Reinar en el pozo

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Haya sido por olfato, azar o ambas cosas, Trump dominó los códigos del internet degradado de hoy, donde provocar, insultar y dar recetas simples parece que no te resta, sino que te suma. Una pieza más del puzle que lo llevó a la Casa Blanca.




En la larga noche del pasado martes, cuando el triunfo de Trump ya era innegable, el demócrata Van Jones, comentarista habitual de CNN, hizo una intervención al aire muy sentida, que al otro día se viralizó. Tras felicitar caballerosamente a los partidarios de Trump con los que compartía panel, reconoció que para él la derrota era algo serio. Habló de pesadilla, de no saber cómo explicarles a sus niños que un tipo con los valores opuestos a los que les enseñaba se había convertido en presidente.

A diferencia de Van Jones, y de muchos que postearon sus sinceras palabras, no me pareció tan pesadillesco tener que decirles a tus hijos que a veces ganan los villanos, que el mundo puede ser un sitio muy hostil. Tal vez por eso fue otra intervención de este ex asesor de Obama la que capturó mi atención: una teoría sobre Trump, que ya había escuchado, pero no con tanta elocuencia. Sostuvo que así como Franklin D. Roosevelt fue el candidato de la radio, John Kennedy el de la TV y Obama el de internet, Trump era el candidato del reality show y las redes sociales. El político que primero domina los medios de su época es el que resulta triunfante, reflexionó, y que Trump acababa de probar lo último.

Convincente.

Se dice que Roosevelt se volcó a la radio por sus dotes de orador cercano, un medio que le permitía además disimular sus problemas físicos. Sabemos también que un poco conocido senador de Massachusetts de apellido Kennedy alteró el curso de la historia el día que participó en el primer debate televisado de Estados Unidos. Lo de Obama en su primera campaña lo tenemos todavía fresco: entendió la importancia del email, tanto para pedir pequeños aportes como para comunicarse con sus seguidores, y manejó con habilidad otras nacientes herramientas.

Es cierto que a Trump le debe haber servido su experiencia en la televisión (esta campaña parecía a ratos el mayor reality jamás realizado; y lo ganó). Pero su olfato —o suerte— para usar la degradación del debate público de los últimos años, propiciada en gran medida por el enviciamiento de las redes sociales, pareciera ser un factor aún mayor.

El internet de hace algunos años era distinto, supuestamente más educado y ciudadano. Auguraba cambios, mayor democracia, prometía ocupar Wall Street y organizaciones como Wikileaks desafiaban al poder. Ese fue el de Obama.

Cuando apareció Trump, ese internet ya era otro. El de hoy es el internet de los memes, de los trolls, de la conspiración, del cyberbullying y del clickbait. Un espacio donde la provocación, el matonaje, la mofa, las explicaciones simples y la alharaca no se castigan: se premian. Un internet donde se recompensa lo extravagante por sobre lo serio, porque lo primero da más clics. Trump los tuvo.

Ese ambiente tiene un correlato en los medios de comunicación, que han quedado expuestos. El Huffington Post dándole un 99 por ciento de probabilidades de ganar a Clinton y Breitbart.com (su espejo en la derecha), acusando amaño o arreglo electoral son dos caras de la misma moneda. Lo mismo una web de izquierda llamando a humillar a los partidarios de Trump y el fenómeno de los trolls nacionalistas organizándose en rincones anónimos, como los foros de Reddit. Sólo la internet enrarecida y nihilista como la de estos días puede producir situaciones como la de este miércoles: un ex cabecilla del KKK agradeciendo a través de Twitter al líder de Wikileaks, llamándolo héroe y exigiendo su liberación.

"¿Por qué estamos perdiendo el internet frente a la cultura del odio?", se preguntaba la revista Time hace poco en su portada. Adentro, un tema sobre los trolls, personas a menudo anónimas que buscan deliberadamente la máxima provocación y disrupción y que están convirtiendo la web en un "pozo séptico de agresión y violencia".

De anónimo, Trump no tiene nada, pero su gesta política fue tremendamente disruptiva y obtuvo réditos de la provocación y los insultos (las personas, lugares y cosas que insultó en Twitter durante la campaña, 282, las compiló e imprimió todas The New York Times a dos páginas, en una medida más autogratificante que efectiva).

Uno de los aspectos más curiosos del enfoque de Trump para ganarles a sus oponentes lo advirtieron tiempo atrás medios como The Washington Post: aniquilar con un sobrenombre ofensivo a sus rivales serios, una etiqueta que inventaba y repetía y repetía hasta prácticamente conseguir que se pegase. En las primarias republicanas, que fueron igual de virulentas que la elección final, hablaba de "Little Marco" (Rubio) y de "Lyin' Ted" (Cruz), por chico y mentiroso, respectivamente.

A Clinton le puso "Crooked Hillary", por considerarla turbia. Ningún apodo muy sutil, pero le funcionó: hasta sus no-partidarios los repetían. Como observa el Post, hay un instinto humano a desestimar la ambigüedad y abrazar los etiquetados como una forma de certeza y estabilidad. Sus tácticas se alineaban a la vez con otras: dividir el mundo entre winners y losers, hablar sólo en frases cortas y referirse a cualquier tema —cualquiera— con absoluta certeza.

Nada muy presentable, por cierto, pero todo muy a tono con el espíritu de estos tiempos.

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