Columna de Matías del Río: ¿Ahora sí, Presidente?
A Piñera le sacaría al menos dos de las tres pantallas de su oficina, le recetaría Agua del Carmen para la ansiedad y prohibiría los calendarios en La Moneda para salvarlo de la trampa del apuro. Que piense su administración como si la fuera a terminar otro más adelante.
"Mauric... el Presidente ha entendido que su horizonte no son estos cuatro años, que recién con ocho se podrán hacer los cambios que queremos...", le escuché -de metiche- decir a un asesor directo de Mauricio Macri, mientras conversaba con un reducido grupo en la pausa de un seminario en Santiago, en una visita fugaz y antes de cumplir su primer año de gobierno.
Por curioso y contraintuitivo que parezca, por primera vez nos puede convenir mirar la política argentina para sacar lecciones.
A lo que se refería este asesor macrista, y creo que así lo dijo explícitamente, es a que si un líder busca ser comprendido y seguido en su propuesta cultural, "tiene que cocinar a fuego lento", por mucha hambre que tenga. Y vaya que Macri, a diferencia de Sebastián Piñera, recibió un país hecho bolsa en serio, con indicadores sociales alarmantes y una corrupción y un populismo desvergonzados.
Macri entró con el sentido de urgencia empresarial de su ADN y la inmensa presión de las expectativas y las promesas electorales. Uno de los símbolos por los que había que jugarse de entrada era sincerar al alza las tarifas de los servicios básicos, para frenar el desangre del gasto y para comunicarle a la población de que el "paga Moya" se tenía que terminar. Partió con las subas de precios, los tarifazos, le llamó la prensa y la oposición; salió gente a la calle y los sindicatos piqueteros (esos sí son bravos, y en mala) amenazaron, pero Macri siguió. Siguió hasta que dio a entender a la población que la cosa iba en serio, pero no al extremo hasta donde la ortodoxia económica y el empresariado hubieran querido. Luego sacó un poco el pie del acelerador y puso el foco en la política más compleja, ante la incredulidad y hasta la indignación de esa ortodoxia económica y el empresariado. Incluso hizo algunos guiños en homenajes a Néstor Kirchner, sin muchas ganas, pero con la convicción de que el nuevo país que quería construir lo tenía que hacer con los peronistas también. Al menos con los que quedan en libertad y nunca fueron parte de la pandilla de Cristina.
Así fue como Mauricio Macri, sin dejar de hablar firme y preocuparse por liberar el tipo de cambio o disminuir el asfixiante gasto fiscal, puso en la mira las elecciones parlamentarias que tenía dentro de su mandato, en uno o dos años. Puso medidas como las antiinflacionarias un poco en el congelador, con dolor en el alma y muy criticado por su gradualismo, y dialogó, conquistó, sedujo, "perdió tiempo" escuchando a políticos carentes de atención, muchas veces viejos caciques locales poco eficientes bajo los parámetros de las consultoras.
Hoy existe una suerte de consenso entre los analistas argentinos de que Macri debiera reelegirse el 2019, e incluso no es descartable que los liderazgos secundarios que han emergido, como la gobernadora María Eugenia Vidal, le permitan un tercer período al sector. No es menor si consideramos que en Argentina desde que existe el peronismo, de la década del 40 del siglo pasado, ningún presidente no peronista ha terminado su mandato. Palabras mayores.
Perdón la patudez, pero a este ejercicio me han invitado: a Piñera le sacaría al menos dos de las tres pantallas de su oficina, le recetaría Agua del Carmen para la ansiedad y prohibiría los calendarios en La Moneda para salvarlo de la trampa del apuro. Que piense su administración como si la fuera a terminar otro más adelante. Que se dé el tiempo para conocer el país, que estoy seguro quiere cambiar y hacer progresar, también mirando a los ojos cuando estrecha su mano, no sólo mirando informes de productividad, así como cuando sacó adelante el posnatal de seis meses soportando un agresivo fuego amigo. Eso es un cambio cultural que echa raíces, pese a que en la columna del Excel salga en rojo.
En su anterior período ya le pasó que por querer hacer todo en 20 días, terminó con gusto a poco y con su gente masticando la frustración de no haber dejado una huella cultural, palabra tan sospechosa en la derecha, por poco concreta y medible, porque les suena a cháchara de sociólogos con barba y poncho.
Esta sencilla recomendación de un ciudadano que circunda la política hace años no tiene que ver con parecer progre buena onda, eso es absurdo, no es creíble. Incluso, los mejores momentos de la derecha el último tiempo han sido cuando plantea reformas sociales desde sus propias ideas y miradas, sin complejos, como la oposición a la gratuidad universitaria sin hacer distingos.
Quizás el gran aporte que SP le puede hacer al país es dejar evidencias de que la preocupación por los más pobres no es monopolio de algunos, como tampoco es el respeto por los DD.HH. Cómo olvidar lo de los "cómplices pasivos" de su administración pasada, tampoco comprendido por sus aliados más duros, pero fundacional para la derecha democrática.
Así, a la mano, hay elementos rescatables y desde donde se puede tener fe, porque capacidad le sobra, es que SP ahora sí actuará como estadista y no como el director del INE.
Bienvenida la buena gestión, el crecimiento y el millón de empleos -qué duda cabe-, pero si el nuevo gobierno cede ante sus parciales más conservadores y otra vez evita reformas sociales profundas, corre el riesgo de que sus medidas de administración eficiente se evaporen después de cuatro años.
Usted elige, Presidente: pasa a la historia como el estadista que funó la era de la meritocracia o el que consiguió la portabilidad numérica.
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