Columna de Arturo Fontaine: Ernesto Rodríguez (1930-2022) In memoriam
Todos somos seres únicos desde la concepción. Ernesto Rodríguez era único entre los únicos. Fue un maestro en el más profundo sentido de la palabra. Y lo fue con naturalidad, sencillez y respeto. No buscaba meter a sus alumnos en un molde preconcebido; no buscaba “discípulos”, es decir, seguidores de una doctrina. No era así desde una teoría sino porque le brotaba. Era un hombre vulnerable, con contradicciones y que jamás pontificaba. Junto a él daban ganas de ser uno mismo. Amaba la diversidad porque amaba la vida. Y ese era, sin duda, su rasgo más sobresaliente: su capacidad de gozar. Y no desde la candidez o la ilusión. Amar la vida para Ernesto Rodríguez era amar la vida entera, con todo lo que conlleva.
Era un hombre de la palabra y tenía una voz dúctil, suave o potente o divertida, según los momentos, pero siempre seductora. Pensaba haciendo clases o dando una conferencia o conversando. Uno lo sentía explorar el asunto -ético, filosófico, poético- titubeando delante de uno con una inteligencia sorprendente, espontánea y alerta. De repente, estaban surgiendo sus hallazgos entre miradas, sus pestañeos característicos, risas, voces, silencios, movimientos. Su inteligencia era más intuitiva que razonadora, pero siempre fresca y penetrante sin darse aires. Había sabiduría en lo que decía. Sus gestos decían tanto como sus palabras. En medio de su abierto sentido del humor y su contenida melancolía llegaba su mensaje de afirmación de la vida. Era un mensaje que uno veía en sus actitudes corporales. Su pasión por la música, la poesía, el rugby, el pensamiento, el cine, la novela y la belleza habitaban su cuerpo. Ernesto Rodríguez era antes que nada una presencia. Ver y oír su descripción de una determinada jugada de un partido de rugby que había visto, era algo extraordinario. Su manera de leer un poema o el fragmento de un filósofo, calaba hondo.
Estuvo siempre ligado a la educación. Fue un profesor. En el nivel escolar, como joven director del colegio Patmos y, más tarde, como profesor del Grange. En el nivel universitario, como profesor de la Católica de Valparaíso, la UDP y la Católica de Santiago hasta su muerte. Fue el corazón de las actividades docentes del CEP por más de treinta años. Esa tarea lo trajo de Viña a Santiago con mujer e hijos a los que quiso tanto. Más tarde sus nietos aparecían con frecuencia en la conversación. A sus alumnos, les dedicaba tiempo para conversar fuera de clases. Así, sus exalumnos, sin darnos mucho cuenta, pasados los años, nos habíamos transformado en sus amigos. Tenía buen diente. Comer con un buen vino eran parte del ritual de la amistad. Cultivaba y renovaba sus viejas amistades masculinas y femeninas y, a la vez, siempre hacía amigos nuevos y de todas las edades. No había fronteras.
Era un poeta, pero su exigencia lo hizo no publicar jamás un libro. Eso, creo que le dolía. Pero hay textos suyos -uno muy bueno que recoge una conversación sobre el sentido del humor en la revista Estudios Públicos, por ejemplo- y varias entrevistas excepcionales. Está muy avanzado un libro que recoge su huella. En la última conversación larga que tuve con él, hace poco más de un mes, me habló con entusiasmo de este proyecto.
Su simpatía tenía que ver con su alegre generosidad y su genuina apertura al modo de ser de los demás. Esa actitud le abría todas las puertas. Los seres más distintos cabían en su alma. No creo haber conocido una persona más querida y por personas más diferentes.
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