Los 22 días que sacudieron a Chile
El Semanal hace un repaso de los actores y los hechos en los días previos al 11 de septiembre de 1973 que terminaron con el Golpe de Estado.
La importancia que el historiador Paul E. Sigmund atribuye al período que comienza en la tercera semana de agosto de 1973 y culmina el 11 de septiembre en la historia chilena se debe, desde luego, a su perspicacia académica, pero también -y en forma muy prominente- a la percepción del observador que vive y sigue los actos del drama mientras están ocurriendo. Sigmund estaba tan atento a los acontecimientos que día por día sacudían a Chile, que pudo publicar su primer análisis sobre el golpe de Estado en la edición de Foreign Affairs de enero de 1974. Su conclusión provisoria en aquel artículo: "La política de Allende (…), que combinó inflación con deliberada polarización de clases, era una fórmula para el desastre". Más tarde, Sigmund exploraría con mayor detalle en el vértigo político de esos 22 días, además del papel que en él tuvo Estados Unidos.
La mayoría de los chilenos de entonces vivió esa época como la describe Sigmund: como un proceso de aceleración de la historia, jalonado por tensiones privadas e incidentes públicos y por la sensación generalizada de que todo tendría una salida violenta, un golpe de Estado o una guerra civil. No hay sobreviviente de aquellos días -incluidos los principales líderes políticos- que no identifique esas últimas tres semanas del gobierno de Salvador Allende como una progresión hacia la tragedia.
Para entonces ya habían ocurrido extensas paralizaciones productivas, la inflación y la emisión inorgánica estaban desatadas, las calles eran escenarios de desórdenes cotidianos y se había alzado un regimiento, el Blindados N° 2, que el 29 de junio rodeó con sus tanques La Moneda e intentó el derrocamiento del gobierno. Ese gravísimo incidente fue visto por algunos como un "ensayo", por otros como una victoria del gobierno y todavía por otros como una "oportunidad" por dar un vuelco decisivo en la correlación de fuerzas. Esta diversidad de enfoques para analizar un mismo fenómeno refleja con nitidez cuán teñidas por la ideología estaban las capacidades cognoscitivas del país.
La pregunta que persiste después de 40 años es: ¿Por qué nadie hizo algo eficaz para evitar el desastre? ¿O acaso era inevitable a esas alturas? Todos, o casi todos, los protagonistas dirían que en muchas oportunidades, desde la asunción de Salvador Allende en 1970, realizaron esfuerzos por impedir el quiebre de la democracia en los términos en que se produjo. Pero a partir del 20 de agosto, esos intentos cesaron o se convirtieron en meros manotazos de ahogado.
¿Qué ocurrió en esos días? Este trabajo se concentra en ese período, que hasta ahora no ha sido hollado en forma explícita, y ensaya una respuesta a partir de una investigación periodística de seis meses de los autores, basada en entrevistas a los actores y testigos y en una revisión de la amplia bibliografía existente.
La evidencia empírica muestra, sin lugar a dudas, que para 1973 la sociedad chilena estaba literalmente dividida en dos. Las elecciones parlamentarias de marzo de ese año dieron una mayoría consistente a la oposición constituida por el centro y la derecha y al mismo tiempo registraron un avance de los adherentes a la Unidad Popular, que de todos modos era demasiado lento como para que el gobierno hubiese alcanzado la mayoría incluso al final de su mandato, en 1976. Para un país tan enervado por la cuestión de las mayorías, era el peor de los resultados posibles, uno que no resolvía nada.
Se puede decir que esa división reflejaba un desacuerdo fundamental en la sociedad acerca del agotamiento de la estrategia de desarrollo y el ordenamiento político posterior a la crisis del 30, que quizás no haya sido debidamente ponderado, o acaso exagerado, por las partes en conflicto.
Pero sobre ese desacuerdo se encuentra otro, quizás más profundo y más dramático, que afectaba a todos los actores sociales y políticos relevantes: disensiones internas que, en mayor o menor medida, les hacían creer a todos ellos que su propia supervivencia estaba en peligro. Así como es cierto que los partidos del gobierno estaban profundamente divididos -y en a algunos casos, enfrentados-, también lo es que no había total unidad en las Fuerzas Armadas, la derecha y la Democracia Cristiana, e incluso en la Iglesia Católica y los movimientos obreros y estudiantiles.
