El silencio de la hija mayor
Desvelado en su cama, Barclays se pregunta: ¿Es posible que yo haya sido un buen padre y siga siendo un buen padre, pero mis hijas Camelia y Paulina piensen sin decírmelo que tuvieron mala suerte en que yo fuera su padre?
Barclays está triste y confundido porque el día de Acción de Gracias su hija mayor, Camelia, de veintisiete años, no le escribió un correo saludándolo y diciéndole gracias. Barclays se pregunta: ¿Está molesta o resentida conmigo? ¿Hice algo contra ella? ¿Escribí algo que no le gustó y le cayó mal? ¿Me he ganado su silencio?
Barclays se comunica con sus dos hijas mayores mediante correos electrónicos. No hablan por teléfono, nunca hablan por teléfono, ni siquiera en casos de emergencia. Barclays no tiene los números de teléfono de sus hijas, ellas han preferido no dárselos, y sus hijas tampoco tienen los números de los dos celulares que usa Barclays. En realidad, él no habla por teléfono con nadie, ni siquiera con su madre octogenaria, a la que echa tanto de menos. ¿Por qué tiene entonces dos celulares? Para escuchar los mensajes al final del día. Pero es enemigo de hablar por teléfono. Cree, sin pruebas, basado en una sospecha paranoica, que hablar por celular provoca lesiones en el cerebro. Cree, además, que hablar por teléfono es una pérdida de tiempo.
La segunda hija de Barclays, Paulina, de veinticinco años, sí saludó por correo a su padre el día de Gracias. Paulina y su hermana Camelia viven en la ciudad de Nueva York. No viven juntas, cada una vive sola. Paulina le escribió a su padre un correo afectuoso, contándole que estaba con su novio en la casa de este, en Connecticut, y juntos cocinarían la cena para celebrar el día festivo. Barclays sintió que su hija Paulina no estaba molesta con él ni decepcionada de él ni resentida en modo alguno con él. Sintió, qué alivio, que todo estaba bien entre Paulina y él. De hecho, se vieron recientemente, cuando Paulina y su novio pasaron unos días en Miami, donde vive Barclays.
¿Por qué Camelia Barclays podría estar molesta con su padre, al punto de no saludarlo ni decirle gracias el día de Gracias? Barclays no lo sabe, no lo sospecha tan siquiera. Lo cierto es que no la ha visto todo este año. La última vez que la vio fue en las Navidades pasadas, un breve almuerzo en un restaurante italiano el día 25. Luego Camelia pasó dos semanas en Miami durante el verano, a principios de junio, pero no quiso ver a su padre. Estaba con una amiga, en el apartamento de esa amiga, y decidió que quería hacer una cuarentena estricta, y por eso no quiso ver a su padre. Barclays insistió en verse brevemente, con mascarillas, pero Camelia fue firme y no cedió. Su padre le envió dinero y una bolsa con delicadezas para comer y ella le agradeció por correo. Pero no se vieron. Barclays se quedó con la ilusión de verla.
Camelia Barclays es una estudiante brillante, sobresaliente. Estudió finanzas en una universidad Ivy League de Nueva York, trabajó en un banco de inversión y ahora estudia leyes en otra universidad Ivy League de Pennsylvania. Es muy inteligente, mucho más que su padre, y muy ambiciosa, tanto que su padre sospecha que pudiera tener ambiciones políticas y, como nació en Washington DC, aspirar a los más altos cargos de la nación. Barclays le pagó la primera carrera, desde luego, y ahora le financia también la segunda carrera, y además le envía una generosa mesada puntualmente, lo mismo que a Paulina, quien trabaja en una empresa de vanguardia tecnológica y cobra una fortuna, mucho más de lo que gana su padre en la televisión y con las diezmadas ventas de sus libros fantasmagóricos. Es decir que Camelia y Paulina Barclays son mujeres de éxito y, a tan precoz edad, han tenido a buen seguro más éxito que su padre.
¿Dónde pasó Camelia el Día de Gracias? ¿Con quién lo celebró? Se tomó unas semanas libres de las clases presenciales en la universidad, decidió que viajaría a París y celebró el día de Gracias, que los franceses no celebran, con su madre y con el novio de su madre, un empresario francés. La madre de Camelia, Casandra, no fue feliz cuando estuvo casada con Barclays y tuvo dos hijas con él: Camelia y Paulina. No fue feliz porque Barclays no podía o no sabía ser fiel y quería estar en otro país, con otro cuerpo, en otra cama. Casandra es ahora feliz con su novio francés, él la quiere como Barclays no supo quererla: hablan en francés, fuman tabaco con parejo fervor, beben vino desde mediodía, se intoxican felizmente, son tal para cual. Camelia sube fotos con ellos a su página de Instagram, pero no sube, nunca ha subido, una foto con su padre, ni con la esposa de su padre, Silvina, ni con la hija menor de Silvina y Barclays, una niña llamada Sol. Es decir que, al menos en redes sociales, da la impresión de que Camelia se enorgullece de la familia de su madre y se avergüenza de la familia de su padre. Eso queda en evidencia cuando la madre de Barclays, la señora Dorita, cumple ochenta años, y sus nietas Camelia y Paulina no la saludan por teléfono ni por correo electrónico, a pesar de que su padre les sugiere que lo hagan, que tengan esa mínima cortesía con su abuela.
