Columna de Francisco Pérez Mackenna: La otra cara de las 40 horas
“La elección de mayor tiempo libre en nuestra actual circunstancia es perfectamente legítima, pero debemos estar conscientes de sus consecuencias y aceptarlas”.
Cuando entré al colegio teníamos clases los sábados, hasta que, en 1965, para ordenar la gran diversidad de horarios de trabajo existentes, el gobierno dictó un Decreto Supremo que implantó la jornada única o continua de trabajo. Una de sus consecuencias fue el fin de las clases los sábados, pero no así el desarrollo de actividades de carácter deportivo o extraprogramático los fines de semana, en parte porque de lunes a viernes el tiempo disponible resultaba insuficiente.
Recordando la alegría de tener fines de semana de dos días, entiendo vivencialmente la celebración de la ley que establece la nueva jornada en 40 horas por una buena parte de las personas que trabajan. Los padres o madres podrán contar con más tiempo disponible para compartir con sus hijos, familia y amigos, lo que es muy positivo. Sin embargo, ello solo es una parte de la historia, y no todos están igualmente contentos con la medida, pues algunos sectores de la población pueden tener otras prioridades cuando se trata de optar entre más horas libres o mayores ingresos.
La otra cara de la historia parte por recordar que cada trabajador es, al mismo tiempo, consumidor de bienes y servicios. Cada trabajador tendrá una jornada más corta con la reducción de las horas. Pero también lo tendrán quienes manufacturan los bienes y ofrecen los servicios que todos necesitan. Los proveedores reducirán su jornada de trabajo en un 11% gracias al cambio regulatorio, y difícilmente podrán entregar igual cantidad de bienes a igual precio. En resumen: si la reducción de jornada no viene acompañada de un 11% de aumento de la productividad, esto implicará que ese mismo trabajador “beneficiado” con la reducción de jornada tendrá que asumir mayores costos y tiempos de espera para conseguir que lo atiendan.
La ecuación es simple. Si todos a la vez trabajamos menos horas sin aumentar la eficiencia, el total producido será menor. Si los salarios nominales no caen, serán los precios los que suban para incorporar esa mayor escasez, con la consiguiente disminución de los salarios reales.
Si eso es lo que la sociedad conscientemente prefiere, más tiempo libre y menos bienes y servicios, de acuerdo. Pero si se quiere a la vez más tiempo libre pero también más bienestar material, la única manera de cuadrar el círculo es produciendo lo mismo (o más) en menos tiempo. En eso consiste el aumentar la productividad.
Cuando nos comparamos con la Ocde en horas trabajadas, el club de países desarrollados trabaja menos que nosotros, pero produce en ese menor tiempo más del doble que Chile. Por ello, el tiempo libre adicional les resulta menos gravoso. Para llegar al mismo nivel de desarrollo que ellos, desde los US$15.400 de PIB per cápita que tiene nuestro país y creciendo al 2%, nos tomará 50 años. Es cierto que a la tasa que crecimos entre 1986 y 1997 lo podríamos haber logrado en una docena de años, pero ello no parece alcanzable hoy de no revertirse significativamente nuestra incapacidad de mejorar la productividad.
No es la primera vez que la jornada laboral se reduce. En los últimos 60 años en Chile han disminuido las horas trabajadas anualmente en un 23% (de más de 2.550 horas al año a menos de 2.000). Es decir, las horas de trabajo han caído a un ritmo de 0,35% por año. Nuestra productividad se incrementó un 26% en dicho lapso, es decir solo marginalmente más, lo que implica que el aumento del PIB per cápita provino principalmente de la inversión en capital físico. Así, una reducción de la jornada en un 11% como la que producirá esta última rebaja, equivale a recorrer la mitad del camino que nos tomó 60 años para conquistar tiempo libre, en solo cinco. Es decir, hacerlo seis veces más rápido.
El PIB per cápita de India es hoy de US$2.400. El de EE.UU., de US$76.300. Esa diferencia, que se empina a 31 veces, da cuenta de que la prioridad en política económica debiera ser cerrar la brecha que existe entre los niveles de vida entre los países desarrollados y los que aún no lo han logrado. Para nosotros, la brecha con EE.UU. es de solo 5 veces. Esa diferencia no son solo números. Detrás de ellos se esconden peores condiciones de vida, mayor inseguridad, menor calidad de la educación y mayor pobreza. La elección de mayor tiempo libre en nuestra actual circunstancia es perfectamente legítima, pero debemos estar conscientes de sus consecuencias y aceptarlas.
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