Muchas de esas diferencias no nacieron durante la Unidad Popular ni son atribuibles a ella. Algunas se remontan a la historia de tales grupos, y otras a la vorágine ideológica que se inició en los años 60; por supuesto, están también los casos que se incuban o potencian con la llegada al gobierno de la UP. Pero, vistas en conjunto, confirman lo que es evidente en todo proceso político de la envergadura que tuvo este: que ningún grupo estaba por sí solo en condiciones de producir un desenlace. Si había un colapso en algún momento, lo sería por la convergencia más o menos desgraciada de un conjunto de causales: una falla multiorgánica, para usar una metáfora clínica.
ESTADOS UNIDOS: LOS OJOS Y LAS GARRAS DEL AGUILA
El lunes 20 de agosto de 1973, el Comité Cuarenta del gobierno de Estados Unidos aprobó un apoyo adicional de un millón de dólares para los partidos de oposición y el movimiento de los gremios del transporte terrestre y el comercio, en huelga en ese momento. El Comité Cuarenta coordinaba, al máximo nivel, las actividades anticomunistas globales del gobierno, el Pentágono y la CIA. Lo presidía el asesor de Seguridad Nacional del Presidente Richard Nixon, Henry Kissinger.
La evidencia del volumen de la intervención desestabilizadora de la Casa Blanca en Chile fue objeto de especulaciones hasta 1975, cuando una comisión del Senado, encabezada por el demócrata Frank Church, inició las revelaciones con el informe Acción Encubierta en Chile 1963-1973. Por iniciativa del Presidente Bill Clinton, se inició una nueva desclasificación revelada en 1999. Esta se amplió en el 2000 con el Informe Hinchey sobre las actividades de la CIA. Los 25.000 documentos desclasificados en EE.UU. sobre Chile forman una montaña de más de 50.000 páginas, todavía incompleta, además de las grabaciones y las memorias de varios protagonistas. Este cúmulo de información refleja que Washington dio una atención desproporcionada a Chile en relación a su tamaño.
El punto más dramático de esa intervención se registró antes de la asunción del electo Presidente Salvador Allende, entre septiembre y noviembre de 1970. El Presidente Nixon enfureció al conocer el triunfo de Allende y lo tomó de forma personal: "¡Ese hijo de puta! ¡Ese bastardo!", exclamó, mientras golpeaba con el puño la palma de su mano el 15 de octubre de 1970, en la oficina oval de la Casa Blanca. Nixon, que había criticado de modo áspero a los Kennedy por permitir la consolidación de Fidel Castro en Cuba, creía que debía impedir la ratificación de Allende por el Congreso si más del 60% había votado por los otros candidatos. La percepción de Kissinger era peor, según su colega en el Consejo de Seguridad Nacional, Roger Morris: "No creo que nadie en el gobierno comprendiese cuán ideológico era Kissinger en la cuestión de Chile. (…) Ocurrían en ese momento hechos desastrosos en el mundo, pero sólo Chile asustaba a Henry".
Las instrucciones de Nixon a Kissinger y al jefe de la CIA, Richard Helms, fueron categóricas: un plan en 48 horas. Las notas de Helms registraron sus lineamientos:
- "Es una probabilidad de uno en 10, tal vez, pero ¡salven a Chile!".
- "Vale la pena gastar".
- "No nos preocupan los riesgos que implica".
- "US$ 10.000.000 disponibles, más si fuese necesario".
- "Los mejores hombres que tengamos".
- "Hacer aullar la economía".
Kissinger calificó después estos esfuerzos como "tardíos y confusos". Se intentó sobornar a parlamentarios para que votaran en el Congreso por Jorge Alessandri, de modo que éste renunciara y Eduardo Frei se presentara a nuevos comicios, convocando el voto anticomunista. Se alentó un golpe militar a través del proyecto Fubelt (Fu era la clave para Chile, belt significa cinturón), una idea que derivó en el intento de secuestro y asesinato del comandante en jefe del Ejército, el general René Schneider. Y se intentó intervenir, hasta último momento, en las Fuerzas Armadas chilenas, hasta que el propio Kissinger desalentó esas iniciativas.
