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Foto: Universidad Católica del Norte

El desierto de Lautaro Núñez

Será el portavoz de los paisajes más inhóspitos cuando se presente mañana sábado en el VI Festival Puerto de Ideas de Antofagasta. Porque es allí donde el arqueólogo y Premio Nacional de Historia cree que se han dado algunas de las máximas epopeyas. A sus 81 años, el investigador sigue excavando con devoción. Su objetivo: resguardar un patrimonio milenario que vive bajo la constante amenaza del progreso.


Para el arqueólogo chileno y premio nacional de Historia, Lautaro Núñez, hablar del desierto es como declamar. El amor que siente por el territorio que ha aprendido a leer y a auscultar desde hace décadas lo hace tomar el micrófono como si fuera un caballero antiguo que susurra epopeyas.

Basta asistir este sábado al VI Festival Puerto de Ideas de Antofagasta –del cual es asesor- para constatarlo. A partir de las 10:30 am, y en el auditorio del Colegio San Luis, él y otros especialistas en los desiertos de Chile, Perú y Argentina dialogarán sobre un hecho que suena quijotesco: allí, donde la vida parece francamente improbable, donde la aridez golpea como una palada en la sien, sociedades prehistóricas han sido capaces de generar paisajes culturales y obras arquitectónicas tan complejas e innovadoras que quienes las visitan hasta ahora quedan boquiabiertos.

"Es casi un acto poético", dice Lautaro. Y es que tratándose de territorios tan inhóspitos y agrestes, lo cierto es que desde hace 12 mil años que los humanos domestican esos desiertos para vivir de manera permanente allí.

¿Cómo lo lograron? ¿De qué manera el paisaje los puso a prueba, y qué pudo pasar allí para que lograran el desarrollo y respuestas tecnológicas tan sorprendentes mucho antes de las lecciones de Cristo en la tierra?, se pregunta el arqueólogo. Para él, las civilizaciones del norte del Perú son de una complejidad sólo comparable a Egipto y nadie, en su sano juicio hoy, podría siquiera imaginar cómo elaborar pirámides, centros ceremoniales y artesanías en metales preciosos como las que dejó esa hazaña.

"Estoy seguro de que si le decimos a alguien que venga a Chile a iniciar una obra va a mirar al centro o al sur, pero difícilmente optará por el desierto, a menos que le pase lo que nos pasó a nosotros, los arqueólogos, y que se enamore de este territorio", agrega quien a sus 81 años es académico de la Universidad Católica del Norte e investigador del Doctorado en Antropología de la Universidad de Tarapacá.

Lautaro es una biblioteca humana que, a la vez, trabaja intensamente para que el Proyecto de Nuevo Museo Arqueológico de San Pedro de Atacama se levante de la mano de las comunidades, el Estado y las universidades. Escribe papers para revistas especializadas y otros dos nuevos libros que se sumarán a cuatro ya publicados. Siempre en torno al patrimonio del Norte Grande, su matrimonio con el desierto lleva décadas. Y aún no cesa de alucinarlo y hacerlo suspirar.

-¿Qué es lo que tiene ese paisaje que genera un amor irrenunciable?

-Creo que hay varias ideas que explican por qué se establece esta relación tan íntima con el desierto. Y uno de los primeros aspectos que yo veo es al individuo inmerso en un universo amplísimo, donde todo es visible. En el desierto todo se conserva y eso te permite recorrer las aventuras humanas desde el pasado más remoto hasta ahora. Es más, hay sectores en el desierto donde puedes mirar desde el este al oeste y te sientes efectivamente viviendo en una tierra que es redonda. El desierto, además, es un espacio donde obligadamente tu pensamiento va hacia el paisaje y este paisaje rebota hacia ti. Un gran espejo. Recuerdo una vez que vi cómo salía la luna por mi espalda y se entraba el sol por el horizonte del mar. Sentirse en medio de esos dos círculos, entenderse con un espacio de esas características hace que tu pensamiento sea muy creativo, muy religioso. ¿Hacia dónde va el desierto?, ¿hacia dónde vamos nosotros?, te preguntas.

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La fascinación de Lautaro por los tesoros del desierto viene casi desde la cuna. Nació en la pampa en 1938, creció en el barrio El Morro de Iquique, pero en lugar de ser un niño que miraba hacia adelante, él solía tropezarse por ir observando la tierra.

