Ezel: Los fantasmas de lo clásico




En el primer episodio de Ezel, la nueva serie turca de Mega, sabes que todo se va a ir de inmediato al despeñadero. Ezel es ominosa, a ratos durísima y trata de la venganza como una forma de vida. Las herramientas que usa son las básicas. Un hombre vuelve del pasado para arreglar cuentas con los viejos amigos que lo traicionaron y lo metieron en la cárcel, haciéndolo pagar por un crimen que no cometió. Todo transcurre en un hotel-casino en Chipre. El héroe ahora tiene un nuevo rostro y, a veces, al dormir el pasado le vuelve como una pesadilla. Lo interesante es que si en el presente del relato, los enemigos son unos monstruos hinchados por los oropeles de un lujo mediterráneo, en el pasado tampoco son caracterizados de modo demasiado simpático. A uno le gusta mutilar a la gente con unas pinzas y el otro es un sujeto tortuoso enamorado de la novia del héroe. Todos son ladrones y van a volverse asesinos. Hay más: en el momento climático del capítulo, la muchacha traiciona al protagonista, quien además antes ha sido torturado por un policía, que lo golpea con un saco de naranjas de un modo tan alegre como impune.

Con este comienzo es fácil darse cuenta de por qué el canal insiste en los culebrones turcos.

Esta vez, Mega tuvo un poco más de ojo que Canal 13. A diferencia de El Sultán cuyo interés local descansa en un exotismo de cartón piedra, Ezel es una telenovela de manual, una clase de relato que en la industria de la televisión chilena dio sus mejores frutos en la década del 80, cuando Sergio Vodanovic escribió Los títeres y Arturo Moya Grau insistió en la venganza como tema en La madrastra y La noche del cobarde, al punto de que se convirtió en una tradición local que Pablo Illanes terminó homenajeando en Fuera de control. Pero hay un referente que suena desde más atrás y es inevitable no citar: El conde de Montecristo, la novela de Alejandro Dumas, que resuena una y otra vez en el dibujo de la trama.

En Ezel el espectador contempla algo que ya ha visto mil veces, haciendo que la ambientación exótica sea sólo un avatar de un relato mayor, algo que resuena en nuestro pasado reciente pero que nunca se salta la premisa de cualquier historia de este tipo; la trama debe estar aceitada de modo matemático para que funcione. Por lo mismo, es imposible no recordar que el mismo canal programó una teleserie parecida hace años: la adaptación local de la argentina Montecristo. Es interesante ver cómo una puede ser el espejo de la otra. Ezel triunfa ahí donde Montecristo falló. La versión chilena no solo destruyó el guión original de la argentina, expurgándolo de la fuerte carga política que contenía originalmente sino que, muchas veces, la producción no alcanzó a estar a la altura de lo que exigía la trama, que se desbordaba en una multitud de personajes y en historias sin destino claro.

Ezel es mucho más eficaz gracias a que en realidad puede ser leída como un relato cerrado sobre cuatro personajes unidos por el daño que son capaces de infringirse. Por lo mismo, está llena de una violencia tortuosa y de un masoquismo emocional sin demasiada esperanza.

Por supuesto, el mejor truco de la turca es más viejo que el hilo negro: recurrir a una fuente clásica para actualizarla, sin abandonarla del todo. Y es acá donde la lentitud del modo de narración turco cobra sentido y la diferencia cultural adquiere cierta densidad estética. Hay algo de valor ahí (en eso que es el aura ochentera de las turcas) como si el clasicismo de la trama se uniese a una clase de edición que, por más que esté lleno de saltos en el tiempo, hace que la intensidad recaiga en los silencios, en esos segundos demás que la cámara demora en el montaje. Así los momentos muertos finjen un melancolía o misterio que está ausente de nuestros culebrones locales desde hace un buen tiempo.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.