El crimen de Schneider produjo el efecto inverso y el Partido Demócrata Cristiano, sometido a fuertes presiones centrífugas, reconoció finalmente la mayoría relativa de Allende tras imponerle un "estatuto de garantías constitucionales". Allende fue ungido Presidente en el Congreso sin los votos de la derecha. Washington reconoció su fracaso.
Pero, ¿por qué esta preocupación desorbitada de Estados Unidos? Las primeras razones parecieron económicas. El gobierno de la Unidad Popular expropió la ITT, la empresa monopólica de las telecomunicaciones que, además, había participado en las conspiraciones contra Allende, y en 1971 nacionalizó la gran industria del cobre -con la votación unánime del Congreso- sin compensación. La empresa más perjudicada, Kennecott, persiguió por todo el mundo los negocios cupríferos de Chile en los siguientes años. Pero, en lo formal, los programas oficiales de créditos e intercambios entre Estados Unidos y Chile se mantuvieron sin muchas variaciones.
De modo que los motivos económicos no eran los principales para la Casa Blanca. La razón principal era otra: la Unidad Popular incluía al Partido Comunista. Esto no se hizo evidente para el gobierno chileno sino hasta diciembre de 1972, cuando, durante la visita de Allende a la ONU, el embajador de EE.UU., George H. Bush, le sugirió explorar una negociación formal de alto nivel. Poco después, siete representantes del gobierno chileno y siete del Departamento de Estado se reunieron en Washington para debatir el problema de las compensaciones a las empresas expropiadas.
Según uno de los enviados chilenos, el diputado de la Izquierda Cristiana Luis Maira, "era una maniobra casi sin destino, como para no dejar gestión sin hacer". La visita del Presidente a la Unión Soviética había dejado en claro que no tendría ayuda de Moscú y las conversaciones con el Club de París en torno a la deuda externa avanzaban a tranco lento. En paralelo, Chile intentaba servir sus compromisos internos con emisión de moneda, lo que empezaba a lanzar la inflación a las nubes. Por lo tanto, la negociación con EE.UU. era, aunque fallase, indispensable.
La delegación chilena fue encabezada por el embajador Orlando Letelier. Después de dos días sin avances, en un descanso, el secretario de Estado William Rogers y Henry Kissinger invitaron a Letelier a una reunión privada de casi una hora. Rogers le dijo que Washington no cedería en dos puntos: el descuento a la rentabilidad excesiva de las empresas nacionalizadas, que conducía a no pagarles nada. El otro lo describió Kissinger:
-América Latina es una región de casi ninguna importancia… Chile no tiene ningún valor estratégico. Nosotros podemos recibir cobre de Perú, Zambia, Canadá. Ustedes no tienen nada que sea decisivo. Pero si hacen ese proyecto de camino al socialismo del que habla Allende, vamos a tener problemas serios en Francia e Italia, donde hay socialistas y comunistas divididos, que con este ejemplo podrían unirse. Y eso afecta sustancialmente el interés de Estados Unidos. No vamos a permitir que tengan éxito. Cuenten con eso.
Era el segundo aviso que Allende recibía en este sentido. El primero le había llegado cuando era Presidente electo y aún no lo ungía el Congreso. El diplomático Armando Uribe le había contado al canciller de Frei, Gabriel Valdés, y también a Allende de un dato que le entregó el periodista Irving Stone: que en una reunión en Chicago con editores del Chicago Tribune, The Washington Post y The New York Times, Kissinger les había explicado que el problema con Chile era no sólo el influjo en América Latina, sino el antecedente que su elección significaba para la izquierda en Francia e Italia. El PC era el problema final, aunque fuese el más moderado de la coalición y a pesar de que la URSS de Leonid Brezhnev estuviese, no en su período más agresivo dentro del Tercer Mundo, sino en la detente, con diálogo en medio de las tensiones. El ojo del águila norteamericano estaba en muchas latitudes.
