Un libro abierto
En "Open", las memorias que acaban de publicarse en Chile, el tenista Andre Agassi muestra cómo fue la larga convivencia con el deporte que siempre odió.
El tipo ganó ocho Grand Slams, levantó 60 trofeos de campeón, celebró 870 victorias, fue número uno del mundo, es uno de los dos hombres que ganaron los cuatro grandes y la medalla de oro olímpica; se embolsó más de 30 millones de dólares sólo en premios, su nombre aparece entre los 10 mejores de la historia en casi todas las estadísticas y su estilo desfachatado sacudió la rigidez de su deporte a finales de los 80. Sin embargo, la primera confesión que aparece en Open, las memorias de Andre Agassi, es que odiaba el tenis. Está ahí, casi al final de la primera parte de sus 475 páginas, y es un tópico sobre el que profundizará a lo largo de todo el texto, ante la necesidad de justificar su larga relación con él y también buscando una reconciliación.
Editada originalmente en 2009, la obra escrita por el ganador del premio Pulitzer, J. R. Moehringer, acaba de ser publicada en Chile. Y los años no le afectan un ápice. Colabora en eso la desnudez con que se presenta a un tenista que podía ser brillante en la cancha, pero al que sus demonios solían perseguir más de lo que se podría suponer revisando sus éxitos y la resiliencia que mostró durante las dos décadas que duró su carrera.
El "Kid de Las Vegas" es tan duro consigo mismo y tan exquisitamente sincero que lo único que parece buscar es desenmascarar al personaje que ayudó a construir. Porque su aparente rebeldía era una extraña manera de intentar ser invisible, porque el look callejero que cultivó en sus inicios —esos pantalones de jeans y sus coloridas camisetas— fue una decisión instintiva más que racional, porque su larga y representativa cabellera no era más que una peluca que ocultaba el temor de que su alopecia quedase al descubierto.
Con todos sus logros, sus notables victorias e hitos, es llamativa la capacidad de Agassi de detenerse muchísimo más en sus derrotas que en sus triunfos, como si su lado perdedor lo dominara. Muchos de sus festejos —su primer Wimbledon, llegar a la cima de la ATP— lo dejaban vacío tan rápido que apenas se permitía disfrutarlos, asegurando que eran los objetivos cumplidos de otros —de su estricto padre, un ex deportista iraní que se obsesionó con el tenis, de su entrenador o de su entorno—, nunca los suyos. El dolor de cada caída era una herida que necesitaba revisar al detalle intentando cicatrizarla.
Esa descripción tan pormenorizada de los golpes conlleva al reconocimiento implícito de que el estadounidense, uno de los más grandes de todos los tiempos, opina que podría haber llegado mucho más lejos de lo que llegó si no lo hubiesen atormentado las inseguridades, los conflictos (la separación de Brooke Shields, el consumo de drogas que la ATP nunca castigó), los bajones mentales en la cancha y la urgencia por la jugada perfecta que no llegaba. A través de esa visión también se concluye que no importa cuán grande seas, ni la abundancia de éxitos y trofeos; que cuando las dudas te acechan hasta derrumbarte en un partido, da lo mismo si eres el número uno o el 1.500.
Para el siempre presente buscador de vínculos chovinistas, en Open aparecen Pat Etcheberry, el ex lanzador de jabalina olímpico chileno que lo entrenó a fines de los 80, y Marcelo Ríos. ¿Sobre el mítico partido en que el "Chino" se convirtió en el número uno? ¿Sobre el precioso remate que le hizo desde el suelo? No, nada de eso. Apenas una mención muy al pasar. La rivalidad con el zurdo no tiene, literalmente, espacio en sus memorias. Sus némesis eran otros: Jeff Tarango, Michael Chang, Boris Becker y, en especial, Pete Sampras, la muralla contra la que su talento se estrelló en tantas grandes ocasiones y ante la cual terminó rindiéndose, para evitarse mayores dramas. De esos, su cabeza ya tenía montones.
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