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Foto: Universidad Católica del Norte.[/caption]

"Cuando tenía nueve años acompañé a mi abuelo a pintar la reja de una hermana que vivía en el pueblo de La Tirana y vi que algo brillaba en el suelo. Era una lapicera antigua que le debe haber pertenecido a un gringo que pasó por ahí. Cuando la tomé, mi abuelo dijo que eso no era para los niños y se quedó con ella. Ese fue mi primer descubrimiento arqueológico y me enseñó la importancia de ver el suelo, el camino, que es la naturaleza de un arqueólogo", dice.

Era un niño preguntón. Desde que su padre –empleado en una salitrera y anarquista- se negó a bautizarlo Francisco, a pesar de la presión que ejercieron unas tías abuelas que eran muy católicas y que vivían en el interior de Pica, para llamarlo como el militar mapuche que lideró la Guerra de Arauco, que "el germen de la curiosidad", como lo llama Lautaro, se instaló en su piel.

Aprendió a cuestionarlo todo, incluso a sí mismo: "¿Qué hacía un Lautaro en el desierto?", se preguntaba. Y mientras él y un grupo de amigos formaban parte de un club de exploradores que jugaban en las playas del sur de Iquique a contemplar las puntas de flecha o restos de cráneos de un antiguo cementerio chango que el viento había dejado a la vista, la respuesta se fue tejiendo.

Lautaro quedaba intrigado con esos hallazgos, y para saciar esa inquietud buceó en la notable biblioteca de Bertie Humberstone, hijo de Santiago y jefe de su padre. Comenzó también a apasionarse por la Historia, esa disciplina que años después estudiaría en el Pedagógico y por el que recibió el Premio Nacional en 2002.

"En el fondo, mi padre me hizo un gran favor, porque me introdujo tempranamente en el mundo étnico. Y eso hace que hasta hoy siga sintiendo un profundo afecto por las causas indígenas", dice.

Para el arqueólogo, Lautaro representa la capacidad de introducirse en la realidad del adversario para captar toda la realidad cultural y política de la guerra española, con el fin de volver a su tierra y hacer los grandes levantamientos frente a ese enemigo ya conocido. Es decir, el portador de una inteligencia extraordinaria, étnica pero también andina, que es muy valiosa.

-Además de su padre usted tuvo la fortuna de encontrarse con otros maestros notables en la ruta, como el boticario Anker Nielsen, un danés malas pulgas que excavaba sitios como arqueólogo aficionado y que exponía en la vitrina el hallazgo del mes.

-Sí. Él llegó a tener una colección arqueológica tan interesante que ahora se exhibe en el Museo Regional de Iquique. Y para mí, que entonces estaba por la mitad del liceo, era la felicidad más grande cuando mi madre me mandaba a comprar remedios, porque podía ir a verlo y tratar de conversar con él. No siempre tenía respuesta a mis preguntas, pero me inculcó que había que investigar. Y entonces comencé a enrolarme en las que iban a ser grandes problemáticas en el futuro, cuando fuera científico. Recuerdo que me llamaba mucho la atención cómo tenía una cerámica que era tan chiquitita. Y aunque nunca nos decía de qué sitios venían estas cosas, porque pensaba que nosotros de maldadosos podíamos ir y hacer hoyos, lo cierto es que con el tiempo se encariñó y yo y mis amigos del club de exploradores pasamos a ser sus ojos en terreno: le decíamos dónde buscar.

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Lautaro terminó ayudando a Nielsen a montar su primera exposición en el Casino Español de Iquique. Y cuando llegó la época de estudiar en la universidad, su compromiso con la arqueología era tan fuerte que a falta de una escuela donde estudiarla, se inscribió en Historia y Geografía en la Universidad de Chile. Siendo parte de un movimiento subversivo de estudiantes que salía a los jardines del Pedagógico a vociferar: "La historia no comienza con Grecia y Roma, comienza con la Prehistoria", logró presionar para que se creara la carrera.

Lautaro tomó algunas clases cuando eso se concretó, pero a esas alturas estaba tan involucrado con la arqueología desde la historia, que siguió profundizándola de la mano de profesores como la austríaca Grete Mostny, quien fue directora del Museo de Historia Natural.

"Fue ella quien guió mi tesis. Ya no había ninguna posibilidad de echar pie atrás", cuenta sobre los tiempos en que el Pedagógico permitía a los alumnos acceder a la interdisciplina.