Para agosto de 1973, ya parecía que la entrega del millón de dólares a la oposición chilena sería la última. Las precisas informaciones de la CIA así lo sugerían. El 7 de septiembre, su estación local avisaba de una acción conjunta de las tres Fuerzas Armadas. El 9, el agente encubierto Jack Devine precisó: "Tendrá lugar el 11".
LA FUERZA AEREA: LA ESTRATEGIA DEL "DIVERSIONISMO"
En la mañana del lunes 20 de agosto de 1973, el Presidente Salvador Allende abordó un helicóptero de la Fuerza Aérea con rumbo a Chillán, donde encabezaría la conmemoración del 195 aniversario del natalicio de Bernardo O'Higgins. Los pilotos habían pensado en una idea extrema; desviarse de la ruta y secuestrar al Presidente en algún lugar del sur. Con ello pretendían responder a la crisis que vivía la FACh, aunque su acción también podía ser el inicio de un golpe de Estado. Sin embargo, en el camino desecharon el plan.
La FACh había despertado ese día en estado de exaltación. Apenas unas horas antes, en la noche del domingo, el comandante en jefe, general César Ruiz Danyau, se había presentado de uniforme en el programa de Canal 13 "A esta se improvisa" y los representantes de la oposición, el joven dirigente gremialista Jaime Guzmán y el democratacristiano Jorge Navarrete, se habían dado un festín explorando sus contradicciones con el gobierno de la UP. Un festín algo sombrío, porque ninguno de los inteligentes panelistas ignoraba la gravedad de que un general participara en un debate político. Con un detalle aún más serio: Ruiz Danyau ya no era el comandante en jefe.
Ruiz Danyau era el único de los comandantes en jefe al que Allende conocía desde antes de asumir el mando y por ello creía tener con él una cierta amistad. Cuando convocó a los comandantes en jefe para integrarse a un gabinete de "Seguridad Nacional", cuyo principal objetivo sería desmantelar un nuevo paro de los camioneros (iniciado el 26 de julio), le permitió elegir la cartera que preferiría. El 9 de agosto, Ruiz Danyau juró como ministro de Obras Públicas y Transportes. La selección tenía una intención inconfesable: Ruiz Danyau quería evitar que el gobierno aplastara a la organización de los transportistas.
Pero seis días después, el subsecretario de Transportes Jaime Faivovich lanzó un ultimátum anunciando la requisición masiva de camiones en caso de continuar el paro. Viéndose sobrepasado, Ruiz Danyau presentó su renuncia como ministro. Allende le pidió continuar, en vista de que el paro estaba por quebrarse. Ante la insistencia de Ruiz Danyau, el Presidente intentó que asumiera el cargo otro general de la FACh. Pronto percibió que ninguno lo haría sin una oferta más tentadora, como la comandancia en jefe. Fue lo que ofreció a los dos generales siguientes en la línea de mando, Gustavo Leigh y Gabriel van Schouwen. Pero ninguno quiso aceptar hasta que se resolviera la situación de Ruiz Danyau.
En la tarde del 17 de agosto, después de una presión insoportable, Ruiz Danyau firmó su renuncia al ministerio y a la FACh. El Presidente la llevó en su bolsillo a la cena secreta que tendría con el senador de la DC Patricio Aylwin en la casa del cardenal Raúl Silva Henríquez.
El general Leigh condicionó su aceptación a no asumir el ministerio; el Presidente aceptó que ese cargo fuese asignado a otro general, Humberto Magliochetti, quebrantando la exigencia que había hecho a Ruiz Danyau. Indignado por este cambio, el general decidió que, aunque había firmado una carta pero no su expediente de retiro, su situación final no estaba sellada. Se sentía burlado.
Sin embargo, el nombramiento de Leigh como comandante en jefe fue cursado el sábado 18. Por eso, la aparición de Ruiz Danyau en "A esta hora se improvisa" era, además de irregular, una perturbación muy seria.
