El arte desafía a la corrección política
ESPECIAL 70 AÑOS LT. VERDADES QUE YA NO SON
Si el arte solía cuestionar la opinión y la moral de su época, en estos tiempos parece presionado para no incomodar ni ofender a grupos sociales. Nueva conciencia o corrección política, un cambio de sensibilidad se extiende por el medio cultural y mientras obras clásicas son contextualizadas, algunos autores acusan que los límites creativos se están reduciendo. Opinan la escritora argentina Ariana Harwicz, la autora y editora Claudia Apablaza y el escritor Rafael Gumucio.
En su cuenta de Twitter, la escritora argentina Ariana Harwicz anotó hace unos días: “Recibir las pruebas de galeras en esta época es como ver por la ventana un ejército de estalinistas marchando hacia tu casa. Los escritores van a tener que revisar las notas del corrector y editor con el revólver sobre la mesa. O una ametralladora Thompson, dependiendo del caso”.
Autora de una obra audaz y controversial, la escritora está radicada hace 12 años Francia y desde allá ha percibido cómo los aires de la corrección política ingresan al ambiente cultural. “Están los escritores y editores de rodillas, y está la ética de cada cual de obedecer o no”, afirma.
Precisamente con ese título, Escritores y editores de rodillas, firmó un artículo a mediados de año en el suplemento Babelia del diario El País. La autora de Matáte, amor y Degenerado dice que se ha expandido un ánimo fiscalizador en el medio y la presión por evitar incomodar. Desde su cuenta de Twitter propone: “Alguna editorial debería sacar el ‘Diccionario de eufemismos para el escritor profesional del siglo XXI’, explotación comercial de lo políticamente correcto”.
No es un fenómeno reciente. Desde los años 80 el discurso de la corrección política creció en los campus universitarios de Estados Unidos y desde allí se trasladó a la cultura. En su novela La mancha humana, Philip Roth describió el problema a través de la historia de Coleman Silk, un venerable profesor universitario que pierde su empleo, luego de una trayectoria brillante, por mencionar dos palabras (“humo negro”) para referirse a la ausencia de dos alumnos.
Desde entonces, parecemos asistir a una era de creciente corrección política, intolerancia y cancelación cultural. “Totalmente”, dice el escritor Rafael Gumucio. “En ámbitos como las universidades norteamericanas ya es ley, también cada vez más en las chilenas. Muchos de sus conceptos y concepciones que nos resultaban risibles hasta hace unos años ahora son indiscutibles. Muchos han perdido su trabajo e incluso su vida por desafiar la ola de corrección galopante”, afirma.
Invitada al Festival Literario de Brisbane en 2016, la escritora americana Lionel Shriver ofreció un discurso que provocó debate. Invitada a hablar de “comunidad y pertenencia”, en cambio optó por “ficción y políticas de identidad”. En su discurso, la autora de Tenemos que hablar de Kevin sostuvo que “las ideologías que se han puesto de moda recientemente desafían nuestro derecho a escribir ficción”. De este modo, “el tipo de ficción que ‘se nos permite’ escribir está en peligro de volverse tan limitado, tan circunscrito, tan puntilloso, que de hecho sería mejor no escribir tonterías anodinas para empezar”.
En su intervención y rodeada de colegas escritores, la novelista cuestionó la idea de apropiación cultural, es decir, tomar elementos de otra cultura sin permiso o sin tener legitimidad. “Tengo la esperanza de que el concepto de ‘apropiación cultural’ sea una moda pasajera”, dijo. “Esta es una vocación irrespetuosa por su naturaleza: entrometida, voyeurista, cleptómana y presuntuosa. Y eso es lo mejor de la escritura de ficción”.
Cuatro años después la discusión en torno a estas tensiones permanecen, si no se acrecientan. En Estados Unidos se formó un directorio de sensitivity readers, escritores sensibles clasificados según su especialidad: “mujer queer”, “mestizo bisexual”, “judío ortodoxo”, etc. Ellos ofrecen sus servicios profesionales a los editores o a los autores para identificar elementos problemáticos relativos a género, raza o cultura.
Para algunos, se trata de una nueva forma de censura. En 2018, el escritor Kosoko Jackson, afroamericano y queer, y quien trabajaba como sensitivity readers, escribía en Twitter: “Las historias sobre el movimiento de los derechos civiles deberían ser escritas por negros, las historias sobre el derecho de voto deberían ser escritas por mujeres, las historias sobre la epidemia de sida deberían ser escritas por gays, ¿es tan difícil de entender?”.
