Roger Federer: El clásico eterno

Asoma el lado más humano del campeón que ha marcado una época con su modo de jugar al tenis. Un hombre de familia que no siente ninguna presión en las pistas.




Representa un clasicismo que desaparecerá cuando deje la raqueta. Algo que, con casi 33 años, no entra en sus planes, como demostró en la vibrante final de Wimbledon que le arrebató Djokovic en el quinto set. Entre viñedos de champaña, descubrimos el lado más humano de un campeón que es libre, porque lo ha ganado todo. Un hombre de familia, amante de la buena mesa, que siente cero presión por estar a la altura de la perfección que le atribuyen.

La tarde del pasado 6 de julio, tras un vibrante duelo en la hierba del All England Club, Novak Djokovic levantó entre sollozos el refulgente trofeo de ganador de Wimbledon con el que ha reconquistado el puesto número uno del mundo y se acercó al micrófono conectado a la megafonía de la pista central para decir, medio en broma, medio en serio: "Gracias por dejarme ganar hoy".

El destinatario del mensaje, un sonriente Roger Federer, permanecía a escasos metros sosteniendo en sus brazos el galardón de finalista. Vestido de inmaculado blanco-Wimbledon, apenas parecía mostrar rastro de sudor ni en el rostro, ni en el cabello castaño, ni en el resto de su cuerpo, tras casi cuatro horas extenuantes de partido en las que había entonado un recital de clasicismo técnico cargado de ecos de otra época que obligó a su adversario a disputar un ajustadísimo quinto set en la última final del torneo más antiguo y prestigioso del mundo.

"Por eso ostenta 17 Grand Slams y por eso ha sido el mejor jugador de todos los tiempos", prosiguió Djokovic honrando a su oponente, siete veces ganador de Wimbledon. "En los momentos difíciles siempre saca sus mejores disparos. Es un ejemplo de gran atleta, un modelo a seguir para muchos niños, y respeto mucho su trayectoria". Federer asintió manteniendo la sonrisa. Acababa de demostrar con una derrota por la mínima en la última manga por qué, a los casi 33 años que cumple en agosto y tras 16 como profesional, sigue siendo uno de los reyes de este deporte. Y probablemente el último exponente de la elegancia en el tenis.

Esta última cualidad es algo que el icónico suizo despliega tanto dentro como fuera de la pista. Una buena forma de comprobarlo en persona fue viajar semanas antes de esta final de Wimbledon hasta la localidad francesa de Épernay, en el corazón de la Côte des Blancs, donde alberga sus bodegas la  maison más universal del champaña de la que Federer es embajador. El genio de Basilea se presentó ante este periodista tras abrir él mismo las puertas correderas con espejos de aire versallesco que cierran una majestuosa estancia de la primera planta de la residencia de Trianon, el palacete que ordenó construir Jean-Remy Moët, talentoso nieto del fundador de la casa Moët & Chandon, para albergar las visitas de los mismísimos Napoleón y Josefina. Entró en una sala decorada con sillones Luis XVI luciendo sus esbeltos 1,86 metros embutidos en un traje de Dior azul oscuro y una camisa de Louis Vuitton de color blanco y lunares burdeos. Sus modales de príncipe y la bonhomía sincera parecían ratificar la calificación a quien fue considerado hace tres años, en una encuesta del Reputation Institute, como el hombre que despertaba más confianza en el planeta después de Nelson Mandela.

¿No le agota parecer tan perfecto?

Siento cero presión al respecto. Soy lo que soy. Puede que la gente piense que soy el chico perfecto, pero no lo soy en absoluto. Tengo mis problemas, meto muchas veces la pata y aprendo de ello. Estoy orgulloso de representar bien al tenis y de ser la imagen de grandes marcas. Y disfruto haciéndolo. Si no tuviera esta sensación, te aseguro que lo dejaría todo. Llegado a este punto de mi vida, necesito hacer cosas que realmente me gusten. No intento pulir una imagen perfecta, mejor de la que la prensa y la gente creen que tengo. Es cierto que soy educado y respetuoso y trato de ser un ejemplo para los niños. Pero si eso te hace pensar que parezco el chico perfecto, la verdad es que no lo soy en absoluto.

Bronceado y sin perder la sonrisa en ningún momento, Federer había venido hasta la región de Champaña una semana antes del arranque de Roland Garros para dar rienda suelta a su nada oculto espíritu gourmand. Siendo imagen de Moët & Chandon, no quería perderse la inauguración del restaurante efímero LE & amp;, que ha brindado a sus comensales hasta el pasado 9 de julio un maridaje de champañas especiales de la maison, como el novísimo Grand Vintage de 2006, con los platos del afamado chef Yannick Alléno. "En este caso, para mí resulta especialmente atractiva la idea del chef de cave de Moët & Chandon, Benoît Gouez, de maridar un menú en el que el eje central es precisamente el vino de champaña", explica el suizo. "Y además está el hecho de que colabora en esta propuesta con el chef Yannick Alléno, cuyo trabajo adoro. La alta cocina es una de las cosas que más disfruto con mi esposa. En cuanto me contaron la idea de lo que vamos a experimentar esta noche, no dudé un segundo en escaparme una semana antes de Roland Garros. También vine aquí para empezar a liberar tensión antes del torneo. Pensar en algo más que el tenis es también muy importante".