En la mañana del 20, los oficiales de las bases aéreas de El Bosque, Cerrillos y Colina ordenaron un "autoacuartelamiento" que, según el comunicado emitido por el jefe de relaciones públicas de la FACh, comandante Ramón Gallegos, tenía por objetivo rechazar el procedimiento del gobierno para sacar al general Ruiz Danyau. Otras bases de provincias se unieron. Era una insurrección en gran escala. Poco después del mediodía, el ministro de Defensa y comandante en jefe del Ejército, general Carlos Prats, ordenó a su jefe de Estado Mayor, el general Augusto Pinochet, y al comandante en jefe de la Armada, almirante Raúl Montero, acuartelar en primer grado a sus unidades principales para prevenir hechos mayores.
Prats se restó en forma deliberada de la crisis de la FACh, ante las seguridades del general Leigh de que sería controlada. Con Allende ausente de La Moneda, fue Letelier, entonces ministro del Interior, quien enfrentó la situación. Pidió al PC que Orlando Millas lo acompañara en su gabinete. Dio instrucciones a Prats y a Carabineros y ordenó al intendente Julio Stuardo clausurar la radio Agricultura e informar de lo que ocurría a todos los partidos, salvo al Partido Nacional.
Ruiz Danyau se fue en la mañana a la base de Cerrillos, donde lo esperaban unos 80 oficiales que exigían su restitución en el mando. Después de avisar al general Leigh, se trasladó a la base El Bosque, donde se habían juntado unos 200 oficiales en el anfiteatro principal. La reunión no fue apacible. En el clima de exaltación dominó la idea de obligar al gobierno a reponer a Ruiz Danyau. Pero ya estaba claro que ni el Ejército ni la Armada se plegarían, en ese momento, a semejante aventura.
Cuando llegaron Leigh y otros generales, se reunieron con Ruiz Danyau. Le reprocharon su conducta ambivalente, la excitación en las bases aéreas y, en especial, su asistencia al programa "A esta hora se improvisa". Antes de las 19, Ruiz Danyau aceptó irse y reconocer el mando de Leigh. El nuevo comandante en jefe partió a La Moneda e informó al Presidente y a los ministros Prats y Letelier. Al regresar de Chillán, Allende leyó esa noche un comunicado apaciguador por cadena nacional.
El coletazo de la crisis se produjo en la mañana siguiente, el 21, cuando una cincuentena de mujeres, más tarde identificadas como esposas de oficiales de la Fuerza Aérea, se reunió frente al Ministerio de Defensa a gritar consignas en apoyo a Ruiz Danyau y en contra de Prats, a quien atribuían la caída del general. Prats, agripado y con fiebre, contempló el incidente y después de almuerzo se fue a su casa. No imaginaba lo que vendría.
Tampoco Leigh permaneció tranquilo. A lo menos desde la segunda mitad de 1972, se había embarcado en una sucesión de reuniones con altos oficiales de la propia FACh, la Armada, el Ejército e incluso Carabineros, con vistas a derrocar al gobierno de la UP. Hacia junio de 1973, tales encuentros ya tenían la forma de una conspiración: no involucraban a los comandantes en jefe, se realizaban en secreto y estaban al margen de las reglas.
En cuanto asumió la jefatura de la FACh, Leigh notificó a sus contertulios que no podría seguir asistiendo. Lo representaría el subjefe del Estado Mayor Conjunto, el general Nicanor Díaz Estrada, un hombre más vehemente que él mismo, que se venía enfrentando al gobierno con sus esfuerzos por inculpar a la ultraizquierda del asesinato del edecán naval del Presidente, el comandante Arturo Araya, a pesar de las crecientes evidencias que acumulaba la policía de Investigaciones sobre la ultraderecha.
Leigh debía cuidarse. Era la primera pieza en la estrategia de copar los mandos superiores de las Fuerzas Armadas. El gobierno no confiaba en él, pero carecía de alternativa. Estaba entregado a su obediencia constitucional.
La FACh también se sentía amenazada desde dentro. Dos de sus generales trabajaban para el gobierno y simpatizaban abiertamente con él: Alberto Bachelet, designado en la Dirección de Abastecimiento y Comercialización; y Carlos Dinator, auditor. Ambos habían sido aislados delicadamente del cuerpo de mando, pero Leigh sabía que otros oficiales y suboficiales simpatizaban con la UP; algunos tenían hijos o sobrinos que militaban en partidos de gobierno o, peor aún, en el MIR. No había forma de calcular la capacidad de deteriorar el mando que ellos tendrían en caso de una insurrección de la FACh. El quiebre no era una mera fantasía. Contribuían a esa idea, de modo paradójico, los diarios y revistas de la UP que desde agosto venían publicando listas de oficiales "golpistas"; los mandos se preguntaban de dónde salían esas informaciones.