"Conversando con filósofos, matemáticos o asistiendo de oyente a las clases de física de Nicanor Parra ibas construyendo tu conocimiento", dice quien fue parte de un grupo de estudiantes que le ayudó a levantar sus casas en La Reina. Al antipoeta lo recuerda como una persona tremendamente entretenida, dueño de un humor notable y siempre acompañado de mujeres muy bellas.

"Eso era impactante para mí viniendo de provincia: cómo un profesor podía compartir con uno como si fuera un par. ¡Nos contaba unas anécdotas tan sabrosas!", dice.

-El que era bien célebre en ese entonces también era Neruda. ¿Es verdad que usted fue a cuestionarlo?

-Teníamos la audacia de hacer crítica. Así te formaba el Pedagógico, entonces cuando leí la obra Alturas de Machu Picchu y nos dimos cuenta de que él hacía ver que la construcción había sido un trabajo esclavista, desde el punto de vista ideológico, exigido por una ideología imperialista, necesitamos decirle que estaba equivocado. Aquellos que hicieron Machu Picchu tuvieron la misma veneración religiosa que aquellos obreros que construyeron las catedrales en Europa, le dijimos. Y entonces empezamos a discutir sobre la relación entre élites y sociedades subalternas. Al final, don Pablo nos encontró la razón y dijo: "Claro, ellos también lo hacían para su sol. Para sus dioses". Fue un momento notable.

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Lautaro hizo un posgrado en la Universidad Carolina de Praga y se transformó en doctor en Ciencias Antropológicas en la Universidad de Tokio, pero nunca perdió conexión con el desierto. Cada 16 de julio va a visitar a su madre al templo de La Tirana para imaginarla como la camarera que vistió a la Virgen hasta su muerte, pero además, siendo académico de la sede que la Universidad de Chile tenía en Antofagasta lo pilló el golpe de Estado. Fue un momento doloroso: él y otros colegas fueron exonerados. Pero en lugar de exiliarse en el extranjero, se quedó en San Pedro de Atacama. Y eso en gran parte, dice él, se lo debe al padre Gustavo Le Paige.

Experto en etnografía africana, este era un sacerdote jesuita que Lautaro había conocido en los 60 en congresos de arqueología y que le dio protección. Viviendo en una carpa dentro del patio de su casa parroquial, Lautaro conoció la obra de quien es considerado un gran pionero de la arqueología del norte de Chile. Todo había empezado un día en que el cura, pintando, se encontró con un cráneo y lo excavó con las manos.

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"El padre Le Paige me protegió muchos años. Pero, además, con el tiempo me permitió incorporarme a la que hoy es la Universidad Católica del Norte. Gracias a él es que he tenido un largo recorrido allí, y he sido un arqueólogo que ha logrado afianzar hasta donde he podido su obra inicial", dice quien escribió un libro sobre el sacerdote que le tendió la mano.

-¿Es verdad que fue él, quien lo retó y le dijo que ya dejara de ver colecciones y se pusiera a excavar?

-Sí. Porque pensó que yo iba a venir a San Pedro y al otro día iba a estar en terreno, pero lo que hice fue estar en el museo estudiando las colecciones, tomando notas, comprendiendo. Hasta que un día se enojó conmigo y me dijo: "Bueno, ¿cuándo va a ir a excavar?". Yo no tenía sueldo, dormía en una colchoneta y pasaba frío, pero nada podía vencer mi entusiasmo, así que le hice caso. Me fui a excavar al sur. Era un sitio perfecto para aplicar mis marcos teóricos. Pero, además, como ya era arqueólogo de asentamientos no me quedé en la superficie: quería establecer una secuencia de los primeros pobladores. Me sentía bien trabajando en los primeros milenios y no en las etapas más tardías de la arqueología.

Lautaro concretó, desde entonces, numerosas investigaciones sobre arqueología, antropología, historiografía de Chile y América, además de descubrir nuevos senderos del Camino de Inca en Chile y el significado y orígenes de los petroglifos de la Primera Región. Pero, sin duda, lo que nunca imaginó fue que tuviera que excavar una fosa en Pisagua para buscar a un amigo.

Se llamaba Freddy Taberna y había crecido con él en El Morro de Iquique. Freddy era geógrafo y había sido ejecutado en un campo de prisioneros en Pisagua el 30 de octubre de 1973. Pero su cuerpo, una vez que terminó la dictadura, seguía desaparecido.

