Columna de Nicolás Eyzaguirre: Gobernabilidad, gobernabilidad
Alemania era comparativamente próspera a inicios del siglo XX. La devastación de la primera guerra y el cataclismo del nazismo y el segundo conflicto bélico global llevaron al país a ser más pobre que Chile a mediados de dicho siglo, con una renta per cápita de la mitad de sus rivales anglosajones. Hoy su nivel de vida es mayor que el de Gran Bretaña y roza el de los Estados Unidos. ¿Qué lecciones podemos derivar de un país que, tras tanto conflicto, encontró su camino a la prosperidad y la paz?
Hay interesantes paralelos con nuestro país. Durante el siglo XIX Alemania era controlada por la oligarquía terrateniente prusiana; pero la democracia se había abierto paso, existía parlamento y la socialdemocracia había venido creciendo. Con la derrota de la primera guerra y el fin de la monarquía hereditaria, se produjo una explosión participativa durante la República de Weimar. La oligarquía prusiana continuó con poder económico, influyendo en el ejército y en la burocracia; pero la representación política fue copada por una miríada de partidos, polarizada y compartimentada, donde destacaban los social demócratas, los comunistas -que buscaban emular el modelo soviético- y los conservadores que anhelaban la vuelta atrás. El compromiso con la democracia de muchos de ellos era frágil y el multipartidismo exacerbado hacía muy difícil gobernar en un régimen parlamentario donde era imposible formar mayoría. La gran crisis de 1929 fue el golpe de gracia a esta anarquía gubernamental y posibilitó el ascenso nazi.
Tras la segunda guerra Alemania se dio una nueva Constitución. Consagró un estado social de derecho, subiendo impuestos para garantizar derechos sociales universales y un sistema de seguridad social para la vejez. Hoy Alemania gasta 13 puntos del producto en transferencias a las familias por concepto de educación, salud, vivienda y otros (Chile destina 8 puntos, de un producto por habitante de la mitad del alemán). Esto no fue casual, sino un esfuerzo deliberado por generar cohesión social, en el mundo de la guerra fría (esta tendencia fue general en los países desarrollados, de la mano de las ideas de William Beveridge, cuyo principal contradictor era Friedrich Hayek, padre del neoliberalismo). Estableció un cuidadoso equilibrio en los poderes del Estado, con un parlamento bicameral que procura respetar la soberanía popular con una cámara política (bundestag) y el equilibrio entre regiones con otra cámara que las representa (bundesrat). Contiene un sistema electoral diseñado para evitar la proliferación excesiva de partidos, tras la tragedia anterior; con un esquema de doble voto, uno por un partido, el que debe superar el 5% de los votos para permanecer, y en listas cerradas y con asignación proporcional. El otro voto es uninominal por un representante en cada distrito. Así, el número de colectividades se ve contenido.
Con esto han surgido gobiernos de mayoría, que cambian según evolucione la sociedad, que han conducido exitosamente al país. Como hemos insistido en esta columna: la regla más importante es la que establece como se hacen las reglas, esto es, el régimen político y el sistema electoral. Obviamente de poco sirven las reglas si no hay una tradición democrática que valore el diálogo y el acuerdo como la mejor forma de construir un camino común. Pero en eso, según los historiadores, Alemania tenía una tradición que le permitió encauzar los asuntos públicos tras la tragedia nazi. Pero Chile también la tiene y de allí nos tenemos que afirmar.
Y necesitamos nuevas reglas. Exceptuando las primeras décadas de la República, en Chile el ejecutivo y el parlamento se han enfrentado la mayor parte del tiempo. Notorios fueron los casos de Balmaceda, Alessandri Palma y Allende. Con menos dramatismo, esto ha ocurrido siempre. No hemos podido resolver el llamado problema de la “doble legitimidad”, dado que el ejecutivo y el parlamento son elegidos directamente por el pueblo. Nuestro sistema electoral hace virtualmente imposible que el primero cuente con mayoría en el segundo, con lo que el gobierno es desgastado por una oposición mayoritaria, que se polariza en el anhelo de hacerse del ejecutivo en la próxima elección. Así no hay gobernabilidad posible.
Afortunadamente ahora discutimos una nueva Constitución. La Convención podrá definir un régimen presidencial, semipresidencial o parlamentario. Pero lo que no debiera hacer es permitir que construir mayorías para gobernar sea un imposible. Hay distintas fórmulas para ello. En Chile no tenemos ni presidencialismo exacerbado ni parlamentarismo de facto. Lo que tenemos es un exacerbado inmovilismo.
Es probable que una gran mayoría estaría dispuesta a seguir un modelo similar al alemán. Un pujante sector privado que no teme que una revolución social le arrebate lo logrado. Y una sociedad provista de derechos y oportunidades que no tema que el abuso empresarial la mantenga postergada por generaciones. Alemania nos enseña sobre esto.
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