Todas las familias infelices

Jaime Bayly

Todo lo que podía quebrarse y romperse seguramente acabaría quebrándose y rompiéndose: era solo cuestión de tiempo.


El enigmático empresario hotelero Joseph Koch tenía fama de homosexual encubierto porque, con cuarenta años, no se había casado, no tenía novias, no tenía hijos, no parecía tener interés en las mujeres. Vivía en una casa hacienda en las afueras de la ciudad, rodeado de plantaciones de orquídeas salvajes, custodiado por un puñado de perros. Sus grandes pasiones, además de las orquídeas y los perros, eran los hoteles y el mar. Había fundado tres hoteles en playas paradisíacas. Amaba bucear hasta el fondo del mar, buscando tesoros antiguos de galeones hundidos siglos atrás. Su mejor amigo, Coco Arana Freire, era buzo y explorador submarinista, como él. Juntos descendían hasta las profundidades del mar, con la ilusión de hallar viejas monedas de oro. El corazón vibrante de la ciudad y su periferia de apacibles barrios burgueses maliciaban que Joseph Koch y Coco Arana Freire eran amantes escondidos, en el armario, tan agazapados que descendían al fondo del mar para sentirse, por fin, una pareja libre, lejos de las miradas fisgonas y los chismes insidiosos.

Como Joseph Koch quería disipar su fama de homosexual encubierto, hizo el esfuerzo no menor de salir con Denise Maxwell, una señora muy guapa, de cuarenta y cinco años, unos años mayor que él, divorciada, madre de tres hijos adolescentes, cuyo primer esposo, Tacho Mesías, la había abandonado para convertirse en hippie, mudarse a las montañas y dedicarse a fumar marihuana, dejándola arruinada, sin casa, sin auto, sin plata en el banco, con tres hijos en el colegio. Denise tuvo que trabajar arduamente como vendedora de una tienda de alfombras. A duras penas podía pagar el colegio de sus hijos: Tachito, Luisa de los Milagros y Casandra. Hasta que conoció al enigmático empresario hotelero Joseph Koch y su vida cambió para siempre.

Si bien Joseph Koch se casó con Denise Maxwell, no quiso hacer aspavientos de su compromiso con ella, pues era un hombre en extremo discreto y misterioso como para dar fiestas en nombre de los amores tardíos, sospechosos. Decía que los amores eran como los negocios: unos eran buenos y dejaban ganancias, otros salían torcidos y arrojaban pérdidas: por eso, sostenía, había que enamorarse racionalmente, haciendo un frío cálculo de costo y beneficio, para no acabar quebrado, en la ruina. Ya casado, Koch invitó a Denise y sus tres hijos a vivir en la casa hacienda y se ocupó de pagarles todas las cuentas, como si fuesen sus hijos. Al mismo tiempo, siguió viajando con su amigo Coco Arana Freire en busca de los tesoros perdidos.

Denise Maxwell por fin se había redimido del fracaso y la humillación que le infligió su exmarido Tacho Mesías: era una señora de su casa, no tenía que trabajar vendiendo alfombras, manejaba un auto de lujo, no hacía básicamente nada, salvo dar órdenes caprichosas a sus empleadas domésticas, un ejército abnegado, maltratado. Sus hijos Tachito, Luisa de los Milagros y Casandra, nada más terminar el colegio, emigraron a Nueva York y estudiaron hotelería en la universidad de Cornell, todo pagado por su padrastro, el señor Koch, quien les había prometido que algún día se retiraría y ellos, los tres hermanos, dirigirían sus hoteles paradisíacos en la playa.

