equipos de trabajo-hombres y mujeres- que prefirieron no intervenir. Molly Ringwald contó que después del ensayo en donde actuó una escena romántica con un collar de perro, lloró sola en un estacionamiento. Enseguida llamó a su agente describiéndole lo sucedido. El agente se rió y le dijo que ahora tendría algo que contar para cuando escribiera sus memorias. Tiempo más tarde, Ringwald abandonó el cine y se mudó a París.

La historia de Harvey Weinstein no es sólo la de un hombre que acumuló triunfos, dinero y poder que le dieron inmunidad para actuar como un depredador sexual. Su prontuario es también el relato de la forma en que una tribu, que cada tanto hace alarde de cultivar una conciencia delicada y sensible por los problemas de los más débiles, guardó silencio durante décadas sobre los abusos que se cometían bajo sus narices. Un relato sobre la impunidad, sobre el temor que crece en la desventaja de un género sometido a criterios absurdos y también un cuento sobre la manera en que una tribu decide dejar a las víctimas al desamparo, con tal de que el monstruo les siga sonriendo, contagiándolos con su éxito, acurrucándolos bajo su manto de poder.

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