"Eso te demuestra cuán inesperada es la ciencia. Porque te educan para que seas arqueólogo, pero nunca te dijeron que aplicar técnicas de la arqueología aportaría a resolver casos de derechos humanos. Y menos que ibas a excavar para buscar a un amigo tuyo. Es el horror, pero alguien tenía que hacerlo. Era una labor moral. Lo que yo llamo ciencia con conciencia social", cuenta el investigador.

Lautaro no encontró a Freddy, pero sí halló en la cancha de aterrizaje que estaba en lo alto de Pisagua tres elementos que habían sido trasladados allí, y que permitieron probar una hipótesis que hasta ese momento no había sido documentada y que le puso la piel de gallina al ministro Juan Guzmán: "Había arena de duna, piedrecillas de tres o cuatro milímetros y polvo de cemento que de ninguna otra manera se explicaba que estuvieran en una pampa desértica donde no había nada construido. Por lo que nuestra conclusión fue que los cuerpos fueron envueltos en esa mezcla para darles peso y ser lanzados al mar".

Lautaro sintió un respiro grande tras esa excavación, pero también reconoce que tuvo que escribir un libro en homenaje a Freddy para exorcizarlo. "Era la única fórmula que tuve para sentirme en equilibrio conmigo mismo. Para sacar de mí toda esa cosa tan dura", confiesa.

Lautaro significa en mapuzungún "águila veloz". Y a sus 81 años, reconoce él, "algo queda de esa rapidez". En octubre próximo irá al Salar de Punta Negra, que está al sur de la cuenca de Atacama, para excavar. A unos tres mil metros de altura intentará reconstituir el universo de los cazadores recolectores antiguos. "Ahora no soy investigador principal, sino co-investigador, en este caso de Isabel Cartagena. Pero no me costó nada pasar a segundo plano. Me gusta que sean los cabros jóvenes los que lideren y conduzcan los proyectos. Uno tiene que saber ubicarse y yo feliz de acompañarlos, porque los formé, y ahora son ellos los que me dan tareas acordes a mi edad. Mientras haya música se baila. Pero también aprendí a guardar mis energías, a hacer todo pero con comodidad. Excavo con brocha, sentado. Feliz", afirma.

Lautaro quiere entender cómo esas comunidades que vivieron en cuencas lacustres y rodeadas de humedales se relacionaban con el ambiente y los cambios climáticos. Pero también escribe un libro sobre las conversaciones que tienen un científico y un adolescente sobre lo que ha hecho la sociedad en el desierto en los últimos 12 mil años. Preocupado de la salud de ese espejo que ha mirado toda la vida, dice que es allí donde se puede medir hasta dónde un humano puede comprometerse con un espacio y lograr un entendimiento armónico.

"¿Qué va a pasar si las tecnologías no son urbanizadas? ¿Quién va a torcer la dirección progresista que estamos aplicando en el desierto? ¿Cómo lo vamos a defender de un mal tratamiento? Todas estas preguntas que tienen que ver con mucha creatividad científica surgen cuando estás observando el desierto y tratando de comprender lo que ocurrió y lo que va a ocurrir aquí", explica.

-¿Qué le preocupa?

-Nosotros creemos en la minería con tanta fuerza como creemos en la agricultura, pero ¡por favor! Los primeros agricultores llegaron a crear, por así decirlo, su propia agua: la bajaron desde los Andes por canales montañosos, hicieron sus primeros tanques, lograron decir esta tierra es mala, este es el cultivo que nos interesa. ¡Son seis mil años de esfuerzo! La minería debe aplicar la misma mirada. Sus expertos deben preguntarse cómo generar sus propios recursos para no alterar un gramo de agricultura del desierto. De todos nosotros depende ser sujeto u objeto de las transformaciones positivas, y no un testigo de la destrucción de 12 mil años de esfuerzos humanos en este desierto.

-Lo bueno es que las preguntas son infinitas y lo mantienen ocupado…

-Así es. Pero la pregunta es cómo serán las preguntas finales. Y ese es un asunto ideológico y hasta metafísico muy importante. ¿Qué es lo que me tengo que preguntar cuando me quede un segundo de aire? ¿Sentiré que ha valido la pena?

-¿Y qué se responde?

-Son asuntos en los que aún no he podido ocuparme. Porque hasta ahora debo hacer tantas actividades como me sea posible para que esas preguntas cruciales y patéticas se alejen lo suficiente. Esa es mi receta. Mi matrimonio con el desierto es de largo plazo y no hay ninguna posibilidad de divorcio.

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