Linajes políticos en la República de Chile

Constitucion

Por Sebastián Hurtado Torres, Instituto de Historia, Universidad San Sebastián

Nuestra historia republicana muestra que una dimensión elemental de la desigualdad en las sociedades humanas, propia de un orden social y político anterior a la modernidad, sigue teniendo importancia en nuestra realidad y el actual proceso constitucional ofrece una oportunidad para prestarle una atención que hasta ahora no ha existido. Se trata de la transmisión de privilegios o status de una generación a otra dentro de un linaje. En el ámbito de la política, esta práctica se ha desplegado generosamente en la historia de Chile. Cinco presidentes de la República han sido hijos de otros presidentes. Desde 1831, de los veintitrés presidentes elegidos que tuvieron descendencia habilitada para ejercer cargos políticos —las hijas de José Joaquín Pérez y Jorge Montt no tuvieron esa posibilidad— dieciséis tuvieron hijos o nietos que ocuparon cargos parlamentarios, ministeriales o diplomáticos. Dos miembros del Senado actualmente en ejercicio son hija e hijo de presidentes y una nieta de un presidente es diputada. La presidenta actual de uno de los principales partidos del sistema es hija de un Presidente de la República y la acompaña en el ejercicio de su cargo su propio hijo. Hay muchas otras vinculaciones familiares análogas a través de todo el espectro político, realidad que explica la presencia casi orgánica de algunos apellidos en la política nacional y regional: Alessandri, Frei, Piñera, Larraín, Walker, Naranjo, Soria, Bianchi, entre otros.

Todos estos liderazgos han sido construidos a través de los mecanismos prescritos por la Constitución y han sido respaldados masivamente por la ciudadanía, por lo que no sería correcto calificarlos como antidemocráticos. Sin embargo, la validación electoral por parte de mayorías ciudadanas, mecanismo de invención reciente en la historia, puede ser aún insuficiente para otorgar legitimidad a una práctica —la concentración dentro de un linaje de privilegios, status y posiciones de jerarquía en la organización colectiva— con un arraigo en la trayectoria de las sociedades humanas que antecede con mucho a experimentos republicanos como el que seguimos conduciendo en Chile. En el sentido político más elemental, el hecho de que las redes familiares sigan teniendo peso en la constitución de las élites dirigentes, aun excluyendo las dimensiones económicas de la asimetría, obstaculiza un ejercicio del poder en el que los intereses de nuestra colectividad tengan precedencia sobre los intereses de un linaje. Uno de los valores primordiales de las repúblicas modernas —de las cuales los países hispanoamericanos, no debemos olvidarlo, somos vanguardia— es la superación de la organización estamental de la sociedad y la posibilidad universal de acceso a los cargos de poder político. En el caso de Chile, el camino de consolidación y promoción de este principio se ha desplegado, en general, en línea con la evolución de la política occidental, desde la expansión del sufragio a grupos sociales, sexuales y etarios previamente excluidos, hasta las limitaciones a la reelección en cargos en los poderes ejecutivo, legislativo e incluso municipal que se han implementado recientemente.

La redacción de una nueva Constitución ofrece una posibilidad para considerar el problema que aquí expongo y pensar en caminos alternativos a los seguidos hasta ahora. La promesa más elemental de igualdad dentro de una comunidad política como nuestra república se ve ensombrecida por el hecho de que prácticas propias de la política patrimonial premoderna sigan existiendo. Por lo mismo, no parece descabellado sugerir que la nueva Constitución incorpore dentro de su articulado alguna limitación en el acceso de cargos de elección popular de descendientes de quienes hayan sido elegidos para el mismo cargo u otros dentro del sistema, del mismo modo en que se han establecido limitaciones para reelecciones o cuotas de género en la composición de listas. Así, los partidos políticos se verían obligados a renovar sus liderazgos y se reduciría la posibilidad de que sean capturados o dominados por linajes determinados, lo cual a su vez tendría efectos saludables en sus dinámicas internas y en su imagen ante la ciudadanía. Todo esto deberá conciliarse con el diseño de un sistema político en el que parece inevitable el reconocimiento de formas de organización social y política, como las de los pueblos originarios, en las que la pertenencia a líneas familiares determinadas sigue teniendo relevancia. Es un tema sensible, por el arraigo cultural que estas prácticas tienen incluso en una sociedad pretendidamente moderna como la nuestra, así como por los intereses inmediatos de muchos actores del sistema en la preservación del statu quo. Sin embargo, si el principio igualitario que está en la base de la existencia de una república es tomado en serio por parte de quienes hoy están mandatados para redactar una nueva Constitución, cuestiones como la persistencia de facto de linajes políticos en el marco de un sistema republicano deben ser ponderadas en toda su profundidad histórica y antropológica.

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