Perdidos en Kioto
Lejos de la vorágine de las grandes urbes japonesas, la ciudad del distrito de Kansai vive en otro tiempo, donde kimonos, pequeños barrios con restaurantes, casas de té y los gigantescos templos son la atracción principal.
Todos aman Tokio. ¿Cómo no hacerlo? Es gigante, luminosa, con locales de comida rápida que dejarían humillados a algunos restaurantes de renombre; está llena de referencias culturales reconocibles para quienes crecieron en los noventa viendo series animadas niponas y en cada esquina está pasando algo en cada momento. Pero también es ruidosa, cara, excesivamente computarizada y sobrepoblada, por sobre todo sobrepoblada. Y si bien es un lugar donde las tradiciones y costumbres son celebradas y valoradas, los edificios comerciales le han ganado terreno a los templos, por lo que es difícil encontrar un espacio silencioso y espiritual que complete la postal mental que hay en Occidente del país asiático.
Pero tres horas al sur (si se va en tren bala o cuatro horas y fracción en uno normal), a 425 kilómetros, está Kioto, que puede no ser la primera ciudad en la que uno piensa cuando imagina Japón. Comparada con Osaka, Yokohama e incluso Hiroshima y Nagasaki, es menos popular, pero de todas formas se las ha arreglado para ser un polo turístico explotando su mayor atractivo: la tranquilidad. Una silenciosa, pacífica y rural ciudad japonesa que no ha sido capturada por los edificios de pantallas led y el j-pop para vivir en otra era. Tiempos más simples, si se le prefiere, donde la tradición y la vida cotidiana van de la mano.
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Kioto-shi, como se le llama en japonés, significa "ciudad capital". La razón es que este lugar –fundado en el año 794- fue el centro neurálgico del país hasta 1868, cuando el emperador Meiji decidió mover todo a Tokio, dejando atrás gigantescos castillos y templos milenarios. Por lo mismo, esta ciudad sigue encerrada en sus tradiciones y entrar a ella implica romper con algunas costumbres occidentales. Ahí por ejemplo se duerme en un ryokan, piezas de hotel en las que las camas se arman en el suelo durante las noches y se guardan en las mañanas y se desayuna pescado ahumado y arroz, pues es tradición en cada hotel o residencial servirlo a sus huéspedes. También hay que acostumbrarse al sentō, un tipo de baño público japonés donde los clientes pagan para entrar y bañarse. Separados por sexo, las personas reciben en la entrada jabón, un balde de madera (si el lugar es elegante), toalla y sandalias. Tras pasar por el camarín y desvertirse el pública llena con agua su balde, se la echa en el cuerpo, se enjabona y repite. Una vez limpio se puede pasar a piscinas de agua caliente –generalmente termal- a descansar. Está de más decir que no se puede entrar con traje de baño y, aunque puede ser intimidante en un comienzo, a menos que usted sea un yakuza y esté tatuado de pies a cabeza, nadie mira a los demás.
Dejado el occidentalismo atrás, hay que seguir avanzando y la mejor forma es conociendo la religión del lugar, el sintoísmo. El año 711 en el distrito de Fushimi, en medio de un cerro poblado por vegetación, se levantaron las primeras estructuras del santuario del espíritu Inari (Fushimi Inari-Taisha), una deidad con forma de zorro que, según la mitología nipona, trae buena fortuna a los negocios. Acceder al santuario es fácil, pues está muy cerca del centro de la ciudad, a minutos de la estación de metro Inari. También se puede rentar una bicicleta, una forma ideal para conocer el comercio que rodea el templo.
Subir el monte puede ser un verdadero desafío para la condición física, pero vale la pena: además de recorrer senderos que atraviesan la misma naturaleza, en las paradas más grandes hay estatuas de zorros a las cuales se les puede –y se recomienda- dejar ofrendas, todo esto guiado por los gigantescos y cerca de mil toriis rojos (pilares de madera que forman arcos) que crean un sendero gigantesco e interminable y que han sido donados por hombres de negocios que le agradecen así su fortuna a la deidad.
El santuario no es el único atractivo de otro tiempo. La gigantesca pagoda To-Ji (de cinco pisos y cerca de 57 metros de altura) es el símbolo y punto central de Kioto. También el castillo Ni-jo, famoso por sus jardines y, por supuesto, el Palacio Imperial, la antigua residencia del jerarca.