Triste y confundido porque su hija mayor no lo ha saludado por el día de Gracias, ni le ha dicho lacónicamente gracias, Barclays le escribe un breve correo:
-Me apena que no me escribas por Thanksgiving.
Sin embargo, antes de enviárselo, duda, repiensa las cosas y decide borrarlo. No quiere parecer un chiquilín resentido. No quiere hacer un melodrama. Mejor no decir nada, concluye.
Pero al día siguiente, todavía dolido, escribe otro correo a su hija:
-Uno recuerda a las personas importantes en los días importantes y olvida a las personas prescindibles o irrelevantes.
De nuevo, Barclays duda, borra el correo, no lo envía. No debo ser o parecer rencoroso, piensa. No debo entender su silencio como un acto de hostilidad. Quizás Camelia está tan contenta en París que simplemente se olvidó de saludarme, a pesar de que yo la saludé, con la ilusión de que me contestara.
Parecía inevitable que Barclays, crecientemente dolido por el silencio prolongado de su hija mayor, se cuestionara si debía seguir pagándole la segunda carrera, la de leyes, y dándole un generoso estipendio mensual para que pueda permitirse una vida cómoda y desahogada, aunque no tanto como la que se permiten Barclays y su segunda esposa en una isla de Miami. Barclays piensa: Yo le pagué el billete aéreo a París, no le pedí que pasara el día de Gracias con nosotros en Miami, me pareció bien que lo pasara con su madre en París, y como ella me pidió que le pagara el boleto, no dudé en hacerlo. Yo le pago todo, le doy todo, no he sido nunca mezquino con ella en las cosas del dinero: así las cosas, ¿por qué no me dice gracias el día que toca dar las gracias a las personas que merecen nuestra gratitud? ¿Quizá porque piensa que, a pesar de ser un padre económicamente presente, he sido un padre sentimentalmente ausente o negligente? ¿Tal vez porque piensa que le doy lo justo, lo correcto, pero podría darle más? ¿Será porque le duele pensar que le doy a mi esposa Silvina más dinero del que les doy a ellas, mis hijas Camelia y Paulina? Porque es un hecho que mis hijas mayores, piensa Barclays, no quieren a mi esposa Silvina: cuando esta les ha escrito un correo, aquellas no le han respondido, y tampoco permitido acceso a sus cuentas privadas en redes sociales, lo que Silvina interpreta como una manifiesta señal de hostilidad.
Cuando ya Barclays se ha resignado a no compartir las razones de su tristeza con su hija mayor, cuando ha preferido no reclamar ni exigir nada, cuando ha comprendido que debe seguir dándole a Camelia todo el dinero que necesita para graduarse como abogada y entretanto disfrutar estos años de estudios tan intensos, ella le escribe un correo muy cariñoso, desde París:
-Papá, perdona que me olvidé de saludarte por Thanksgiving, pero estoy estudiando doce horas por día para mis exámenes finales y ya no sé en qué día estamos.
Barclays se siente aliviado. Sin embargo, no sabe si creerle. ¿De veras Camelia no leyó el correo que él le mandó el día de Gracias? ¿No supo que era el día de Gracias, cenando con su madre y el novio de esta? Y si en efecto se olvidó de decirle gracias a su padre, ¿no es cierto que uno recuerda a las personas importantes y olvida a las irrelevantes?
Ahora Barclays tiene que elegir si le escribe un correo a su hija mayor o guarda silencio. Por el momento, aún dolido, cultiva el rencor, esa planta trepadora que crece sin cesar, y no le escribe. Ha pensado en escribirle:
-No te preocupes, no tiene la menor importancia, lo importante es que seas feliz con las personas que saben hacerte feliz.
Pero no le ha mandado ese texto porque le duele pensar que Camelia ya no es feliz con él, ni siquiera una semana al año, un día al año.
También ha pensado en escribirle:
-Es muy desagradecido por tu parte no darme las gracias el día de dar las gracias.
Pero tampoco le ha enviado ese mensaje avinagrado porque solo podría dañar una relación que, a los ojos de Barclays, ya es demasiado fría y distante, y por tanto no conviene agriar más.
Al final del día, desvelado en su cama, Barclays se pregunta: ¿Es posible que yo haya sido un buen padre y siga siendo un buen padre, pero mis hijas Camelia y Paulina piensen sin decírmelo que tuvieron mala suerte en que yo fuera su padre y hubieran preferido tener un padre más normal? ¿Es posible que me quieran, pero no tengan ganas de verme porque se aburren conmigo? ¿Es posible que me quieran, pero al mismo tiempo detesten a mi esposa Silvina? Si no quieren verme, si no sienten la necesidad de decirme gracias cuando toca dar gracias, ¿debo tomar alguna represalia? No, piensa Barclays, no tomaré ninguna represalia: les daré todo el dinero que me pidan, todos los boletos aéreos que me pidan, porque es lo que me dicta el corazón.
Derrotado, tembloroso, Barclays le escribe a Camelia:
-Te quiero mucho. Estoy muy orgulloso de ti.
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