Cuando terminó la universidad, Tachito Mesías, el hijo mayor, un joven rollizo, rechoncho, regordete, negado para los deportes, muy listo para los chismes y las intrigas, no demasiado popular entre las chicas, que veían en él a un osito de peluche, entró a trabajar en la empresa hotelera de su padrastro, se casó con una dama de familia aristocrática, Helena del Prado, descendiente de banqueros y presidentes, y tuvieron dos hijos. Eran una familia en apariencia perfecta, de revista de papel cuché, pero, en la distancia corta, vivían en una rara, permanente tensión: Tachito no parecía contento y se inventaba siempre un viaje para alejarse de su esposa, y ella, Helena del Prado, se dedicaba a montar a caballo para distraerse de las decepciones y los sinsabores de la vida conyugal, de estar casada con un hombre rollizo, rechoncho, regordete, que no daba señales de estar enamorado de ella. Pronto comenzó a correr el rumor de que Tachito, como su padrastro, Joseph Koch, tenía una debilidad por los hombres fornidos.

Por su parte, la segunda hija de Denise Maxwell, la primorosa Luisa de los Milagros Mesías, tan pronto como concluyó su carrera en Cornell, consiguió un trabajo en un hotel de Washington DC, el Four Seasons, donde complotaban los políticos locales y se alojaban los magnates árabes. Trabajando en ese hotel, Luisa conoció a un italiano muy rico, soltero, en sus cuarentas, que vivía a pocas calles, en un apartamento elegante, de decoración lujuriosa, al lado de las tiendas de Georgetown Park. El italiano, llamado Elías, era tan rico que no trabajaba: vivía de sus inversiones, de sus rentas, del vasto patrimonio que le había legado su madre, y sus pasiones eran esquiar en la nieve, comprar obras de arte y antigüedades y, sospechosamente, pasar los veranos en Brasil, en Río de Janeiro, donde, según susurraban las malas lenguas, se entregaba al comercio sexual con muchachos que le alquilaban sus cuerpos pundonorosos. Tras casarse ante un juez en Washington DC, Elías y Luisa de los Milagros se mudaron al apartamento de decoración exuberante, Luisa dejó de trabajar en el hotel y Elías, en extremo puntilloso, fijó unas reglas extrañas de cohabitación: dormirían en habitaciones separadas y él pasaría los veranos a solas en su casa en Río de Janeiro. Bien pronto Luisa fue desdichada y se preguntó si su marido de veras la quería. Bien pronto llegaron a sus oídos los rumores de que Elías llevaba una vida disoluta, rodeado de muchachos, cuando se marchaba a Río.

Por último, Casandra Mesías, la menor de la familia, tal vez la más rebelde o revoltosa, se mudó también, ya graduada de Cornell, a Washington DC, donde se casó con un escritor en ciernes, un tal Jimmy Barclays, quien llevaba años tratando de terminar una novela testimonial, autobiográfica, sobre su familia, sus amantes y su afición a las drogas. A sabiendas de que Barclays era bisexual, lo que este hacía público con cierto desparpajo, Casandra no vaciló en casarse con él y quedar embarazada, quizás con la ilusión de que el matrimonio y la paternidad harían más fuerte el amor entre ambos y despejarían la ambigüedad de su esposo.

Curiosamente, extrañamente, el espinoso asunto de la homosexualidad encubierta, agazapaba, mal disimulada, se había infiltrado, como un espía, o un regimiento de espías, en la familia de Joseph Koch y Denise Maxwell, y, aunque nadie hablaba de ello en las reuniones familiares tan solemnes y estiradas, todos sabían que caminaban sobre un campo minado, y que había pasiones y pulsiones, amores y amantes, secretos y delaciones, sembrados bajo la superficie, enterrados debajo de la alfombra. Todo lo que podía quebrarse y romperse seguramente acabaría quebrándose y rompiéndose: era solo cuestión de tiempo.

Joseph Koch continuó viviendo con Denise Maxwell, pero no parecían una pareja feliz, discutían y reñían por las cosas más pequeñas, vivían en permanente estado de crispación, fastidios y reproches, y cuando se sentaban a cenar en el comedor de la casa hacienda, casi no hablaban. El rumor que seguía circulando poderosamente en la ciudad era que Joseph amaba en realidad al buzo Coco Arana Freire y que Denise Maxwell era tan solo una máscara, una careta, para soslayar su verdadera identidad.

