Siempre algo más
Por Josefina Araos, investigadora del IES
“Porque el hombre, ¿sabes?, es siempre mucho más de lo que es”. Así le dice Baltasar a Barioná, personajes de la primera obra de teatro de Jean-Paul Sartre, Barioná, el hijo del trueno. El padre del existencialismo francés se inició en el arte dramático nada menos que con un misterio de Navidad, entroncando así con la larga tradición europea de celebración de la fiesta fundante del cristianismo. El texto lo escribió a fines de 1940, durante su estadía en el campo de prisioneros de guerra de Tréveris, Alemania. Sartre ofreció su obra a unos sacerdotes que compartían el encierro con él, empeñados en conmemorar el nacimiento de Jesús en medio de la desolación dejada por el enfrentamiento europeo. El objetivo era recordarles a los compañeros del campo que también ellos podían experimentar la sobreabundancia de la existencia. Ese era el mensaje que, a ojos de Sartre, traía el Mesías: no viene a liberar al hombre de su dolor, sino a mostrar que su vida no se reduce a su sufrimiento ni se agota en él. Porque siempre es algo más. Y su libertad consiste en abrirse a reconocerlo. Esa es la promesa de Dios, realizada en Cristo, dice Sartre con Baltasar.
Siempre algo más. Al ser humano no lo define su sufrimiento; tampoco su presente. Si así fuera, sigue Sartre, estaría condenado a la condición de una piedra, rígida e imperturbable, o de una bestia, encerrada en la inquietud inmediata por su sobrevivencia. El hombre es su porvenir, continúa Baltasar, buscando convencer al pastor Barioná que, atormentado por la dominación romana, quiere ceder a la desesperanza, llegando al extremo de sugerir a su pueblo no tener nunca más hijos, para oponer al abuso y la crueldad, el vacío. Pero el hombre está siempre en otra parte, más allá, insiste Baltasar; incluso el esclavo que, dentro suyo, puede ver “las colinas y los dulces meandros de un río”. Es la mañana del mundo, que siempre llega; la vida buena que, como sea, nos espera como destino. Sartre, un reconocido ateo, incómodo después con la profundidad de su propia obra, supo describir la universalidad del mensaje cristiano. Algo que explica que incluso hoy, en sociedades aparentemente secularizadas y descristianizadas, la Navidad se siga celebrando. Porque no es necesario declararse cristiano para decir con ellos que el hombre es siempre algo más.
Ese mensaje tan sencillo era motivo de fiesta para los prisioneros del campo en que estaba Sartre en 1940, en medio de una guerra brutal, y lo sigue siendo hoy, sumidos en una pandemia que no da tregua. Si antes la desesperanza conducía a la tentación de renunciar a celebrar, hoy lo es la amenaza del virus. Aparecen así advertencias como las de la OMS que llamó esta semana, ante el aumento de contagios de Covid en Europa, a cancelar la Navidad para evitar el luto. Pero nadie parece escucharlas demasiado, en parte porque la sensación es que el virus ya no representa el mismo peligro que hace dos años, pero también porque la advertencia se presenta como un falso dilema. No es que no importe la posibilidad del contagio, sino que la amenaza del luto no reside solamente ahí. Porque hay otras formas de pérdida, y si el virus se ha instalado entre nosotros -como la guerra-, entonces habrá que aprender a vivir con él como hemos vivido siempre. Es puro sentido de realidad: la conciencia de que no podemos seguir aplazando la vida, cancelando las ocasiones de encuentro y renunciando a la convivencia con otros. Porque no somos piedras indiferentes ni bestias movilizadas por el puro instinto; somos algo más. Y eso es lo que recordamos, con Sartre, esta Navidad.
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