Su papel en el torneo francés fue digno de olvido. Capituló en octavos de final ante el letón Ernest Gulbis. Antes pasó por Roma sin pena ni gloria. El nacimiento de sus gemelos Leo y Lenny en mayo le hacía tener el foco en otro sitio. Pero llegó Wimbledon para reivindicar su figura ante el avance de un nuevo estereotipo que viene reclamando un relevo en el ranking mundial. Raonic, Dimitrov (ambos liquidados en semifinales por Federer y Djokovic, respectivamente), Kyrgios (que apeó a Nadal en octavos de final)… Altos y recios como castillos, por encima del 1,90 de estatura y con una fuerza en el saque difícil de contrarrestar.

Frente a este cambio de paradigma y empuje de juventud sigue brillando la veteranía de Federer, actual número tres del mundo y el tenista que ha permanecido más semanas (302) como número uno de la disciplina. El secreto de su éxito sigue residiendo en la apuesta por mantener la fuerza de su saque y dosificar sus pasos para subir como una gacela a la red, demostrando quién manda en la pista e imponiendo su juego de alta precisión que busca al adversario a contrapié con golpes ganadores y ángulos imposibles de una belleza extrema, ya sean ejecutados por su derecha implacable o por su eterno revés a una mano de proporción áurea. Los mismos que el fallecido mito de las letras estadounidenses David Foster Wallace describió en un artículo de 2006, traducido al español en la recopilación de ensayos En cuerpo y en lo otro publicada por la editorial Mondadori, y donde el escritor consideraba los disparos de Federer tan sublimes como para provocar al verlos "que se te quede la boca abierta y se te abran los ojos como platos y empieces a hacer ruidos que provocan que venga corriendo tu cónyuge desde la otra habitación para ver si estás bien". Es lo que Wallace catalogó como "momentos Federer", esos que "resultan más intensos si has jugado lo bastante al tenis como para entender la imposibilidad de lo que acabas de verle hacer". Todavía hoy, el suizo puede ser incluso considerado un outsider ante el estilo y la envergadura muscular de los Nadal, Djokovic y Murray, que le acompañan en el grupo bautizado como Los Cuatro Fantásticos por el número de torneos cuyas victorias han acostumbrado a repartirse durante los últimos años.

¿Se siente como el último exponente de la elegancia en el tenis mundial?

Yo no diría eso. Pero es cierto que mirando atrás en el tiempo, hacia cómo era este deporte hace 50 años o 25, cuando llegué a competir contra Sampras, quien empezó en los 80 y 90, me siento más cerca de aquellos tipos que jugaban de manera muy clásica, muy tradicional. Hoy todos son igualmente fuertes. En el saque, en la red, en el fondo, en los movimientos… El tenis se ha convertido más en un deporte de movimiento que de disparos y talento. Es más el trabajo que el talento lo que te lleva hoy hacia lo más alto. En este sentido, me encuentro en desventaja con respecto al estilo de juego actual. He tenido que hacer muchos ajustes en mi carrera, pero estoy orgulloso de cómo los llevé a cabo porque me han permitido mantenerme elegante en mi estilo.

¿Cree que esa forma de jugar que usted representa volverá a verse en el circuito profesional?

Me parece complicado. No veo que este deporte esté volviendo a lo que fue. Todos se mueven hoy muy bien, sacan con mucha potencia… Quizá pueda ser algo que ocurra dentro de 20 años, pero no lo veré hoy.

La paradoja es que esa actitud suya a contracorriente sigue soplando a favor del mercado. Además de ser el tenista que más dinero se ha embolsado en títulos (60 millones de euros), Forbes calcula que sus patrocinadores le reportan anualmente más de 30 millones de euros. Entre ellos, Rolex, Nike, Credit Suisse y Moët & Chandon, la maison con la que firmó un acuerdo por cinco años a finales de 2012. A pesar de la tentación de poder seguir viviendo muy bien exclusivamente de su cotizada imagen, Federer se muestra convencido de tener aún mucho que decir en la pista. Incluso al margen del reloj biológico que aparentemente debería empezar a correr en su contra, pero al que ha mandado al otro barrio tras su último recital en Wimbledon.

