Columna de Matías Rivas: Gabriela Mistral, gótica
En mis recuerdos aparece Gabriela Mistral asociada a distintos períodos políticos. La dictadura intentó utilizarla. Incluso pusieron su rostro en un billete. Los gobiernos democráticos se comprometieron a seguir sus ideales. Volodia Teitelboim le dedicó una biografía donde narra algunos intentos de apropiación. Ahora vuelve a salir su nombre para un monumento. Las razones que se esgrimen son frases que se repiten sin analizarlas, suposiciones que se han vuelto lugares comunes. La más habitual dice que fue una poeta inspiradora, que nos une y enorgullece, pues se adelantó su tiempo.
Sin embargo, no han logrado reducirla ni capitalizar su figura. Era singular y orgullosa, una maestra de la ambigüedad con rostro inmutable. Su relación con Chile estuvo marcada por la distancia física y la cercanía poética. Procesar su legado ha sido un trabajo enorme que aún no termina. Solo a través de sus cartas, conocidas de forma póstuma, se ha ido descubriendo los aspectos que definían su personalidad.
Leer a Gabriela Mistral es fundamental, quizá lo único que importa, pues remece y desbarata cualquier concepto que se haya heredado sobre ella. La poesía que dejó es clásica y peculiar. Sus contemporáneos no encontraron en ella a una escritora en sintonía con las modas. Es más: las vanguardias no la rozaron. La afectaron la Biblia, los prodigiosos autores del Siglo de Oro español, las vidas de los santos y la destreza técnica de Rubén Darío. La religión católica y el romanticismo fundaron su mirada metafísica, una filosofía que desarrolló con sigilo y osadía.
Desde esta perspectiva pueden leerse, por ejemplo, sus poemas a sobre las mujeres locas. En ellos describe tipos femeninos que transgreden las normas, que están sumidas en sus tormentos, arrebatadas por sus pasiones. Gozan los síntomas que las definen, sus desvaríos transmiten una sensualidad perturbadora. Tienen un aliento gótico, hace de lo íntimo algo extraño. Recuerdan a las hermanas Brönte. La indagación en las zonas tórridas es lo que seduce de estos retratos. La desvelada, la fugitiva, la ansiosa, la desasida, la abandonada, la fervorosa, la tullida y la otra, entregan sus miedos y pasiones sin límites. Atrapadas por el deseo y la angustia, exhiben un placer que roza la desesperación: “Una en mí maté: / yo no la amaba. / Era la flor llameando / del cactus de montaña; / era aridez y fuego; / nunca se refrescaba”.
Los niños son uno de sus temas medulares, tanto a nivel personal como literario. Se dedicó a la pedagogía y sufrió la muerte de su hijo, Yin-Yin. Conocía el lenguaje infantil, las canciones y rezos. No obstante, su mirada sobre la infancia es ajena a lo convencional. La muerte, la sangre, los sueños turbios, el cuerpo desdoblado y el dolor se cruzan con una ternura amarga, rabiosa. La alegría en la Mistral está cerca en la mueca siniestra. Por eso nunca he podido comprender por qué en los colegios la pasan con una severidad agobiante. La convierten en una señora castigadora y adusta. Es posible que sea impenetrable su belleza bajo el apremio de las notas. Requiere de abrirse hacia las experiencias con la muerte, lo que no es fácil en los años donde se aprende a descifrar la vida. Esto explica, al menos en parte, el mito que señala que a la hora jugar a la ouija los escolares suelen invocar su fantasma.
Conmueven sus textos sentimentales, intensos y secretos. Están cargados de una potencia que arrasa con las conveniencias. Sabe que el resentimiento está incrustado en el amor, y no teme desafiar esa contradicción: “Si yo te odiara, mi odio te daría / en las palabras, rotundo y seguro; / pero te amo y mi amor no se confía / a este hablar de los hombres, tan oscuro”. El abandono era su gran terror y los celos la sofocaban.
Cada generación encuentra distintas aristas de la Mistral con las que tratan de comulgar: la preocupación por la educación, la identidad, la inteligencia crítica, sus reservas hacia vulgaridad del chileno, la preocupación por la cultura popular y mestiza, su independencia, pese a su cercanía con el poder. No es fácil aceptar que fue siempre una extranjera con raíces y nacionalidad chilena. Esa condición distante y parca, abierta a explorar las zonas pobres del idioma, la emparienta con sujetos tan diversos como Samuel Beckett, quien tradujo al inglés el poema Recado terrestre. Son tan genuinas sus inquietudes que no se agotan, ni se pueden contener. Excede las estatuas. Los premios y homenajes fueron tardíos desde que recibió en Premio Nacional después de que le dieron el Nobel.
Paul Valéry trazó una explicación plausible de su relevancia y universalidad: “Un ser perfectamente extraño, pero esencialmente verdadero, que sorprende de la misma manera que la naturaleza, cuando nos muestra que sabe crear muchos más tipos y valores de existencia de lo que podíamos imaginar”. Añade más adelante: “Ella se limita a extraer de su substancia tal cual la expresión extraordinaria de una vida profunda, orgánica y a veces violentamente vivida”.
Entre las imágenes de Gabriela Mistral, prefiero una en que aparece con Doris Dana. Ambas miran un gato. En los rostros se nota confianza y cariño mutuo. Salen sonriendo en un jardín, posando con absoluta complicidad y entrega. Están en Washington, donde vivieron juntas. En ese lugar van a compartir los años de gloria de la poeta. La diferencia de edad no interfiere en la emoción que emana. Es una foto que encierra un mundo de afinidades y laberintos. Son mujeres emancipadas, que no dan lecciones sobre la intimidad.
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