Columna de Óscar Contardo: Las tragedias ajenas
En algún momento alguien se dio cuenta de que frente a la tragedia ajena lo único que nos conmueve es una historia transformada en espectáculo. Un relato que estimule nuestras emociones, que fabrique con la desgracia de los otros un producto que nos brinde compasión en formato de consumo.
En algún momento alguien se dio cuenta de que frente a la tragedia ajena lo único que nos conmueve es una historia. Tal vez nos podemos sorprender momentáneamente con una cifra que la describa –millones de desplazados por conflictos en el este de África, miles de musulmanes masacrados en Myanmar-, pero la concentración del público perdurará más si el desastre se encarna en una biografía en particular. Entonces, cuando eso ocurre, los segundos de interés podrán extenderse durante días, semanas, años o quizás quedar alojados para siempre en la memoria.
Por mucho que me esfuerce no podría recordar el número de muertos que provocó en 1985 el aluvión que siguió a la erupción de un volcán en Colombia, pero siempre estará en algún rincón de mis recuerdos la imagen de una muchacha atrapada, que sólo podía asomar su cabeza fuera del barro. Estuvo tres días así, rodeada de cámaras que intentaban ilustrar con ella la catástrofe de un pueblo. Los rescatistas agotaron todas las posibilidades, pero no había medios para salvarla. Aquella desgracia, la de un pueblo cubierto por el lodo en una región rural de un país extranjero, para mí y para muchos de mis coetáneos quedó resumida en la imagen de un helicóptero que se elevaba y dejaba atrás a una adolescente que agonizaba en medio de un paisaje arrasado.
La guerra en Afganistán logró tener un rostro cuando National Geographic puso en su portada la imagen de una joven refugiada de ojos verdes, que miraba con la desconfianza de los perseguidos a la cámara, y la tragedia desatada en Bielorrusia luego del estallido de un reactor nuclear cobró otra dimensión cuando Svetlana Alexievich publicó las historias de las víctimas en sus Voces de Chernobyl. Del mismo, más recientemente, la opinión pública mundial se volcó sobre la tragedia siria cuando la fotografía de un niño muerto sobre la playa se multiplicó hasta el hartazgo. Supimos de su padre desesperado huyendo de los bombardeos y de las razones que se confabularon para que el niño terminara a merced de la marea y de nuestra compasión. Había cientos de miles como él, pero sólo su tragedia o más bien la imagen de su cuerpo inerte transformado en un ícono macabro pareció remecernos.
Esta semana hubo un terremoto en Ciudad de México. Vimos imágenes de edificios desplomarse y escuchamos recitar todo el alfabeto sísmico –magnitud, epicentro, placas tectónicas- al que estamos acostumbrados. Pero antes de conocer los números y los datos del desastre, apareció una historia que como una carnada o como el péndulo de un hipnotizador capturó nuestra atención: había una niña atrapada entre los escombros de una escuela. La niña se llamaba Frida Sofía y se había comunicado con leves susurros con los rescatistas; las autoridades a cargo pensaban que era posible sacarla con vida.
Un canal de televisión mexicano tomó el caso de Frida Sofía como la columna vertebral de sus transmisiones, los medios titulaban con el nombre de la niña, los periodistas llamaban a tener calma y fe. Pero todo era mentira. No había una niña viva con ese nombre ni con ningún otro bajo los muros desplomados. Los periodistas de la cadena que inició la cobertura del supuesto rescate aseguraron que ellos no eran los responsables del engaño y las autoridades no supieron explicar de dónde había salido aquel relato perfecto para una audiencia hambrienta de tragedias con desenlaces de telenovela. Los reporteros de un medio más pequeño, en cambio, encontraron testimonios que aseguraban que los rescatistas y las autoridades sabían desde el principio que no existía tal niña esperando ser rescatada.
En algún momento alguien se dio cuenta de que frente a la tragedia ajena lo único que nos conmueve es una historia transformada en espectáculo. Un relato que estimule nuestras emociones, que fabrique con la desgracia de los otros un producto que nos brinde compasión en formato de consumo; que transforme la superficie más dúctil de nuestros sentimientos de solidaridad en una soga que nos mantenga a raya, capturados en la comodidad vulgar de una lástima pasajera.
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