Leigh no ocultó sus intenciones en un aspecto: la aplicación de la Ley de Control de Armas, una norma dictada en 1972 para limitar lo que entonces parecía un creciente incremento del armamento en manos privadas. Después del "tanquetazo" del 29 de junio de 1973, las Fuerzas Armadas decidieron aplicarla con más severidad y la vanguardia de ese endurecimiento la tomaron la Armada y la FACh.
Los sectores revolucionarios la consideraban una ley represiva y denunciaban su uso abusivo por parte de las Fuerzas Armadas. No cabe duda de que esas operaciones frenaban las actividades de entrenamiento militar, distribución de armas y acumulación de fuerzas irregulares en los bastiones del "poder popular"; los obligaban, por lo menos, a sumirse en el disimulo y la clandestinidad.
Entre agosto y septiembre, la FACh tomó iniciativas que iban algo más allá de sus simples entornos. Aunque el Presidente apoyaba la ley, las denuncias de sus partidarios lo llevaron a plantear varias veces sus reparos al jefe de la FACh. Leigh, extremando sus capacidades de disimulo, hizo notar a Allende lo "extraño" que era el hecho de que nadie denunciara el armamentismo de derecha.
El ahora ministro de Defensa, Orlando Letelier, desconfiaba mucho más de Leigh. Consideraba, como diría más tarde a Joan Garcés, que era el líder del "diversionismo" con que trataban de apaciguar al gobierno los que preparaban el golpe de Estado.
Dos operaciones militares llevaron las cosas a un punto límite. La primera ocurrió el 4 de agosto en Punta Arenas, en la fábrica Lanera Austral, donde tropas combinadas bajo el mando del jefe de la V División, el general Manuel Torres de la Cruz, entraron al amanecer y sometieron a los obreros a un violento proceso de registro e interrogatorio. Uno de ellos, Manuel González, fue muerto de un balazo. Las tropas no encontra ron armas.
Allende envió a dos ministros -Jaime Tohá y Sergio Insunza- para investigar en forma independiente. El informe que elaboraron atribuía uso excesivo de fuerza a los soldados de la IV Brigada Aérea. Cuando lo recibió Leigh, todavía jefe del estado Mayor de la FACh, dijo que lo estudiaría, pero que en principio estimaba que había elementos exagerados.
Un mes más tarde, en la noche del 7 de septiembre un fuerte contingente de la FACh se dirigió a allanar una casa contigua a las industrias Sumar, en el área de San Joaquín. Según la versión militar, mientras se desarrollaba esa operación, los soldados fueron atacados desde el interior de la fábrica Sumar-Nylon, por lo que decidieron allanarla. Mientras los obreros eran sacados a la calle, se inició un concierto de sirenas y alarmas, y "unos 500 hombres" comenzaron a acercarse. Para evitar un enfrentamiento, los camiones de la FACh se retiraron… con 23 detenidos.
Esa noche, el ministro Letelier cenaba en casa del general (R) Prats y habló varias veces con Leigh, instándolo a retirar a las tropas. Luego lo citó a su despacho para la mañana del sábado 8, a donde también había citado al director de Investigaciones, el socialista Alfredo Joignant. Para irritación de Leigh, Letelier dijo que la investigación oficial la llevaría la policía civil y que en adelante las Fuerzas Armadas no realizarían allanamiento alguno sin consulta y consentimiento previo del mismo ministro.
Leigh no se opuso a estas medidas. Pero se sentía en el borde. Muchos años después, el entonces comandante Ernesto Galaz estimaría en el programa Mentiras verdaderas de La Red que entre la oficialidad de la FACh había un 10% que simpatizaba con la UP y se oponía a un golpe de Estado, y otro 10% que tenía "una inquina enorme contra el gobierno". El 80% restante, dijo, era gente que no apoyaba ni a unos ni a otros y que sólo "se quedaron con los que ganaron".
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