Un año después, Jackson publicaba su primera novela juvenil, A Place for Wolves, una historia de amor gay entre dos soldados americanos en la guerra de Kosovo. Antes de que la novela llegara a librerías, Jackson vio cómo su comunidad se volvía en contra y lo acusaba de utilizar comercialmente el genocidio. El escritor decidió entonces suspender la publicación: en lugar de que lo cancelaran, se autocanceló.
Hipersensibilidad
Apropiación cultural, falta de diversidad, misoginia o racismo encubierto son algunos de los argumentos que se esgrimen hoy para escrutar las obras de arte. Bajo esta mirada, clásicos literarios como Huckleberry Finn, El guardián entre el centeno y Matar a un ruiseñor han salido de las salas de clases en Estados Unidos, aun cuando sean obras que buscan precisamente combatir las discriminaciones. Con la misma elocuencia, desde el feminismo hoy rechazan a Pablo Neruda, quien narró una violación en sus memorias.
“Estamos pasando por una época de toma de conciencia e hipersensibilidad a situaciones que en un pasado fueron aceptadas y naturalizadas, y por lo tanto, vivenciadas como procesos socioculturales ‘correctos’, ‘naturales’, como la violencia de género, el ataque a las minorías, el racismo, el clasismo”, dice la escritora y editora de Los Libros de la Mujer Rota, Claudia Apablaza. “Hoy en día tenemos más herramientas para mirar, leer, analizar, y escribir críticamente acerca de esos conflictos”, agrega.
La misma opinión se extiende a las artes visuales y el cine. El Rijk Museum de Holanda decidió hace unos años cambiar el nombre de 300 obras que incluían términos como “negro”, “indio” o “moro”. Así, por ejemplo, el cuadro Jovencita negra de Simon Maris cambió a Joven con abanico. Más recientemente, la National Gallery de Londres exhibió una retrospectiva de Gauguin, y ante uno de los cuadros que representa a una joven de Tahití anotó: “El artista tuvo relaciones sexuales con chicas jóvenes, casándose con dos de ellas con las que tuvo hijos. Gauguin, sin dudas, abusó de su posición de occidental privilegiado para aprovechar al máximo las libertades sexuales disponibles para él”. La información es cierta, pero al subrayar el aspecto biográfico el museo relegó a un segundo plano lo que debería ser su función primordial: relevar las innovaciones y los aportes estéticos de la obra de Gauguin. En un sentido, el museo canceló la obra de Gauguin al supeditarla a su conducta, juzgada con los valores éticos actuales.
En la industria del cine la filmografía de Woody Allen y de Roman Polanski se vieron despojadas no solo del aprecio del público sino también de contratos y oportunidades de exhibición luego de las acusaciones de abuso que fueron revividas tras el #MeToo. Al menos en Estados Unidos, ambos fueron cancelados. Del mismo modo, la escritora JK Rowling, una autora que promueve el pluralismo y la tolerancia en su saga Harry Potter, recibió el rechazo de sus antiguos fans ahora convertidos en haters.
Clásico de Hollywood, el filme Lo que el viento se llevó recibió también acusaciones de racismo este año. La plataforma de HBO decidió retirarla y reponerla con una leyenda contextualizadora.
Fue en medio de este ambiente, conmocionado por el asesinato de George Floyd, que un grupo de destacados intelectuales publicó una carta abierta en Estados Unidos contra la intolerancia en el debate público. La firmaban Salman Rushdie, Margaret Atwood, Noam Chomsky, Francis Fukuyama y la propia JK Rowling. En nuestro idioma, el escritor Javier Cercas acusó la imposición de un “puritanismo de izquierdas”.
Arte y escándalo
Acaso el mayor problema con el ánimo de corrección política, más allá incluso de la falta de tolerancia, está relacionado con el oportunismo y la autocensura. Así lo piensa el premio Nobel Mario Vargas Llosa. “Lo políticamente correcto es opinar no como realmente piensas sino arrastrado por la frivolidad, la cobardía o el oportunismo”, ha dicho. “Es una falta de sinceridad, de autenticidad”.
Para el escritor peruano, la corrección política “es una manera de imponer una censura discreta, disimulada, que no dice su nombre y que no te castiga físicamente sino con el descrédito en aras de una supuesta corrección. En cierta forma es una nueva inquisición”.
