¿Corrupción o lógica política?

Les pasó a Carlos Menem, a Fernando De la Rúa y ahora a los Kirchner.




La corrupción es uno de los hechos más esquivos de medir para la ciencia política, y uno de los delitos más difíciles de probar para la justicia penal. Por definición, es oculta y no deja rastros. En el soborno -la manifestación más conocida, aunque no la única, de la corrupción gubernamental-, ambas partes son culpables, sobornador y sobornado, y, por lo tanto, es tan infrecuente que alguno de los protagonistas denuncie el ilícito, como frecuente que todos se protejan entre sí. Lo que sí deja la corrupción son modos de vida difíciles de explicar.

Hecha la introducción, vale la pregunta: ¿la corrupción como fenómeno político se condice con su magnitud? Que haya muchas denuncias de corrupción, algo nos dice, pero no necesariamente todo. En Brasil, las actuales denuncias de corrupción contra el ex Presidente José Sarney coinciden con el hecho de que su rol es clave para definir el proceso electoral presidencial que viene. Y no es la primera vez que en este país el fantasma de la corrupción se agita en tiempos preelectorales.

En Argentina, el ciclo de las denuncias de corrupción parece coincidir con los momentos de decadencia de los liderazgos presidenciales. Le pasó a Menem, a De la Rúa y ahora a los Kirchner. En países tan presidencialistas como los nuestros, el dispositivo clave del cambio político es la deslegitimación de la cabeza del sistema. Es por eso, también, que somos tan adictos a mirar las curvas de auge y caída de la popularidad de mandatarios y caudillos. Cuando la popularidad está en su momento máximo, las denuncias de corrupción no son escuchadas por la opinión pública ni tienen mayor repercusión; contrariamente, estallan cuando la popularidad decrece.

Hay también otro elemento: la "valentía" de la justicia para encarar esta cuestión coincide con los momentos de poder y dis-poder. Esto es un hecho probado ya.

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