Tachito Mesías no aguantó más a su esposa Helena del Prado, rompió con ella, salió del armario, renunció al grupo hotelero de su padrastro, al club de polo y a la nacionalidad de los Estados Unidos, y se fue a vivir a una casa preciosa, en los acantilados, con vistas al océano Pacífico, acompañado de su pareja, un joven congresista de izquierdas. Después de haber sido el más homofóbico de aquella familia con pretensiones, de haber atacado viciosamente a su cuñado Jimmy Barclays por las novelas libertinas que este publicaba, de haberles dicho a sus dos hijos menores de edad que no hablasen con Barclays porque este tuvo la desfachatez de besarse en los labios con un presentador famoso en la televisión catalana, de haberle dicho a Barclays que sus libros eran “mierda arrojada al ventilador”, Tachito Mesías se rindió: no pudo ser el circunspecto varón heterosexual que se afanó en ser, se rindió, se achantó, se desintegró, reculó y pasó a ser el gay más gay de la familia, superando largamente a su cuñado, el escritor Barclays.

El italiano ricachón, Elías, tampoco resistió demasiado tiempo al simulacro o la impostura de amar a su esposa, la desdichada Luisa de los Milagros, a quien abandonó en Washington DC, dejándole el apartamento, las obras de arte y los autos de lujo, y se marchó a vivir en Río de Janeiro, donde sus veranos de bacanales y cuchipandas serían ahora veranos de todo el año. De súbito rica mas despechada, Luisa Mesías se entregó comedidamente a la bebida. Gracias a su trato familiar con los vapores alcohólicos, conoció, en el bar del hotel Four Seasons, en Georgetown, a un noruego robusto, heterosexual a no dudarlo, amante aguerrido, que la puso al día en los asuntos del cuerpo y sus reclamos y apetencias. En los brazos del noruego, Luisa aprendió que el amor podía ser un combate, una refriega, y no un lecho de rosas. Bien pronto olvidó al italiano melancólico y celebró haberse liberado de tamaño bodrio en la cama.

Finalmente, Casandra, la hija menor de Denise Maxwell, se hartó del escritor Jimmy Barclays, lo mandó al carajo y no tardó en enamorarse de un francés muy apuesto, hacendado, exportador de uvas, amante del polo, como ella. Antes, aconsejada por su madre, Casandra tuvo el buen tino de asaltar con sollozos melodramáticos a la madre de Barclays, Dorita, una santa acaudalada, a quien le exigió una suerte de pensión de viuda o indemnización moral. Abochornada de su hijo libertino y ateo, la señora Barclays, su exsuegra, le compró una casa para que Casandra, tórtola tardía, fatigase hasta la extenuación el amor con su novio francés.

Así, pues, la señora Denise Maxwell y sus hijas Luisa y Casandra repitieron un extraño, inquietante patrón en la familia: el de enamorarse de hombres que acaso no las querían del todo, unos hombres que clandestina o soterradamente buscaban el amor en otros hombres, unos hombres que no se atrevían o no querían confesarles que eran gays, un poco gays, totalmente gays. ¿Por qué lo hacían, por qué caían en la misma trampa? ¿Eran tontas o miopes para entrever la naturaleza verdadera del amor? ¿Actuaban así porque estaban heridas, lisiadas, por un trauma del pasado, una zona oscura o insegura de su carácter? ¿No tenían suficiente amor por sí mismas debido a que Tacho Masías las había abandonado? Nadie lo sabía con certeza, nadie hablaba de eso. Denise siguió atada a Joseph Koch por las razones del dinero y las apariencias, pero Luisa y Casandra se liberaron del lastre que fueron para ellas el italiano Elías y el escritor Barclays, y aún a tiempo encontraron un amor parejo y verdadero. En cuanto a Tachito Mesías, el hermano mayor, ahora se permite leer los libros libertinos de Barclays y ya no agrede con palabras soeces al autor, su excuñado. Por lo visto, lo que antes le parecía “mierda arrojada al ventilador”, ahora le parece todo un estilo de vida.

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