La escritora Claudia Apablaza plantea una pregunta: “No sé si a esa especie de ‘toma de conciencia’ es a lo que llaman ‘corrección política’, no tengo idea, pero creo que más que una corrección política, hay una mirada crítica, una politización de esos conflictos, una relectura y reescritura de esa historia desde este punto de vista menos condescendiente con todo el sistema y el aparataje opresor, que es el que finalmente busca seguir presentándose bajo mascaradas que evitan y ridiculizan los espacios críticos”.
¿Qué efectos podría tener esta toma de conciencia en la creación artística?
Rafael Gumucio, quien tiene un récord de polémicas con feministas, animalistas y otros grupos, piensa que “su principal efecto es que infantiliza al público y al ciudadano. Es decir, construye un público que aguanta y celebra la violencia de Tarantino pero no puede con la de Woody Allen”. Agrega: “Al tener alguien que te corrige no necesitas forjarte un punto de vista. En el fondo devuelve la sociedad al estado de una aula gigante con profesores y alumnos. Estos alumnos solo levantan el dedo cuando se los deja hacerlo. Lo curioso es que los alumnos a través de las redes sociales, también son los profesores. El nivel de su debate es bajísimo, lo que obliga al que quiere ser parte de ese debate a rebajar él mismo tanto el nivel de sus ideas como la expresión de estas”.
Si el arte solía enfrentarse a las opiniones y a la moral de su tiempo, hoy parece presionado para no ofender y cumplir funciones comunitarias. Eventualmente esta tendencia podría conducir a un arte más cercano a la justicia social y menos provocativo.
En su novela Degenerado, la escritora Ariana Harwicz entregó el protagonismo a la voz de un pedófilo y femicida. Naturalmente, enfrentó dificultades de publicación y aun de traducción. “Si escribo pensando que hay un fiscal, hemos retrocedido tantos siglos… En Francia me dicen que no ven libros donde la primera persona sea el victimario, tiene que ser la víctima. Por eso Anagrama tuvo tanto coraje al publicarlo”.
Claudia Apablaza reconoce que la autocensura “es un riesgo latente, sin duda, pero es un tema que circula como un fantasma en nuestro trabajo, más como una respuesta en la escritura como tal. Últimamente creo que la mayoría de los escritores y artistas siempre nos estamos haciendo esa pregunta, pero cuando uno arriba a la escritura, esa pregunta se difumina, y uno presenta situaciones, hechos y contextos desde puntos de vista, que históricamente, en el arte y en la escritura, tienen los matices de lo doloroso y lo crítico. Osea, creo que podemos hablar y escribir de cualquier tema, no hay censura para eso, pero lo importante es desde qué punto de vista se presentan esos temas”.
La autora de Diario de las especies va un poco más allá y citando al filósofo ruso Mijaíl Bajtín, pone en discusión el concepto de libertad en el arte: “Por otro lado, no creo en esa idea de ‘libertad’ del artista, eso es muy neoliberal, creo que toda escritura es social y colectiva, es decir, como dice Bajtín, ‘no hay nada individual en lo que expresa un individuo’, toda escritura es parte de una memoria colectiva, o, incluso el mismo Todorov citando a Bajtín, ‘la cultura está compuesta por discursos que la memoria colectiva conserva, discursos en relación a los que cada sujeto está obligado a situarse’. Entonces, no sé de qué libertad estamos hablando. Todos los enunciados, también en el arte y la escritura, son fenómenos translingüísticos e intertextuales. No podemos desestimar ese tejido”.
Para Rafael Gumucio, este estado de cosas no hace peligrar el arte más inconoclasta o sensacionalista, sino aquel que busca entregar una reflexión profunda sobre la sociedad: “El arte como escándalo nunca ha estado mejor de salud, porque una de las dinámicas esenciales de lo políticamente correcto es que necesita el escándalo para volver a justificar su existencia. Lo políticamente correcto necesita de un contraste para ser y el arte como escándalo encuentra en lo políticamente correcto una fuente inagotable de publicidad. Lo que está en peligro no es la libertad de pintar Vírgenes con caca de elefantes sino la de construir obras duraderas e interesantes que cuestionen profundamente nuestra moral sin recurrir al escándalo, el grito o la provocación gratuita”.
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