"¿Empezar a vislumbrar el final de mi carrera? La respuesta es no. Para mí todo continúa. Entiendo que tengo hijos y que son la prioridad en la vida, pero el tenis es algo que realmente disfruto. Además, a mi mujer le gusta viajar conmigo y a los niños tampoco les importa. Y creo que es bueno para su educación. Espero seguir en esto muchos años. Pero, bueno, ¿quién sabe lo que va a pasar en un año, en tres o en cinco? No puedo responder a eso. Me encantaría saber cuándo estaré retirado, pero es algo que vivo abiertamente y espero seguir jugando tanto tiempo como pueda. Todo depende de cómo te sientas física y mentalmente. Muchos acaban cansados de los viajes y del mero hecho de jugar. Entonces tienen la tentación de hacer otras cosas. Para mí lo más importante es mantenerme lo más exitoso posible en la pista y disfrutar mientras lo hago, y el esfuerzo de hacer y deshacer maletas me sigue mereciendo la pena. Si ese no es el caso, es mejor parar. Amo a este juego. Y amo ser exitoso. Hoy más que nunca puedo elegir los torneos en los que quiero participar. No me siento forzado a estar en competiciones a las que no quiero ir. Todo es más relajado. Y así es como quiero jugar, sin la sensación de tener que hacerlo".

Una cuestión de principios que lleva hasta el punto de jactarse de dejar de ver los partidos de un torneo cuando cae eliminado. "Durante la final del último Masters 1000 de Roma estaba paseando con mis niños en un bosque en Suiza. Alguien me dijo: 'Ha ganado Djokovic'. Y contesté: 'Pues vale'. No me provoca nada, ninguna sensación. Tampoco me estresa que gane uno u otro. Mientras compito en un torneo, veo todos los partidos. Estudio los rivales, el terreno de juego, el clima… Todos los elementos en liza. Pero cuando mi papel en un campeonato llega a su fin, apago el interruptor. Dejo de ver tenis. No me preocupo de quién llega a la final ni de quién acaba ganando".

Antes que todo lo demás, asegura, está la familia. Su esposa, Mirka Vavrinec, fue tenista como él y, tras retirarse por una lesión, ejerció como su férrea representante. Sus hijas gemelas, Myla Rose y Charlene Riva, están a punto de cumplir cinco años y acaban de tener hermanitos, los también gemelos Leo y Lenny. El padre, que dejó los estudios a los 16 años para dedicarse por entero a la raqueta y alcanzar con ella la gloria, sigue siendo un amante del fútbol, el golf y el esquí. Sus suculentos honorarios le han permitido crear una fundación con base en Zurich para apoyar proyectos humanitarios dirigidos sobre todo a niños, principalmente en Sudáfrica, de donde es originaria su madre. Otro pilar más de ese camino hacia la perfección que, según su versión oficial, no intenta pulir para la galería.

Quizá sea cierto. Resulta difícil no sucumbir ante este argumento recordando las muy naturales lágrimas de impotencia que derramó tras perder la final del Abierto de Australia en 2009 ante Rafael Nadal. El mallorquín le sigue en la senda histórica con 14 Grand Slams y ha vencido en 23 de 33 enfrentamientos directos, y que han dado pie a algunos de los mejores duelos del tenis de la primera década del siglo XXI, como la final de Wimbledon de 2008, que se prolongó durante cinco horas y para muchos es ya el mejor partido de todos los tiempos. Pero el último enfrentamiento entre ambos ha sido dialéctico. Federer ha cargado durante el torneo de Wimbledon contra los que se toman más tiempo de los 20 segundos reglamentarios para sacar entre punto y punto. Un ataque directo, aunque sin nombrarlo, al español, quien respondió a los periodistas diciendo que "llega un momento que la cancioncita ya cansa" y añadiendo que porque hay quien "lleva las cosas adonde a uno más le conviene" abandonó el consejo de jugadores que ha presidido el suizo hasta antes del Grand Slam británico. A veces los dioses del Olimpo también son humanos.

Cuando la noche cayó sobre las verdes colinas de viñedos de Moët &Chandon durante la jornada del encuentro con Federer, el suizo llegó a animarse a ayudar en los fogones al chef Yannick Alléno para deleite de los asistentes al evento que podían presenciar la escena en la cocina abierta del restaurante efímero LE & en la sede de la maison en Épernay. "Jamás hago en casa esto de ponerme un delantal", proclamó sin rubor Federer ante el corrillo de curiosos a su alrededor. Horas antes contaba a este periodista lo que ve hoy cuando se mira al espejo: "Soy un tenista profesional y un marido y padre de cuatro hijos. Así de sencillo".

¿Y qué quiere ser después del tenis?

Un hombre de familia. Como lo soy ahora, pero disfrutando quizá de más momentos íntimos con ellos en Suiza. Y dedicando más tiempo a mi fundación, a cosas que no he podido hacer durante mis días de jugador profesional. La mayoría de las veces no puedo decidir si quiero largarme a esquiar o a un viaje sorpresa de fin de semana con mi mujer. O a pasar con ella una velada romántica. Quizá ese es el tipo de cosas que espero hacer cuando me retire.

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