Sin embargo, hay dos edificaciones en la ciudad que son particularmente llamativas: Kinkaku-ji, conocido como el pabellón de oro, y Ginkaku-ji, el de plata. El primero, construido en 1397 como la lujosa casa de descanso del shogun (alto cargo militar) Ashikaga Yoshimitsu, que como dice su nombre, posee placas doradas. El segundo, con una historia más triste, es el intento de Ashikaga Yoshimasa, nieto del anterior, por emular el lujo de su antecesor. Se dice que su idea era cubrir de plata lo que su abuelo cubrió de oro, pero se quedó sin recursos a mitad del camino. Ambos son impresionantes por dentro y por fuera, al igual que las callecitas aledañas, pues es ahí donde se puede ver lo que se llama "cultura viva" y cómo se preservan en esa zona las tradiciones partiendo por la vestimenta de las personas que usan kimonos o yukatas y también el comercio, que mezcla artesanías para los locales y souvenirs para los turistas. Entre ellos, la figura de Daruma, un pequeño muñeco de forma ovalada y rojo intenso, de ojos blancos, bigote y sin brazos ni piernas que representa al fundador y patriarca del zen y que perdió la vista y sus extremidades por tanto meditar. Los ojos de Daruma están hechos para pintarse: primero el izquierdo para establecerse una meta y luego el derecho, cuando esta se ha cumplido.
Otra experiencia que hay que vivir son las ceremonias en torno a ciertas comidas. Primero, a diferencia de lo que ocurre en el resto del mundo, en Japón no hay restaurantes de shushi en cada esquina, y, como ya es bien sabido, no se come con queso crema. Los lugares de sushi son caros, los bocados pequeños y se recomienda ir vestido semiformal para honrar al maestro que filetea y sirve el pescado frente al comensal. Difícil encontrar alguno que lo haga mal, todos son deliciosos.
Por otro lado están las ceremonias del té, las que duran cerca de una hora y sólo se puede acceder en grupos reducidos. Ahí se enseña a preparar esta bebida con una tranquilidad y serenidad que pone a prueba la paciencia de los acelerados. El té que se sirve, junto con los bocadillos de tofu y soya, también desafían el paladar occidental, así es que si no está acostumbrado a los sabores amargos y ácidos, absténgase.
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Kioto se mantiene así, tradicional, gracias a que es la capital cultural de Japón y a que fue la única ciudad japonesa que no fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Por lo mismo, la modernidad se ha mantenido distante: a pesar de que allí viven casi un millón y medio de personas, los edificios y rascacielos son los menos. La ciudad vive del turismo, las residencias universitarias, el arte y –créalo o no- Nintendo, la compañía de videojuegos que fue creada en esa ciudad.
Pero tanta tranquilidad no la ha dejado sin vida nocturna, y esta tiene un barrio completo. Todo lo que rodea la estación Gion-Shijo es territorio muerto durante el día, pero cuando se va la luz del sol se convierte en otro lugar. Ahí hay que dejar que guíe la nariz y caer en cualquier lugar que venda takoyaki, unas bolitas de masa rellenas de pulpo y vegetales, crujientes por fuera y esponjosas por dentro que se cubren con una espesa salsa. Pida una botella de sake y no se asuste si a los primeros tres sorbos no le encuentra la gracia, al cuarto ya va a sentir algo.
Gion está hecho para perderse, para visitar cuanto lugar se pueda. Algunos son más tradicionales, atendidos por geishas que conducen a los visitantes a sus mesas en el suelo. Otros, más contemporáneos, están en subterráneos donde el karaoke y las canciones de moda –incluyendo "Despacito"- encuentran refugio. Ojo, eso sí, con los lugares que dicen "+18" o "Love hotel", se entiende.
Para finalizar cualquier jornada, en las calles se pueden encontrar pequeños puestos –donde no caben más de 10 personas- que venden ramen. Esa sabrosa preparación que junta un espeso caldo de carne con gomosos fideos, verduras y láminas de cerdo, todo reunido en un solo plato que se debe comer caliente y sorbeteado, otra costumbre que llama la atención de quienes no son de esta parte del mundo pero que hay que saber que en esta parte del mundo significa que a uno le gustó el plato y no puede esperar a que se enfríe para comer.
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